sábado, 14 de enero de 2017

Del negocio de la salvación eterna. San Alfonso María de Ligorio.




   El asunto de nuestra eterna salvación, no sólo es el más importante sino el único que debe ocuparnos, porque si lo descuidamos, lo perdemos todo. Un pensamiento sobre la eternidad bien meditado puede bastar para hacer a un santo. El P. Vicente Caraffa, gran siervo de Dios, decía que, si todos los hombres pensasen con fe viva en la eternidad de la vida futura, la tierra quedaría hecha un desierto, porque nadie se ocuparía de los negocios de la vida presente.

   ¡Oh! si tuviésemos constantemente ante los ojos esta gran máxima que nos inculca: ¿Que aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? (San Mateo XVI, 26) ¡A cuántos hombres no ha llevado esta máxima a renunciar al mundo! ¡A cuántos anacoretas a vivir en los yermos! ¡Y a cuántos mártires a sacrificar sus vidas por la fe! ¡A cuántas ilustres vírgenes, muchas de ellas de regia estirpe, no ha encerrado en los claustros! Todos pensaron que si perdían sus almas, las cosas del mundo no les servirían para nada en la eternidad.

   El Apóstol escribía a sus discípulos diciéndoles: Mas os rogamos, hermanos... que atendáis a vuestro negocio (2 de Tesalonicenses. IV, 10) ¿Pero de qué negocio hablaba San Pablo? Hablaba de aquél que es de tanta importancia, que si no lo acertamos, perdemos el reino eterno del paraíso, y caemos para siempre en un abismo de eternos sufrimientos. Se trata de la pérdida del reino celestial y de suplicios mortales, dice San Juan Crisóstomo.

   Tenía pues, razón San Felipe Neri en llamar insensatos a los que no pensaban en esta vida más que en atesorar riquezas y amontonar honores, sin dedicarse a la salvación de sus almas. El venerable Juan de Ávila decía, que tales hombres merecerían ser encerrados en una jaula de locos. ¿Cómo? quería decir el gran siervo de Dios. ¿Creéis que hay una eternidad de gozos para el que ama a Dios, y una eternidad de penas para los que le ofenden, y le ofendéis?

   La pérdida de los efectos, de la salud, de los parientes, de la reputación y hasta de la vida, puede repararse en este mundo, a lo menos con una buena muerte y con la adquisición de la vida eterna, como han hecho los mártires. ¿Pero con qué bienes, con qué tesoros, por inmensos que sean, se puede redimir el alma? (San Mateo XVI, 26).

   El que muere sin gracia de Dios y pierde su alma, pierde con ella toda esperanza de poner remedio a su daño (Proverbios XI, 7). ¡Oh Jesús mío! Aun cuando el dogma de la vida eterna no fuese más que una opinión de los sabios, deberíamos con todo poner todo nuestro afán en conseguir la eterna felicidad, y en evitar la eterna desdicha; pero no, no es una cosa dudosa, es una verdad cierta y de fe, que una u otra de las dos eternidades nos ha de caber.

   Pero, ¡oh increíble fenómeno! La mayor parte de los que viven en la fe y me litan esta grande verdad, dicen: Es cierto, debemos pensar en salvarnos; pero apenas hay uno que se ocupe de veras en este negocio. Para ganar un litigio, para Atener un destino, se pone la mayor atención, y el negocio de la salvación eterna se deja a un lado. Error mayor que todos los errores, dice San Euquerio, porque si se pierde el alma, es un error irremediable.

   ¡Oh si tuvieran sabiduría inteligencia y previesen las postrimerías! (Deut. XXXII, 29). ¡Infelices de aquellos sabios versados en todas las ciencias, pero que no saben mirar por su alma para obtener una sentencia favorable en el día del juicio!


   ¡Oh Redentor mío, vos habéis derramado vuestra sangre para redimir mi alma, y yo la he perdido tantas veces, y la he vuelto a perder! Os doy gracias por haberme concedido tiempo para recobrarla, recobrando vuestra gracia. ¡Oh Dios mío! ¡Por qué no he muerto antes de llegar a ofenderos! Consuela la idea de que vos no rechazaréis los corazones que se humillan y se arrepienten de sus pecados. ¡Oh Virgen maría! refugio de pecadores, socorred a un pecador que se recomienda a vos, y en vos confía.

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