El
asunto de nuestra eterna salvación, no sólo es el más importante sino el único
que debe ocuparnos, porque si lo descuidamos, lo perdemos todo.
Un pensamiento sobre la eternidad bien meditado puede bastar para hacer a un
santo. El P. Vicente Caraffa, gran
siervo de Dios, decía que, si todos los hombres pensasen con fe viva
en la eternidad de la vida futura, la tierra quedaría hecha un desierto, porque
nadie se ocuparía de los negocios de la vida presente.
¡Oh!
si tuviésemos constantemente ante los ojos esta gran máxima que nos inculca: ¿Que aprovecha
al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? (San Mateo XVI,
26) ¡A cuántos hombres no ha llevado
esta máxima a renunciar al mundo! ¡A cuántos anacoretas a vivir en los yermos!
¡Y a cuántos mártires a sacrificar sus vidas por la fe! ¡A cuántas ilustres
vírgenes, muchas de ellas de regia estirpe, no ha encerrado en los claustros! Todos
pensaron que si perdían sus almas, las cosas del mundo no les servirían para
nada en la eternidad.
El Apóstol escribía a sus
discípulos diciéndoles: Mas os rogamos,
hermanos... que atendáis a vuestro negocio (2 de Tesalonicenses. IV, 10) ¿Pero de qué negocio hablaba San Pablo?
Hablaba de aquél que es de tanta importancia, que si no lo acertamos, perdemos el
reino eterno del paraíso, y caemos para siempre en un abismo de eternos
sufrimientos. Se trata de la pérdida del
reino celestial y de suplicios mortales, dice San Juan Crisóstomo.
Tenía pues, razón San Felipe Neri en llamar insensatos
a los que no pensaban en esta vida más que en atesorar riquezas y amontonar honores,
sin dedicarse a la salvación de sus almas. El venerable Juan de Ávila decía, que tales hombres
merecerían ser encerrados en una jaula de locos. ¿Cómo? quería decir el
gran siervo de Dios. ¿Creéis que hay una
eternidad de gozos para el que ama a Dios, y una eternidad de penas para los que
le ofenden, y le ofendéis?
La pérdida de los efectos, de la salud, de
los parientes, de la reputación y hasta de la vida, puede repararse en este
mundo, a lo menos con una buena muerte y con la adquisición de la vida eterna,
como han hecho los mártires. ¿Pero con
qué bienes, con qué tesoros, por inmensos que sean, se puede redimir el alma?
(San Mateo XVI, 26).
El que muere sin gracia
de Dios y pierde su alma, pierde con ella toda esperanza de poner remedio a su
daño (Proverbios XI, 7). ¡Oh Jesús mío!
Aun cuando el dogma de la vida eterna no fuese más que una opinión de los
sabios, deberíamos con todo poner todo nuestro afán en conseguir la eterna
felicidad, y en evitar la eterna desdicha; pero no, no es una cosa dudosa, es
una verdad cierta y de fe, que una u otra de las dos eternidades nos ha de
caber.
Pero, ¡oh
increíble fenómeno! La mayor parte de los que viven en la fe y me litan esta
grande verdad, dicen: Es cierto, debemos pensar en salvarnos; pero apenas hay
uno que se ocupe de veras en este negocio. Para ganar un litigio,
para Atener un destino, se pone la mayor atención, y el negocio de la salvación eterna se deja a un lado. Error mayor que todos los errores, dice San Euquerio, porque si se pierde el alma, es un error
irremediable.
¡Oh
si tuvieran sabiduría inteligencia y previesen las postrimerías! (Deut. XXXII,
29). ¡Infelices de aquellos sabios versados en todas las ciencias, pero que no
saben mirar por su alma para obtener una sentencia favorable en el día del
juicio!
¡Oh Redentor mío, vos
habéis derramado vuestra sangre para redimir mi alma, y yo la he perdido tantas
veces, y la he vuelto a perder! Os doy gracias por haberme concedido tiempo
para recobrarla, recobrando vuestra gracia. ¡Oh
Dios mío! ¡Por qué no he muerto antes de llegar a ofenderos!
Consuela la
idea de que vos no rechazaréis los corazones que se humillan y se arrepienten de sus
pecados. ¡Oh
Virgen maría! refugio de pecadores, socorred
a un pecador que se recomienda a vos,
y en vos confía.
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