EL BUEN SAMARITANO
La vocación de Martín parece haber sido la
de remediar los males ajenos. Para ello Dios le dotó de un corazón
misericordioso y, al irse poco a poco perfeccionando su caridad, tan hondas
raíces echó en él esa virtud que pudo decir con el Apóstol: “¿Quién enflaquece y sufre que no enflaquezca
y sufra yo también?” Además, el Señor que todo lo ordena con admirable
providencia, dispuso que desde sus primeros años aprendiese el oficio de
barbero y de médico, al lado de sus amigos el boticario Mateo Pastor y el cirujano Marcelo
de Rivera. Su destreza y habilidad en esta parte debió influir no poco para
que se le admitiese en Santo Domingo.
Aquí completó su aprendizaje y he ahí por qué a los pocos años de vida
religiosa se le encomendó el difícil y pesado cargo de enfermero.
Para darse cuenta de las tareas que pesaban
sobre él es preciso recordar que por entonces el convento del Rosario de Lima albergaba a unos
doscientos religiosos, sin contar los esclavos, para los cuales existía una
enfermería aparte. A esto se agrega que de las demás casas, especialmente de la
Recoleta de la Magdalena, venían a
curarse algunos enfermos y no pocos también de los mismos esclavos de las haciendas
de la Orden, sobre todo de Limatambo.
A todos ellos tenía que cuidar Martín y lo hizo con una solicitud más que de
madre. No faltaron ocasiones en que hubo de multiplicarse y prodigarse. De vez
en cuando se dejaba sentir en Lima alguna
peste o epidemia, que unos llamaban sarampión, otras alfombrillas o trancazo y
hoy posiblemente llamaríamos gripe. Como todavía sucede, eran muchos los que
enfermaban y en algunos el contagio revestía cierta gravedad. Una de estas veces,
el número de los enfermos en todo el convento llegó a sesenta y fue menester que
Martín, de día y de noche, corriese del uno al otro, para atenderles en su
necesidad. Dios, sin duda
alguna, escuchando las oraciones de su fiel siervo, no dejó de ayudarle,
realizando verdaderos prodigios en su favor. Vamos a relatar algunos.
Fray Francisco Velasco,
hijo de su gran amigo Mateo Pastor,
era novicio y adoleció de un mal que los médicos de entonces calificaron de hidropesía. Abrasábanle la fiebre y una
noche entre la una y las dos se sintió muy fatigado y con ansias de llamar a alguien
en su auxilio. Estando así, vio que se abría la puerta de su celda y que
entraba Martín, llevando un brasero con
candela y una camisa. Acercóse a su lecho, lo incorporó sobre las almohadas,
cubriólo con una frazada y levantándolo luego lo reclinó sobre una silla. Sacó luego
de la manga unas ramas de romero y las puso sobre las brasas; volteó luego el
colchón, humedecido por el copioso sudor del enfermo y lo sahumó con el romero;
hizo otro tanto con la camisa que llevaba preparada y se la puso al novicio que
atónito le contemplaba. No podía
explicarse éste cómo había podido llegar hasta su celda, pues, según la
costumbre, las puertas del noviciado estaban cerradas y la llave de ellas sólo
las tenía el Maestro de novicios. De ahí que le preguntara con curiosidad
infantil:
—Hermano Martín, ¿por
dónde habéis podido entrar?—
No
seáis bachiller, chiquito —le contestó, tomándolo en sus brazos y
depositándolo en el lecho con amoroso cuidado. —Hermano Martín, ¿os parece a vos que
moriré de esta enfermedad?
El
solícito enfermero le respondió:
—Muchacho,
¿tú quieres morir?
La respuesta fue un no rotundo.
—Pues bien —añadió Martín—, no morirás.
A la mañana siguiente fue a verle fray Andrés Lisión, Maestro de novicios,
y al referirle fray Francisco lo que
aquella noche le había acontecido, con aire grave le advirtió:
—No me decís nada nuevo, hijo mío, porque de
estos milagros sabe hacer fray Martín.
El mismo había sido testigo de ellos.
Hallábase enfermo de; algún cuidado un novicio, que pudo ser o fray Francisco Pacheco o fray Juan Ramírez,
pues de entrambos se cuenta un caso semejante y el buen Maestro quiso antes de recogerse y, tal vez, después de terminado el
rezo de Maitines, ir a ver cómo se encontraba el enfermo. Cuál no sería su
sorpresa al divisar, desde el dintel, que dentro de la celda se hallaba Martín. Retiróse al punto y deseando
cerciorarse si estaban bien cerradas las puertas del Noviciado fue a comprobarlo por sí mismo. No había duda, cerradas
estaban y las llaves las llevaba él en la manga. Subió luego al claustro alto
para observar desde allí a Martín y
espiar el momento en que abandonase la celda del enfermo. Cuando lo advirtió, bajó
prontamente y luego de haber preguntado al novicio si había estado allí e
informándose de que ya se había ido, se dirigió a la puerta del Noviciado y la
halló perfectamente cerrada.
Como en el convento se divulgasen estos
hechos, fue ya bastante común el que los enfermos, apretados durante la noche
por el mal de que adolecían o sintiendo alguna necesidad, a guisa de llamador,
le invocaran y demandaran su ayuda, seguros de que no tardaría en presentarse.
Trasudaba en su lecho fray Vicente
Ferrer y sintiéndose solo, a la medianoche, exclamó entre sí: Hermano Martín, ¡quién me diera una túnica para mudarme! No bien dijo estas
palabras cuando entró en su celda el
Santo con la túnica en la mano y un sahumador. A fray Fernando de Aragonés, que fue su compañero por muchos años en la enfermería, no
una sino dos o tres veces, le
aconteció lo mismo, estando enfermo. Más
no fueron sólo sus hermanos los que experimentaron la vigilante y prodigiosa caridad de Martín, algunos seglares
también fueron objeto de ella. Rodrigo Meléndez,
padre del Pbro. Andrés Meléndez, que figura en los Procesos como uno de los testigos y de fray Juan Meléndez, hallábase retraído en el Convento por
apremio de sus acreedores y le
sobrevino una grave erisipela (es una
enfermedad infecciosa aguda y febril) en una pierna. Una noche en que el
ardor del miembro enfermo lo tenía
desasosegado, dijo entre sí: ¡Cómo
tuviera a la mano un poco de agua caliente para bañarme esta pierna! A los pocos
instantes entró en su cuarto fray Martín, estando el cerrojo echado a la
puerta, llevando en una jofaina el agua que necesitaba el doliente. Este
le preguntó admirado, cómo había podido entrar y Martín,
dejando a su lado el socorro, no le respondió sino estas palabras: “Yo tengo modo
de entrar”, y se salió del aposento.
Su discreción le hacía distinguir entre uno
y otro enfermo y atendía con más asiduidad a aquél que más grave se encontraba.
Una intuición que en muchos casos podemos llamar sobrenatural le daba a conocer
que el enfermo no saldría de aquel trance y se acercaba a su fin. De ahí que en
el convento se tuviera por cosa segura la muerte del paciente cuando Martín
apenas se separaba de la cabecera del enfermo. Corría el año 1626 y fray Cipriano de Medina, muy aficionado
a Martín, cayó gravemente enfermo.
El Santo no debía encontrarse en el convento, pero a sus oídos debió llegar la noticia
de la enfermedad de su amigo. Pudo decir entonces como Jesús, cuando se le dio aviso de la de Lázaro: “Esta enfermedad no
es de muerte”. Pero el mal siguió su curso y cuando fray Cipriano se daba casi por desahuciado, un día, después del
toque del alba, se le presentó Martín
en la celda. Quejósele fray Cipriano de
que hubiese tardado tanto en venir y el Santo, sonriente y lleno de afecto le contestó:
—Pues, padre, de esta enfermedad no morirá
V. R. y por eso no he venido antes a verle.
El pronóstico se cumplió al pie de la letra (No fue ésta la única vez que fray Cipriano
experimentó en sí el poder de Martín. Habiendo ido a España, a negocios de su
Orden, de 1642 a 1643, a su vuelta cayó enfermo y, habiendo invocado el auxilio
del Santo, éste se le apareció a los pies de su lecho y le sanó de aquel mal).
Un hecho análogo se refiere del padre
Maestro, fray Hernando Valdés, cuando todavía era novicio.
En cambio, hallándose enfermo fray Antonio de Arce fue a buscar a Martín el hermano Martín Cabezas, donado
y no encontrándole en su celda, acudió a la sala capitular, donde sabía que
podía hallarse. En efecto, allí estaba Martín,
pero suspenso y elevado del suelo (levitando). Admirado, salió al claustro y
llamó a fray Diego Barrionuevo, fray Jerónimo
Bravo y fray Francisco Moriano, para que viniesen a ver el portento. Entraron todos en la sala y fueron testigos
del éxtasis de Martín. Este volvió en sí al poco rato y recibió el recado
del enfermo. Acudió al punto y al verle,
con amorosas palabras le animó a confiar en Dios y a prepararse para la muerte.
No falló su anuncio, pues a las catorce horas fallecía fray Antonio.
Su cuidado llegaba hasta prevenir los deseos
de los enfermos y no dudaba usar del poder que Dios le había otorgado para su
remedio. Fray Miguel de Villarrubia,
siendo todavía corista, se hallaba convaleciente de una enfermedad en el dormitorio
de los profesos. Un día le entraron ganas de comer sopa y sin haber comunicado a
nadie su deseo, entró fray Martín
con una taza llena y dándosela le dijo: “Vaya
muchacho, come la sopa, satisface tu capricho”. Otro tanto ocurrió a fray Juan de Salinas. La tisis (tuberculosis) había hecho presa
en él y habiendo tenido una fuerte hemorragia, sintió mucha sed y a un compañero
suyo le expresó su deseo de tomar un poco de agua con azúcar, a fin de
aplacarla. No bien dijo estas palabras, cuando se presentó Martín trayéndole lo que necesitaba.
Hechos de esta naturaleza se repiten en los
Procesos y quienes los refieren son muchas veces los mismos que recibieron el beneficio.
Citaremos otros dos, cuyas circunstancias merecen anotarse. Era lector de filosofía en el Convento del
Rosario fray Juan de Barbarán, el mismo que más tarde gobernará en calidad de Provincial
la Provincia de Santa Catalina Mártir de Quito. Cayó enfermo y una noche,
con el ardor de la fiebre, sintió
vehementes deseos de calmar su sed y conociendo que a aquella hora ningún otro le podía socorrer sino el solícito enfermero, exclamó: “Fray Martín, ¿dónde está tu caridad? Dame
un poco de agua, porque me abraso”. No se hizo mucho tiempo esperar el socorro, pues en breve vio entrar
en su celda al Santo con una taza de
agua y una pastilla. Dióle de beber al
enfermo y despidiéndose de él con palabras de afecto, salió como había entrado, estando cerrada la puerta de la habitación. De idéntico achaque
adolecía fray Pedro de los Ríos. Siendo
todavía novicio y apretado por la
misma necesidad, imploró en su corazón el favor de Martín. Las puertas del Noviciado, como de costumbre, se hallaban cerradas y las llaves las
guardaba el padre Juan Guerra, que
entonces dormía como todos los demás. Sin
embargo, el santo enfermero se presentó en
la celda de fray Pedro y con
risueño semblante le preguntó qué
quería. Una naranja, le contestó. Martín,
por toda respuesta, metió su mano en
la manga y sacó de ella una naranja.
Hízole beber después del agua que llevaba
y dejando satisfecho al novicio se retiró.
“VIDA
DE SAN MARTÍN DE PORRES”
Rubén
Vargas Ugarte S. J. – Año 1886
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