Discípulo— Padre ¿se debe también docilidad al confesor?
Maestro.
— Lo
que se ha dicho de la confianza, debe repetirse respecto a la docilidad, o sea,
creerle, fiarse de él, dejarse guiar, poner en práctica sus órdenes, sus
prohibiciones, sus consejos.
D. — Padre,
sucede a veces que el confesor dice: Basta, lo he entendido. ¿Qué se ha de hacer entonces?
M.
—
Hay que callar al punto y pasar a otra cosa.
D. — Más,
puede parecer a uno que aún no lo ha dicho todo, ni la mitad siquiera...
M.
—
Cuando el confesor habla así, es señal de que desde la primera palabra, ha
comprendido cuál es el estado del alma, y que puede aliviar lo que aún no se ha
dicho, o lo que no se sabe explicar.
D. — ¿Así que no obran bien aquéllos
que, cuando el confesor les interrumpe para preguntarles o pedirles una
explicación, no le hacen caso, o bien, en vez de escuchar lo que dice el
confesor, piensan en otras cosas que les quedan por confesar, para no olvidarse
de ellas?
M.
— No, no hacen bien. Apenas el
confesor abra la boca, debe ponerse toda atención, aun a costa de que se
olviden cien cosas que quedan por decir: va se dirán después cuando el confesor
nos invite a ello.
D. — ¿Y si se olvidan?
M.
—
Si esto sucede, paciencia. Se confesarán en las siguientes confesiones.
D. — ¿Estará bien hecha esta confesión?
M.
—
Estará bien hecha, porque cuando inculpablemente se omite una o más cosas,
aunque sean graves, la confesión es igualmente válida y se puede comulgar todos
los días, quedando únicamente la obligación de confesar lo que se olvidó, en la
primera confesión que se haga.
D. — Padre,
¿dicha atención y obediencia deben
prestarla todos, aun aquéllos que son más instruidos que el confesor?
M.
— Todos, absolutamente, teniendo en cuenta que quien habla en aquel momento es
el mismo Jesucristo, oculto en la persona del confesor.
D. — ¿Qué dice, Padre, de aquéllos que
cada vez que se confiesan desean que se les den largas explicaciones,
fervorines y muchas buenas palabras?
M.
— Tal pretensión es pura vanidad. El
confesonario no es ningún pulpito, ni tampoco cátedra escolástica, más si el
confesor tiene a bien hacerlo, se le debe prestar toda atención. Que no te pase
como a cierto muchacho, que mientras hablaba el confesor, él contaba los
agujeros de la reja, y a cierto punto exclamó: “Ciento dos Padre”. O también como a cierta viejecita, que se
durmió en el confesionario y obligó al confesor a salir del mismo para
despertarla. O peor aún como a la señorita del jamás.
D. — Cuente,
Padre, eso del jamás, que debe ser ameno.
M.
—
Tan ameno como verdadero.
Se confesaba un día una
señorita bastante elegante, aunque acaso algo excéntrica, con un célebre padre
misionero. Acabada la acusación de los pecados, el Padre comenzó la prédica, y
a toda exhortación del misionero, ella, la señorita, distraída siempre,
respondía ¡Jamás!
Continuó el padre un
buen rato y luego le dijo:
—
Pero, señorita, ¿acaso no presta usted atención a lo que le digo?
Y ella al punto con
desenfado:
— ¡Jamás!
—
¿No quiere, pues, arrepentirse?
— ¡Jamás!
—
¿Ni dejar aquellas ocasiones?
— ¡Jamás!
—
Entonces, ¿no quiere que le dé la absolución?
— ¡Jamás!
—
¿No quiere salvar su alma?
— ¡Jamás!
—
Piénselo seriamente, señorita, no se obstine, hágalo por amor de Jesucristo, de
María Santísima de los Dolores.
— ¡Jamás, Padre, jamás.
—Siendo
así, vaya de nuevo a arrepentirse de sus pecados.
— ¡Jamás!
—
¡Eh, acabemos!
— ¡Jamás, jamás!
—
Sepa que me voy, y la dejo ahí plantada, con escándalo de todos... se dispone a
levantarse y marchase.
Entonces, la señorita,
elegante, tan distraída como antes, creyendo terminada la exhortación, dice con
toda gentileza:
— ¡Muy bien, Señor! ¡Mil gracias! ¡Perdone tanta molestia y
ruegue por mí!
D. — ¡Digno de contarse!
Se comprende; con la cabeza llena de humo, ¿cómo
tenía que atender a la confesión? Pero dígame, Padre, ¿es necesario también creer al confesor?
M.
—
Ciertamente. Así como el confesor está estrechamente obligado, por razón de su
oficio, a creer al penitente, y sólo al penitente en todo aquello que le
confía, así el penitente está obligado a creer candorosamente al confesor; sin
embargo, sucede muchas veces lo contrario. No son pocos los que, confiando
plenamente su corazón al confesor, para obtener el remedio y el consuelo, no
piensan luego a recoger el fruto de esta confianza que depositaron en el
confesor. El confesor dice muchas veces a un penitente:
—
La causa de vuestro mal es aquella casa, aquella persona, aquella ocupación,
aquel lugar, etc.
Y el penitente:
— No, aquella casa, aquella persona, aquella ocupación, aquel
lugar, me son sumamente útiles... no puedo pasar sin ellas...
A otro le dice:
—
Mirad que esa lectura, ese pasatiempo, esa relación es peligrosa.
Y el penitente:
— De ningún modo. Padre, sé lo que hago... Tendré juicio...
A un tercero:
—
Aquella aversión, esos celos, esa envidia os son funestos.
Y el penitente:
–– Pero, Padre, son los otros los que me odian, los que me
envidian...
Y
así se refuta la corrección; como si bastara no querer estar enfermo, para ya
estar sano.
D. — No
se practica así con el médico del cuerpo, ¿no
es verdad, Padre?
M.
—
Antes se le cree ciegamente, se renuncia inmediatamente a la propia opinión y
en la elección de la cura y de los remedios, se cumple exactamente cuánto
prescribe.
D. — ¿Y por qué con el confesor no se
tiene la misma docilidad?
M.
— Verdaderamente es incomprensible.
Con otros penitentes ocurre lo contrario. El confesor dice, por ejemplo a
ciertas personas:
—
No penséis más en vuestra vida pasada; no os confeséis de tal o tal pecado. O
bien: “No os preocupéis por aquel temor, por aquella duda: no hagáis caso de
aquella tentación”.
A
tales palabras, y aseveraciones tan precisas, se le debería dar pleno ascenso,
y descansar completamente seguros y tranquilos, y sin embargo continuamente se
les oye decir: "Quien sabe si no me habré explicado bien... No me debe
haber entendido el confesor... Quizá no habré tenido el dolor necesario...” Y
no advierten tales almas que siguiendo en esta forma estarán siempre inquietas.
Una señora, de aquellas
que no son raras, fuese un día al médico a manifestarle una retahíla de males.
El doctor habiéndola oído pacientemente, por fin le recetó algunos papelitos
para que se los tomara a horas fijas. La buena señora no quedó completamente
satisfecha; no obstante, base al farmacéutico, entrega la receta para que se la
despache, espera, paga y se va. Cuando llega a casa, en vez de tomar la
medicina, se dice entre sí: “¿Y si el
médico no me hubiera entendido bien?... ¿o yo no me hubiera explicado
suficientemente?... ¿o el farmacéutico se hubiera equivocado?... Me parece que
dudaba algo... ¡Pobrecita mía!..., Estaba desconcertada... ¿Tomar los
papelitos? ¡Nunca!”
Al día siguiente va a
otro médico, le refiere la historia de sus padecimientos, con más cuidado y
precisión. El médico la escucha atentamente, y después le ordena un frasco para
tomarlo a cucharadas. La señora da las gracias, paga y sale en seguida, inmediatamente
va a otra farmacia, presenta la receta y una vez despachada, se vuelve muy
contenta a casa. Mas antes de tomarse la medicina, reflexiona todavía y dice: “¿Cómo puede ser esto... Aquél me ordenó
los papelitos y éste el frasco... Se comprende que no están de acuerdo; no
deben conocer bien mi enfermedad; ordenan quizás a bulto... ¿habré de ser yo
víctima de su ignorancia? ¡Ah, no! —Y arrincona el frasco, resuelta a no
probarlo... ¿se jugaría la vida?...”
Se va en seguida a un
tercer médico, le repite la letanía de los dos días anteriores, siempre con
mayor exactitud y precisión. También éste la escucha con todo el interés y
después le ordena unas píldoras para tomarlas por la mañana y por la tarde. La
enferma, persuadida de que al fin encontró quien la curase, se presenta un
tercer farmacéutico y retira las píldoras. Mas al llegar a casa, peor que
nunca. “¿Por qué las píldoras más bien
que los papelitos o el frasco?... ¡Los médicos no saben nada!... ¿Y me habré de
morir así como así... sin que nadie me comprenda? ¡Pobrecita mía, pobrecita
mía!” Y se afana, llora, se desespera, de tal modo que da compasión; y no
pueden consolarla ni la servidumbre, ni las vecinas de casa, ni las amigas, ni
cuantos la conocen. Según su dictamen, a ella nadie le comprende, se ha de
morir, inexorablemente tiene que morirse; con todo, sus males son más
imaginarios que reales.
D. — ¡Pobrecita, de verdad!
Haría llorar si no hiciese reír.
M.
—
Pues bien, igualmente dan compasión aquellos penitentes que no quieren
sujetarse a ser dóciles al confesor y creerle ciegamente respeto a las cosas de
su alma.
D. — Cuando
el confesor responde de las cosas de nuestra conciencia, es señal que conoce,
mejor que nosotros, nuestro interior y sabe valuar, mejor que nosotros,
nuestras miserias; así como el médico después de prolijas visitas, conoce mejor
que nosotros nuestras enfermedades, ¿no
es verdad, Padre?
M.
––
¡Muy cierto! ¿Te parece que querrá ir él
al infierno por librar a otros de él?
D. –– ¡Eso,
nunca!
M.
––
Pues así como nos fiamos del médico, así debemos fiarnos del confesor. Sólo el
alma que renuncia a su propio juicio y acepta ingenuamente del confesor ya sea
la corrección, ya el consuelo, podrá sentirse tranquila y segura.
CONFESAOS
BIEN
Pbro.
Luis José Chiavarino
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