2° LA CONCUPISCENCIA DE LOS OJOS (CURIOSIDAD Y AVARICIA)
A) El mal. La concupiscencia de los ojos comprende dos
cosas: la curiosidad malsana y el amor desordenado de los bienes de la tierra.
a) La curiosidad de que decimos, es el deseo inmoderado de ver, de oír, de
saber lo que pasa en el mundo, y las secretas intrigas que allá se enredan; no
para sacar un provecho espiritual, sino para gozar de tan frívolo conocimiento.
Extiéndese también a los tiempos
pasados, cuando hojeamos las historias, no para tomar de ellas ejemplos y enseñanzas
para la vida humana, sino para apacentar nuestra imaginación con asuntos
placenteros. Comprende sobre todo las falsas ciencias adivinatorias, por las que
intentamos conocer las cosas secretas o futuras, cuyo conocimiento ha reservado
Dios para sí solo; “eso es entrometerse en los
derechos de Dios, y acabar con la confianza con que nos debemos entregar a su
divina voluntad” (Bossuet). Esta curiosidad llega hasta las ciencias
verdaderas y útiles, cuando nos damos a ellas con exceso o a destiempo; hace
que le sacrifiquemos muy grandes deberes, como acontece con los que leen toda
clase de novelas, de comedias o dé poesías. “Porque todo eso no es sino intemperancia,
enfermedad, desorden del espíritu, sequedad del corazón, desdichado cautiverio
que nos quita la libertad de pensar en nosotros, y fuente de errores”
(Bossuet).
b) El segundo aspecto de esta concupiscencia
es el amor desordenado del dinero; ya le consideremos como instrumento para
adquirir otros bienes, por ejemplo, placeres u honra; ya nos aficionemos al
dinero por él mismo, gozando en contemplarle, palparle y en tener con su
posesión un seguro para el porvenir: ésta es la avaricia propiamente dicha.
En el uno y en el otro caso, nos
exponemos a cometer muchedumbre de pecados; porque el deseo inmoderado de las
riquezas es fuente de muchos fraudes e injusticias.
B) Él remedio, a)
Para combatir la vana curiosidad,
hemos de traer presente que no merecen las
cosas perecederas paremos en ellas la atención, nosotros que somos inmortales. Pasa la figura de este mundo, y sola una cosa permanece:
Dios, y el cielo, que es la eterna
posesión de Dios. No debemos interesarnos
sino por las cosas eternas; porque nada
es lo que no es eterno, quod aeternum
non est, nihil est. Cierto que pueden y deben interesarnos los acontecimientos presentes y los de
los siglos que fueron, pero solo en
cuanto pueden ceder en gloria de
Dios, o en provecho de la salvación de los
hombres. AI crear Dios el mundo y todo cuanto en él existe, hízolo con un fin, que fué el de comunicar su vida divina a las criaturas
inteligentes, a los Ángeles y a los
hombres, y escoger de ellos para el
cielo. Todo lo demás es cosa accesoria, y
no hemos de estudiarlo sino como medio de llegar a Dios y al cielo.
b) Por lo que toca al
amor desordenado de los bienes de la tierra, hemos de tener presente que no son
las riquezas un fin, sino un medio que nos da la Providencia para remediar
nuestras necesidades; que Dios sigue siendo el Dueño soberano de todas ellas, y
nosotros no somos sino los administradores, que hemos de rendir cuentas del uso
que de ellas hiciéremos. Es, pues, de prudencia el separar una buena parte de lo
que nos sobra, para emplearlo en limosnas y buenas obras, y así realizaremos la
voluntad de Dios, que quiere que los ricos sean los mayordomos de los pobres, y colocaremos nuestros haberes
en el Banco del cielo, donde nos rentará el ciento por uno al entrar en la
eternidad: “Atesorad, nos
dice Jesús, riquezas en el cielo, donde ni
la polilla ni la herrumbre las destruyen, ni
los ladrones las socavan ni roban” (Mateo
VI, 20). Y así despegaremos nuestro corazón de los bienes terrenales para
levantarle a
Dios. “porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (Matero VI, 21). Busquemos,
pues, primeramente el reino de Dios y la
santidad, y todo lo demás se nos dará por
añadidura. Para ser perfectos, es
menester además practicar la pobreza evangélica: “Bienaventurados los pobres de
espíritu” (Mateo V, 2). Lo cual puede
hacerse de tres maneras según las inclinaciones y posibilidades de cada cual: 1) vender todo cuanto se posee y darlo a los
pobres. 2) ponerlo todo en
común, como se usa en algunas congregaciones; 3) guardar la posesión y ceder
el uso, no disponiendo de cosa alguna, si no fuere según el consejo de
un prudente director.
Sea como fuere, es menester que el corazón se
halle despegado de las riquezas para que pueda volar a Dios. Así nos lo
recomienda Bossuet: “¡Bienaventurados los que, recogidos
humildemente en la casa del Señor, se deleitan con la desnudez de sus estrechas
celdas, y el pobre menaje de que han menester en esta vida, que no es sino una
sombra de la muerte, para no contemplar sino su flaqueza y el pesado yugo que
sobre ellos puso el pecado! ¡Bienaventuradas las Vírgenes sagradas, que no quieren
ser por más tiempo el espectáculo del mundo, y que quisieran esconderse de sí
mismas bajo el velo que las cubre! ¡Bienaventurado el dulce pacto que hicieron
con sus ojos, para no ver las vanidades, y poder decir con David: Aparta mis ojos
para que no las vea! ¡Bienaventurados los que, viviendo en medio del mundo
según su estado..., no se manchan con él, y pasan por medio de él sin apegarse
a cosa alguna..., y dicen, como Ester decía de su diadema: “Ya sabéis, Señor,
que desprecio esa señal de soberbia, y todo cuanto pueda servir para la gloria
de los impíos; y que vuestra sierva no se ha gozado sino solo en vos, oh Dios de
Israel ”!
“COMPENDIO
DE TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MÍSTICA”
Adolphe
Tanquerey
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