miércoles, 18 de enero de 2017

De la lucha contra los enemigos espirituales (Parte II). De lucha contra la concupiscencia




2° LA CONCUPISCENCIA DE LOS OJOS (CURIOSIDAD Y AVARICIA)

   A) El mal. La concupiscencia de los ojos comprende dos cosas: la curiosidad malsana y el amor desordenado de los bienes de la tierra.

   a) La curiosidad de que decimos, es el deseo inmoderado de ver, de oír, de saber lo que pasa en el mundo, y las secretas intrigas que allá se enredan; no para sacar un provecho espiritual, sino para gozar de tan frívolo conocimiento. Extiéndese también a los tiempos pasados, cuando hojeamos las historias, no para tomar de ellas ejemplos y enseñanzas para la vida humana, sino para apacentar nuestra imaginación con asuntos placenteros. Comprende sobre todo las falsas ciencias adivinatorias, por las que intentamos conocer las cosas secretas o futuras, cuyo conocimiento ha reservado Dios para sí solo; “eso es entrometerse en los derechos de Dios, y acabar con la confianza con que nos debemos entregar a su divina voluntad” (Bossuet). Esta curiosidad llega hasta las ciencias verdaderas y útiles, cuando nos damos a ellas con exceso o a destiempo; hace que le sacrifiquemos muy grandes deberes, como acontece con los que leen toda clase de novelas, de comedias o dé poesías. “Porque todo eso no es sino intemperancia, enfermedad, desorden del espíritu, sequedad del corazón, desdichado cautiverio que nos quita la libertad de pensar en nosotros, y fuente de errores” (Bossuet).

   b) El segundo aspecto de esta concupiscencia es el amor desordenado del dinero; ya le consideremos como instrumento para adquirir otros bienes, por ejemplo, placeres u honra; ya nos aficionemos al dinero por él mismo, gozando en contemplarle, palparle y en tener con su posesión un seguro para el porvenir: ésta es la avaricia propiamente dicha. En el uno y en el otro caso, nos exponemos a cometer muchedumbre de pecados; porque el deseo inmoderado de las riquezas es fuente de muchos fraudes e injusticias.

B) Él remedio, a) Para combatir la vana curiosidad, hemos de traer presente que no merecen las cosas perecederas paremos en ellas la atención, nosotros que somos inmortales. Pasa la figura de este mundo, y sola una cosa permanece: Dios, y el cielo, que es la eterna posesión de Dios. No debemos interesarnos sino por las cosas eternas; porque nada es lo que no es eterno, quod aeternum non est, nihil est. Cierto que pueden y deben interesarnos los acontecimientos presentes y los de los siglos que fueron, pero solo en cuanto pueden ceder en gloria de Dios, o en provecho de la salvación de los hombres. AI crear Dios el mundo y todo cuanto en él existe, hízolo con un fin, que fué el de comunicar su vida divina a las criaturas inteligentes, a los Ángeles y a los hombres, y escoger de ellos para el cielo. Todo lo demás es cosa accesoria, y no hemos de estudiarlo sino como medio de llegar a Dios y al cielo.

   b) Por lo que toca al amor desordenado de los bienes de la tierra, hemos de tener presente que no son las riquezas un fin, sino un medio que nos da la Providencia para remediar nuestras necesidades; que Dios sigue siendo el Dueño soberano de todas ellas, y nosotros no somos sino los administradores, que hemos de rendir cuentas del uso que de ellas hiciéremos. Es, pues, de prudencia el separar una buena parte de lo que nos sobra, para emplearlo en limosnas y buenas obras, y así realizaremos la voluntad de Dios, que quiere que los ricos sean los mayordomos de los pobres, y colocaremos nuestros haberes en el Banco del cielo, donde nos rentará el ciento por uno al entrar en la eternidad: “Atesorad, nos dice Jesús, riquezas en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre las destruyen, ni los ladrones las socavan ni roban” (Mateo VI, 20). Y así despegaremos nuestro corazón de los bienes terrenales para levantarle a Dios. “porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (Matero VI, 21). Busquemos, pues, primeramente el reino de Dios y la santidad, y todo lo demás se nos dará por añadidura. Para ser perfectos, es menester además practicar la pobreza evangélica: “Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mateo V, 2). Lo cual puede hacerse de tres maneras según las inclinaciones y posibilidades de cada cual: 1) vender todo cuanto se posee y darlo a los pobres. 2) ponerlo todo en común, como se usa en algunas congregaciones; 3) guardar la posesión y ceder el uso, no disponiendo de cosa alguna, si no fuere según el consejo de un prudente director.

   Sea como fuere, es menester que el corazón se halle despegado de las riquezas para que pueda volar a Dios. Así nos lo recomienda Bossuet: “¡Bienaventurados los que, recogidos humildemente en la casa del Señor, se deleitan con la desnudez de sus estrechas celdas, y el pobre menaje de que han menester en esta vida, que no es sino una sombra de la muerte, para no contemplar sino su flaqueza y el pesado yugo que sobre ellos puso el pecado! ¡Bienaventuradas las Vírgenes sagradas, que no quieren ser por más tiempo el espectáculo del mundo, y que quisieran esconderse de sí mismas bajo el velo que las cubre! ¡Bienaventurado el dulce pacto que hicieron con sus ojos, para no ver las vanidades, y poder decir con David: Aparta mis ojos para que no las vea! ¡Bienaventurados los que, viviendo en medio del mundo según su estado..., no se manchan con él, y pasan por medio de él sin apegarse a cosa alguna..., y dicen, como Ester decía de su diadema: “Ya sabéis, Señor, que desprecio esa señal de soberbia, y todo cuanto pueda servir para la gloria de los impíos; y que vuestra sierva no se ha gozado sino solo en vos, oh Dios de Israel ”!


“COMPENDIO DE TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MÍSTICA”


Adolphe Tanquerey

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