UNDÉCIMO DÍA —11 de septiembre.
San Miguel, Ángel de la
Guarda de la Eucaristía.
La Iglesia Católica venera de una manera
particular a siete Ángeles, más bellos y poderosos que otros, que tienen el
privilegio de rodear el trono de Dios. Les rinde un culto especial, su memoria
se celebra en todos los rincones del orbe católico y muy especialmente en
Italia: en Roma, en Venecia, en Palermo, en
Nápoles, en Sicilia, etc.. Los Papas Julio III y Pío IV les dedicaron
una memorable basílica en el emplazamiento de las termas de Diocleciano, y
otras iglesias han sido erigidas en su honor en diversos países. Esta devoción emana de las Sagradas Escrituras. En
el Antiguo Testamento, San Rafael informa a Tobías
de la existencia de estos Ángeles privilegiados. El Apóstol San Juan, en
su Apocalipsis, habla claramente de estos Siete
Espíritus, o Ángeles, que se encuentran en la presencia del Trono de Dios. Una
tradición atribuye a estos siete Ángeles el
gobierno de todo el mundo material y moral, bajo la dirección de San Miguel
Arcángel, el primero entre ellos y el jefe de todas las jerarquías celestes. Esta
es, por otra parte, la opinión de San Jerónimo. Más
aún, según los testimonios de Bossuet, del padre Faber y de muchos otros
teólogos de alto nivel, Dios ha confiado a cada uno
de estos Ángeles la guardia especial de uno de los siete Sacramentos. El Bautismo está asignado
a San Gabriel, la Confirmación a San Uriel, la
Penitencia a San Jehudiel, la Extremaunción a San
Rafael, el Orden a San Sealthiel, el Matrimonio a San Baraquiel. Por último, la Eucaristía, el Sacramento por antonomasia, ha sido confiado al Ángel más puro, el más perfecto, el
mayor desde todos los puntos de vista: el Arcángel San Miguel, capataz de la
creación angélica, príncipe de la milicia celestial, confidente de la Santísima
Trinidad. Esta opinión, aprobada por los más sabios doctores y
confirmada por Sumos Pontífices, es racional. San
Miguel, en efecto, fue el Ángel de la Guarda
del Dios hecho Hombre durante sus treinta y tres años de vida terrenal, ¿no es natural
que haya sido igualmente designado para serlo durante su Vida Eucarística? Es, como remarca San Alfonso María de Ligorio y
dice también Corneille Lapierre, una consecuencia lógica de las sublimes funciones que le fueron
anteriormente confiadas por Dios. Porque, añade
Santo Tomás, el
Augusto Sacramento de la Eucaristía es el memorial de la vida y muerte de
Cristo, y
Bossuet nos lo explica cuando nos reitera que, en
este Testamento Divino, Jesús nace de nuevo, y vuelve a encontrarse a Herodes
buscando acabar con Él, y vuelve a confinarse en el taller de Nazaret, y vuelve
a sufrir como en su vida pública las blasfemias e imprecaciones de los fariseos
contemporáneos, que, con un afilamiento inaudito, atacan, tanto tosca como
pérfida y sibilinamente, al Cristo siempre vencedor, a su divina religión y las
obras admirables de su Iglesia. Y todo ello, en no pocas ocasiones, solo
para ganar una insana popularidad que no servirá sino para aumentar la
intensidad de los castigos eternos que estos malaventurados acumulan
voluntariamente sobre sus cabezas. En la Eucaristía, continúa
Bousset, Jesús recibe el beso de
los nuevos Judas Iscariote, a quienes saluda como amigos y que le traicionan
conscientemente, y no solamente una vez sino continuadamente, sin ni siquiera
sentir culpa alguna por su abominable crimen y que, por tanto, no serían dignos
de ese perdón que Jesús quiso dispensar incluso a aquel discípulo traidor, de no
ser porque verdaderamente la misericordia de Dios es infinita. En la Eucaristía, Jesús sufre un abandono aún más lastimoso e inexplicable que el
del Huerto de los Olivos. Soporta humillaciones mil veces superiores, mil veces
más numerosas, que las que soportó ante Pilatos y Herodes. En la Eucaristía, vuelve a subir el monte
Calvario, encontrando aún más obstáculos e ingratitud que en los momentos de su
Pasión, arrastrando cargas aún más pesadas y rodeado de una multitud aún más
hostil que aquella muchedumbre furiosa que gritaba irreflexivamente Crucifígátur. ¡Oh! -escribe
Mons. Dupanlop- ¿Puede existir un hombre lo bastante ciego, cuando
considera la Sagrada Eucaristía con imparcialidad, para no ver todas las
escenas de la vida de Cristo divinamente reunidas en este misterio fundamental
de nuestra santa religión? Pues todos esos maravillosos sucesos que hemos visto nos
los ha mostrado San Miguel como su Ángel de la Guarda, el probado Protector de
Jesucristo. Su fidelidad constante ha traído sobre él la más alta confianza de
Dios, debiendo así ser el Ángel de la Guarda de Jesucristo en la renovación de
cada día en la Eucaristía de todos los prodigios de su venida al mundo. Y, añade San Pantaleón, porque Jesús tiene más que sufrir de parte de los hombres
en el adorable Sacramento de su amor, y porque parece querer evitarlo todavía
menos de lo que lo hizo en su vida humana, el glorioso privilegio de San Miguel
nos parece aún más necesario. Por demás, el eremita San Eutropio afirma que, en una de las revelaciones con las que fue honrado,
San Miguel le declaró que él era el Ángel de la Guarda de la Sagrada Eucaristía
y que esta sublime función le fue atribuida por la Santísima Trinidad en el día
de Jueves Santo, cuando Jesús instituyó este augusto Sacramento. La
Historia de la Iglesia recoge también muchas otras revelaciones, hechas por la
Santísima Trinidad o por San Miguel a diversos santos, en relación con el culto
al Santísimo Sacramento, en las que hallamos la confirmación de estas verdades.
Los milagros, mismamente, vienen a confirmar esta creencia firmemente
establecida desde los primeros siglos de la Era Cristiana. ¿Acaso no podemos hablar con todo detalle
de los hechos prodigiosos en Venecia, Génova, York, Cordoue, Colonia, Santiago
de Compostela y tantos otros? Es entonces cuando comprendemos las
funciones de San Miguel con respecto a la Sagrada Eucaristía y el celo que
despliega para ejercerlas digna y fructíferamente en beneficio de la humanidad
regenerada. Oh,
tú que amas la Eucaristía, tu Dios es tu todo. Eleva tus ojos al cielo y verás
a San Miguel albergando entre sus alas el divino Tabernáculo, aprende de él a
adorar al Dios encerrado en las especies eucarísticas, entiende la conveniencia
de nutrirte de su cuerpo y su sangre, que te comunicarán la fuerza divina y
depositarán en todo tu ser el germen de la inmortalidad. Pero mantente alerta,
sueña con la Majestad de Aquel que está escondido bajo esa apariencia, purifica
tu corazón antes de sentarte a la Santa Mesa, actúa meditadamente, como lo hizo
San Miguel al vengar la Divinidad y la Humanidad del Verbo hecho carne y
fulminar a los profanadores y los ingratos.
MEDITACIÓN
¿Cuán ingrato debería ser un corazón para no
responder al nombre de la Eucaristía embargado de amor y penetrado por la admiración? Porque esta única palabra
se resumen todos los tesoros de la bondad de Dios, todas las riquezas de su
divino amor. En este sacramento Él ha descargado
todo su poderío, plus
dare non potuit (no pudo dar más);
toda su suprema sabiduría, plus dare nescivit (no
supo dar más); todas sus infinitas riquezas, plus dare non habuit (No tenía más para dar). ¡Y, sin embargo, los hombres
son insensibles a esta generosidad sin límites! ¡Incluso nosotros mismos,
tristemente! Nos merecemos cada letra del reproche: “¡Yo me he dado
como alimento para mis hijos y ellos me han despreciado!”. En
efecto, Jesús instituyó este Sacramento para
hacerse nuestro pan de cada día, nuestro sustento fundamental. ¿Suspiramos por
la dicha del momento en que podremos acercarnos a la Santa Mesa del Cielo? Y, cuando la Hostia
Santa va a venir a regocijar nuestra alma aquí en la tierra, ¿cuáles son
nuestras disposiciones? ¿Está nuestro corazón bien preparado, está lo
suficientemente bien limpio de toda mácula, está desatado de todos sus afectos
terrenos que le retienen el impulso de gustar todas las delicias de la Santa
Comunión? Y, cuando Jesús desciende
hasta nuestro pecho, ¿le mostramos nuestro reconocimiento, aprovechamos el
precioso momento de la acción de gracias, pensamos durante la jornada en el
insigne favor que hemos recibido? Por
ello, organicémonos para venir a
visitar de vez en cuando a Jesucristo, prisionero de amor en el Santo Tabernáculo
para recibir nuestros homenajes, consolar nuestras penas, bendecir nuestros
esfuerzos, escuchar nuestras plegarias y todo ello presentarlo a Dios su Padre
y hacer descender sobre nosotros una lluvia de gracias, de perdón y
misericordia.
ORACIÓN
Oh, San Miguel, nos postramos a tus pies, tan dolidos de nuestra
ingratitud hacia Jesús real y verdaderamente presente en las especies
eucarísticas. ¡Ay, por piedad, haz aceptar al Divino Pastor nuestro sincero
arrepentimiento! Y,
si de nuevo fallamos en la obligación de guardar fidelidad y amor a Jesús en el
Augusto Sacramento del Altar, haz suscitarse en nosotros la voz del remordimiento, para que este
alimento celestial pueda ser para todos nosotros la entrada a la bienaventurada
inmortalidad.
Amén.
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