DECIMOSÉPTIMO DÍA —17 de septiembre.
San Miguel, refugio y
garante de los pecadores.
El pecado,
dice San Juan Crisóstomo, puede
definirse con esta palabra, acertada en todos los aspectos, pero verdaderamente
aterradora: es el abandono de nuestra voluntad al demonio, nuestro enemigo
jurado, es la completa degradación del hombre, es la más dura esclavitud que se
pueda imaginar. “Pecadores -añade
el profeta Amós- ¿pensáis
en esto? Os
alegráis de la nada, porque el pecado es la negación del Ser, es decir, la
negación absoluta de Dios.” Según San Agustín, el pecado es la lepra más horrible, contagiosa e
incurable que puede existir. El primer padre del pecado, continúa el mismo Doctor, es Lucifer en el Cielo, la serpiente en el Paraíso
Terrenal, Satanás en el mundo que habitamos. San Ireneo dice: “El hombre, por la mancha original, es
arrastrado hacia el abismo, y por la corrupción de su corazón, consecuencia
desgraciada de su degradación espiritual y moral, está sometido a los instintos
de su naturaleza y es seducido por la triple concupiscencia”.
Es decir, está
inclinado a todos los vicios. Es una perspectiva aterradora, admitió el obispo Besson, pero la situación no está perdida ni comprometida,
pues el hombre sólo necesita una ayuda sobrenatural para resistir los tirones
de la carne. Esta es la opinión de Tertuliano, que añade que Dios no lo ha olvidado y que ha
puesto el remedio junto al mal. En efecto, para que el hombre no
sucumba, necesita una protección especial, un defensor intrépido. ¿Y cuál será ese
defensor que avanzará espontáneamente hacia el pecador para instarle a
renunciar a sus malos hábitos? El sentido común lo indica -responde
el cardenal Mermillod- y la
Iglesia lo proclama con fuerza, apoyándose en la voz de los escritores sagrados
que son autoridades. Demos,
pues, la palabra a estas luces de la Iglesia que los Soberanos Pontífices han
coronado con la aureola de Doctor. Según su testimonio,
San Miguel ha recibido de Dios el don especial y merecido de tocar el corazón
de los pecadores más endurecidos, de inspirarles un sincero arrepentimiento y
un verdadero y saludable espíritu de penitencia.
“Esto es, pues, -dice San Francisco de Sales-, una verdad
secular e incontestable que encuentro afirmada en los escritos de los Santos
Padres y cuyos felices efectos he podido constatar.” Y San León llega a afirmar que habría que negar la victoria de San Miguel
sobre Lucifer si se quisiera mantener una opinión contraria. Además,
todos debemos saber que San Miguel lleva la acusación de los pecados de los
cristianos ante el trono de Dios y hace que acepte nuestro arrepentimiento, ya
que la Santa Iglesia pone en nuestros labios esta oración: Te confesamos, San Miguel Arcángel, que
hemos pecado mucho... ruega al Señor nuestro Dios que nos conceda el perdón y
la remisión de nuestros pecados. Y como muy bien señala el obispo
Germain, la Iglesia romana quiere que comprendamos el
grado de gloria y de poder al que está elevado el Príncipe de la milicia
celestial, y la plena confianza que debe inspirar a los pecadores arrepentidos,
ya que, para obtener el perdón de nuestras faltas, para que nuestros pecados
sean borrados, y para que nosotros seamos perdonados, para reconciliarnos con
Dios, nos manda dirigirnos a San Miguel, defensor y amigo de Cristo. Y,
no dejemos de remarcarlo, su favorito inmediatamente después de María, la
virgen que nos dio al Redentor, inmediatamente después de ella, es decir, antes
del bienaventurado Juan Bautista, antes de los bienaventurados Apóstoles Pedro
y Pablo, antes de todos los demás santos, sean quienes sean. Este es el poder
de San Miguel, esta es su grandeza y su mérito. Pero, ¿por qué la Santa Esposa de Cristo nos hace
invocar a San Miguel en esta ocasión? San
Jerónimo nos da la razón: Nadie
más que Dios puede conceder la gracia del perdón, y sólo da el perdón cuando
quiere y por el ministerio de los que elige. Ahora
este don de su poder y bondad se le da a San
Miguel, después de haber pasado por las manos de María, la reina de la
misericordia; y este privilegio del Arcángel es como una recompensa por su celo
y su devoción al Verbo Encarnado. Por eso, cada vez que el Señor quiere
prometernos el perdón, nos envía a San Miguel, cuyo nombre significa: poder y misericordia de Dios para el perdón de los
pecados. ¿No
es razonable -continúa
San Bernardo- que
el Proclamador y Defensor de la Encarnación lleve, en El primero después de
María, a los pies del Altísimo, los suspiros y gemidos del alma que quiere
escapar del yugo de Belcebú para abrazar el de Jesucristo?
Por eso -dice San Buenaventura- San Miguel circunvala al pecador, le habla al
corazón, despertando su remordimiento, y conduce su alma al santo tribunal de
la Penitencia para que sea lavada en la sangre del Cordero que se sacrificó
para borrar los pecados del mundo. Es entonces cuando hace resonar de
nuevo los cielos con aquella eficaz súplica que escuchó una vez el apóstol
Juan: “Perdona,
Señor, perdona, tú que abres el libro y rompes los sellos. Y sean cuales sean
los esfuerzos de Satanás para impedir que el pecador penitente obtenga el
perdón, San Miguel siempre triunfará en su defensa."” Además, la Sagrada Escritura nos proporciona
pruebas de ello; una sola línea bastará para convencernos de esta verdad. Es una
visión del profeta Zacarías: “Un día Dios le mostró al gran sacerdote de pie ante el
Ángel del Señor; Satanás estaba a su derecha para acusarlo.” Y este
Ángel, como dicen Corneille Lapierre, Menochius, Don Calmet y otros
comentaristas, fue San Miguel quien acudió en su ayuda como abogado o defensor,
Y el Ángel del Señor dijo a Satanás: “Que Jehová te derribe, que te abrume con su ira, el que
ha dado a este Pontífice.” Si
pudiéramos entrar en los detalles de esta visión, veríamos cómo San Miguel
actúa para defender a los pecadores y ganar su causa. Además, reconoceríamos
que Dios lo delega a menudo para juzgar a los culpables y concederles el
perdón. Sin embargo, señalemos un detalle: este sumo
sacerdote iba vestido con ropas repugnantes. Entonces San Miguel ordena a los
ángeles que le acompañan que le quiten esas sórdidas ropas. ¿Qué debe
entenderse por estas palabras, sino que San Miguel le despojó de ese fermento
viejo del que habla la Sagrada Escritura, es decir, que aniquiló el pasado, que
le lavó de sus iniquidades? Y, lo que, es más, ha hecho que sus ángeles lo vistan con un
precioso traje y una corona, verdaderos símbolos de la gracia santificante.
“Este, -dice
Teodoreto-, es
el papel constante de San Miguel con respecto a los pecadores.” ¡Qué bonito espectáculo! San Miguel corre, o más bien vuela, tras la oveja
perdida, la toma en sus brazos, la aprieta contra su corazón ardiente de amor,
y le hace emitir el gemido lastimero del arrepentimiento; lo repite ante el
rostro adorable de la Trinidad tres veces santa, y hace caer sobre la pobre
perdida el rocío misterioso de la gracia, por el que renace su inocencia
bautismal.
MEDITACIÓN
“El pecado debe ser un
mal muy grande, -dice
un santo Doctor-, debe
ser infinitamente grave, para que Dios nos conceda el perdón sólo después de
haber inmolado a su propio Hijo, haber hecho pasar a María por un verdadero
martirio, y utilizar todavía el ministerio de San Miguel para enviarlo a la
tierra.” “Es porque, -dice Belarmino-, el pecado es el mal soberano de Dios, del
ángel, del hombre y de todas las criaturas, e incluso del infierno y de los
condenados; pues -añade-, un nuevo condenado aumenta el sufrimiento y el
castigo de los que le han precedido en las llamas eternas, afligiendo y
atormentando el uno al otro. ¿Es esta la opinión que
tenemos del pecado mortal? ¿Le tememos más que a todos los males? ¿Sentimos que
con este acto insensato nos separamos de Dios y que entonces corremos a nuestra
ruina, como dice el salmista? ¿Olvidamos que, según la Sagrada Escritura, Dios
despedaza al pecador, como a los heridos o más bien a los muertos que duermen
en la tumba, e incluso lo borra de su memoria? ¿No es una barrera infranqueable
la que colocamos entre Dios y nosotros, y no nos oscurecen cada vez más
nuestros pecados su rostro, impidiéndonos ser escuchados? ¿Quién no sabe que
encienden su cólera contra nosotros de manera terrible, y que tienden bajo
nuestros pies redes que nos hacen cautivos, que nos atan al hierro? ¿Y no hay
hombres tan ciegos que beben la iniquidad como si fuera agua? Oh, por
Dios, recemos por ellos, pidamos a Jesús por medio de María que les envíe el
Ángel del perdón y la reconciliación. Para nosotros, que hemos aprendido el
temor de Dios, recordemos este consejo del Espíritu Santo:
“Hijo mío,
huye del pecado como de la serpiente; porque si te acercas a ella, el pecado te
atrapará; sus dientes son como los del león, matan las almas.” Es una espada de dos filos, sus heridas son
mortales. Y si entre los que leen este libro hay un alma en estado de pecado
mortal, que vuelva sobre sí misma, que se estremezca al pensar en los peligros
que la amenazan, que piense en la felicidad de la que se priva voluntariamente,
que responda a la llamada de Dios, que comprenda sus misericordias, que recuerde
las palabras del Apóstol: “Oh
pecador, que estás dormido en tu triste estado, levántate y sal de entre los
muertos, y Jesucristo te iluminará: Surge qui dormis, et
exsurge a mortuis, et illuminabit te Christus."
ORACIÓN.
Oh Mensajero celestial del perdón, nos postramos a tus pies, agobiados
por el peso de nuestros pecados, y, como el Profeta real, reconocemos que el
número de nuestras iniquidades ha superado el número de los cabellos de nuestra
cabeza y se ha elevado por encima de la multitud de las arenas del mar; te lo confesamos humildemente, y te suplicamos
que lleves nuestra confesión a Dios y nos obtengas el perdón de nuestras
faltas, para que, reconciliados con nuestro Padre celestial, podamos vivir y
morir en su santo Amor.
Amén.
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