Irá
el hombre, dice la Escritura, “a la casa de su eternidad” (Eclesiastés. Cap
XII, 5). ¿Cuál será esta casa de la eternidad, y qué se entiende por irse el
hombre a ella?, vamos a ponerlo en claro tú y yo, amigo lector, en este
opúsculo. Paréceme que es punto que a
todos nos interesa muchísimo, y que entre, todos los que se pueden tocar
es el que merece principalmente más atención.
Se va, pues, el hombre, a la casa de su eternidad.
El hombre, es decir, tú y yo y aquel y el otro y el de más allá. El hombre,
esto es, todo hombre, o sea todos los hombres, que el término es absoluto y los
abraza a todos sin excepción. Todo hombre, sin consideraciones de categorías o
posición social; todo hombre por el mero hecho de ser hombre, como si la idea
de humanidad ya llevara consigo implícitamente esta idea de mortalidad. Es el
sello de una sentencia general e irrevocable, como si se dijese redondamente:
«¿Eres hombre? Luego has de morir.»
Repárese empero lo que aquí se dice: «Irá el
hombre.» El morir se nos pinta como un viaje forzoso que hemos de hacer, o
mejor que a todas horas estamos haciendo. Es expresiva la palabra, y se presta a
profundísima reflexión. Vamos a morir, es decir, que en rigor estamos ya
muriendo.
Vamos allá, aun cuando presumimos estar
parados; cuando dormimos, como cuando estamos en vela; a toda hora y en todo
minuto; en todo momento no cesamos de andar. Así como el viajante que va en una
embarcación, va haciendo su viaje lo mismo cuando está acostado que cuando
pasea sobre cubierta o discurre en su camarote o contempla el curso del buque
desde su torre; así el hombre, tripulante del barco de la vida, no cesa de andar
y andar con dirección al fin de ella, aun en aquellos mismos instantes en que
más lejos está de tal pensamiento. «Anda,» se le ha dicho al nacer, y andará
sin reposo; ¿hasta dónde? Claro lo dice el texto: «Hasta la casa de su
eternidad.»
¿Y cuál es esta casa a la que sin cesar va
caminando el hombre con tan forzoso cuanto precipitado viaje? El primer lugar
es el sepulcro, que puede llamarse casa de la eternidad, porque de él no se
vuelve ya en modo alguno. Y aunque parece impropia aquí la palabra eternidad,
es no obstante la más adecuada para significar el definitivo desenlace que
tienen allá, por lo que toca a la presente vida, todas las cosas humanas.
Sí, porque de allá no se vuelve, y es por
tanto eterna la ausencia, que entrando allá, se hace de todo lo presente. No
hay retorno de ese viaje, no, no lo hay. Para siempre dejamos el dulce hogar en
que nos hemos criado, los deudos y amigos que tan gratos nos fueron, los bienes
que adquirimos, los puestos que con tantas fatigas y quizá con tantos delitos
alcanzamos, las mil ilusiones que encantaron nuestro breve sueño sobre la
tierra.
“Que poco más que soñar es vivir, y poco menos que despertar es la muerte.”
Y los bienes que ésta nos arrebata vienen a
ser para cada uno de los mortales como las riquezas fantásticas que se sueñan,
las cuales con toda realidad “creemos poseer”, lo que no impide que al
despertar (allá) nos hallemos con las manos vacías.
El sepulcro, he aquí, pues, la casa perpetua
para el hombre en cuanto a su ser material, hasta que le llame de ella la voz
del Juez supremo; he aquí hasta entonces su instalación, siquiera no sea definitiva.
No hay otra (casa) para el rey, como para el mendigo; iguales son para el
sepulcro; porque si desde afuera los distingue algún tanto los adornos de la
vanidad humana, por dentro las iguala la misma corrupción.
Mas ésta es la casa del hombre por la parte
que mira acá (a este mundo), si es lícito hablar así; hay otra parte de ella
que mira allá, es decir, a los inmensos e ilimitados horizontes de la
verdadera, y propiamente dicha que se llama eternidad. Es la que desde el morir
aguarda al alma, y después de la resurrección al cuerpo también. Es la
verdadera y definitiva casa de la eternidad de que habla el texto que exponemos
aquí. Es lo que llama el Credo vida eterna; eterno vivir de dicha para los
buenos, eterno vivir de pena para los condenados, pero de todos modos: eterno
vivir, casa de la eternidad.
¿Y por qué llama la Escritura «casa» a este
paradero final? Sin duda no carece de rigurosa propiedad esta palabra, ni está
ella aplicada al azar y a la ventura.
Lo que tiene el hombre más propio suyo y más
identificado, por decirlo así, con su propia persona, es lo que llama él «su
casa.»
Tanto es así, que «casa» se toma muchas
veces por familia, linaje, generación, herencia; viene a considerarse como una
extensión de la misma personalidad humana. Puede, pues, significar el uso de la
palabra «casa» aplicada a la eternidad, que nada es tan propio del hombre como
este su destino eterno; esta es su herencia, este su patrimonio, esto está como
vinculado a su propia condición.
Y también puede encerrarse aquí espantoso
reproche. ¡Ah! ¡Quizá el llamar «casa nuestra» a la eternidad es para
reprendernos el que tan fácilmente llamemos «casas nuestras» a los miserables
cobertizos que un momento nos sirven acá abajo para guarecernos! Sí, porque
cuando alzamos nuestras humildes o suntuosas viviendas, cuando compramos cabañas
o palacios, ¿qué hacemos sino levantar para un rato, como una tienda de campaña
al borde del camino por donde viajamos, hacia la casa verdadera de la eternidad?
Las más deliciosas quintas, los más ricos palacios, los tenemos como prestados
un solo momento. No como propios, que si propios fuesen, no se nos desposeería
de ellos con tan triste facilidad. No, que lo propio nuestro es la eternidad;
de ésta sí que nadie nos puede desposeer. Esta es casa verdaderamente nuestra,
no ajena, ni prestada, ni temporal, sino definitiva.
¡Oh! ¡Qué cúmulo de reflexiones brotan
espontáneamente de esta sola consideración! Bien podemos decir que en ella está
encerrado cuanto tiene de más fundamental el ascetismo cristiano. Porque si la
casa propia del hombre es la eternidad, y las casas de acá abajo y el mundo
entero, que todo él puede llamarse casa del hombre, no lo tiene sino como
prestado e interino, dicho se está cómo debemos servirnos de él, con qué desapego,
con qué indiferencia, con qué soberano desdén. Prestado es, ¿y quién será tan
necio que ponga su corazón en cosa prestada y de que luego, muy luego, le van s
privar? Y si en eso pone su corazón, ¿cómo evitará se lo desgarren y
despedacen, cuando le arranquen, quiera o no quiera, estos vanos tesoros en que
puso su ilusión? No nos sería menester más que la aplicación práctica de estas
ideas para que de plano fuésemos santos los que en teoría las profesamos. ¡Lástima
grande que los que ve como cierto e incontestable el entendimiento, no lo
guarde asimismo como única regla de bien vivir y de bien obrar la voluntad!
Pero... demos un paso más.
Esta casa del hombre, esta casa eterna y en
consecuencia definitiva, no se llama simplemente la «casa de la eternidad,»
sino la «casa de su eternidad.» De suerte que cada cual viaja en dirección a la
casa de la eternidad suya, de lo que se saca que no hay una eternidad común
para todos. No hay una sola: hay dos eternidades. Hay la eternidad feliz, y hay
la eternidad desventurada; hay la eternidad premio, y hay la eternidad castigo;
hay la eternidad para los justos, y hay la eternidad para los condenados. Cada
hombre no va, pues, a cualquier eternidad, sino a su eternidad, á la que es
propia suya, a la que se ha hecho suya con las obras suyas. Y no irá el bueno a
la eternidad del malo, ni el malo a la eternidad del bueno, sino cada cual a la
que se ha hecho propia suya con su especial modo de vivir y de morir.
¡Válganos el cielo! ¡Qué otra reflexión más
abrumadora nos está saliendo al paso! Cuando decimos que Dios condena, casi
podríamos decir que hablamos impropiamente. No; al réprobo le condenan sus
propias obras; él mismo con ellas se labra su condenación. ¡Ah! La eternidad
cada cual se la está haciendo buena o mala ya desde este mundo. ¡Grave
responsabilidad saber que al fin la eternidad no será para cada uno de nosotros
más que lo que cada uno de nosotros haya querido que sea, porque solamente de
este modo será su eternidad! ¡Y a la vez gran consuelo saber que todo eso de nuestra
salvación depende de nosotros mismos, siempre con el auxilio de Dios! Sí, y
puesto que a la eternidad la hemos llamado casa, sigamos la alegoría del Texto
Sagrado, y digamos que la casa de la eternidad será tal como la vayamos
edificando nosotros con los materiales buenos o malos que alleguemos desde
ahora. Piedras para este edificio son todos y cada uno de los actos de la vida.
Cuando doy una limosna, recojo una piedra para esta construcción; cuando recibo
los Santos Sacramentos; cuando oigo la Misa; cuando practico la oración; cuando
mortifico mi cuerpo; cuando doy luz y buen ejemplo a mis prójimos; cuando, en
una palabra, ejecuto cualquier obra digna, estoy labrando pilares para levantarme
un día el palacio de la feliz eternidad, palacio cuyo cimiento puse en el Santo
Bautismo y cuya piedra angular es Cristo mi Salvador. Y a su vez, cuando cedo
al impulso de mis pasiones; cuando soy liviano, codicioso, iracundo o
negligente; cuando alimento, sueños de ambición o de orgullo; cuando quebranto
de cualquier modo que sea la ley severa que me ha dado Dios, estoy alzándome
con cada uno de estos pecados el horrible muro de la cárcel en que he de gemir
eternamente. ¡Ha Tengámoslo presente y no lo olvidemos jamás. «De ti procede tu
condenación.»
Recójase ahora cada uno de mis lectores en
su interior, y vea ¡por Dios! a la luz de estas verdades lo que le trae más a cuenta.
Si de nuestra diligencia y buen acuerdo dependiese la salud corporal, ¿quién no
andaría muy sano? Si a nuestro arbitrio estuviese el adquirir fortuna, ¿quién
no fuera muy rico? Si el bienestar y el saber y la gloria humana y los dones
todos de que tanto caso hacen los mortales, se lograsen con sólo extender la
mano para cogerlos, ¿quién quedaría privado de ellos?
Pues bien. Tan fácil es la salvación, tan
asequible es la vida eterna. Trátase de quererla de veras y nada más. Y si
necio y loco llamaríamos al que, pudiendo ser rico, sabio y sano con sólo quererlo,
se quedase el infeliz pobre, rudo y achacoso, ¿cómo se llamará la necedad e
insensatez del que, pudiendo a poca costa hacerse con un paraíso eterno, se
procura a fuerza de grandes sacrificios la eterna perdición?
Porque otra parte no menos curiosa acontece
aquí. Si no costase mucho el cielo y se diese de balde, al contrario del
infierno, no sería grande la necedad de querer lo malo a lo bueno. Y si fuera
lo malo barato y lo bueno caro. Mas para
vergüenza nuestra sucede aquí al revés. Pero con la mitad, con mucho menos de
lo que trabaja un pecador para condenarse, tuviera se tiene bastante para
adquirirse la salvación. Da lástima ver tan afanosa a gran porción del género
humano; contemplar sus fatigas y sudores; presenciar sus rabiosas querellas;
ver sus inquietudes y desasosiegos; cómo sufren, se cansan, se sacrifican, y
todo ¿para qué? Para servir al diablo y ganarse su compañía. No quisiera yo,
por cierto, la mitad de la mitad de los sinsabores que le ha costado a
cualquier revolucionario moderno vivir y morir enemigo de su Dios. Ni le ha
costado jamás a ningún justo el respeto a la divina ley lo que a tantos
malvados y corrompidos les está costando el guerrear contra ella y el obedecer
como esclavos a sus viles concupiscencias.
¡Animo, pues, amigos míos! Vamos todos con
pie derecho a la «casa de nuestra eternidad.»
Poco cuesta lo de acá, y rápido se acaba ese
poco qué cuesta. Mucho empero vale lo de allá, y eternamente dura. ¡Espero que
mis lectores enderecen sus caminos cuando
estas líneas acaben de leer, trocando dicha eterna por desdicha sin fin!
A.
M. D. G.
“LA CADA DE LA ETERNIDAD”
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