VIGESIMOSEGUNDO DÍA —22 de septiembre.
San Miguel, Ángel de la
Paz.
¿Cómo es, -observa Corneille Lapierre-, que Aquel a quien la Iglesia saluda con el
título de Ángel de las Batallas, merece el nombre de Ángel de la Paz? Pero, -responde-, ¿no se llama también al Dios de los Ejércitos
el Dios de la Paz: Deus
Pacis? Entonces, ¿acaso es sorprendente que su Ángel, su
mano derecha (Michael ANGELUS DOMINI,
Michael dextera Domini: Miguel el ángel del Señor, Miguel la diestra
del Señor), sea invocado como el Ángel de la Paz? Además, la Santa Iglesia hace subir
esta oración en sus diversos oficios a San Miguel, Ángel de la Paz, desde las
alturas del cielo hasta nuestros hogares para hacer reinar entre nosotros la
dulce paz y relegar al infierno las guerras que hacen correr tantas lágrimas. La paz, en efecto, señala Billuart, es la continuación necesaria, la consecuencia
y el resultado definitivo de la guerra. Pero en el espíritu de la Iglesia no
significa sólo el cese de la lucha entre las naciones, tiene un significado
mucho más amplio. Es ciertamente a este significado al que alude San
Buenaventura cuando dice que
la paz es un reflejo de la obra divina, pues está compuesta por una Unidad
dividida en tres ramas que forman una Trinidad de paz para el mundo.
Es una bella imagen que nos recuerda que en todas las
cosas la criatura encuentra el sello de la Santísima Trinidad: una
opinión justa y razonable que Mons. Plantier expresa al
distinguir entre la paz internacional, la paz social y la paz individual.
Ahora bien, si consideramos la paz bajo este triple
aspecto, vemos inmediatamente que San Miguel es en verdad el Ángel de la Paz: Michael Angelus
pacis: Miguel el Ángel de la Paz. Y en primer lugar, la paz internacional suspende,
al menos por un tiempo, la acción de los beligerantes. ¿No es la obra de San Miguel que, después
de haber expulsado a los enemigos de la paz del Cielo, la estableció allí para
siempre? Además, la Santa Iglesia reconoce este privilegio de San
Miguel, tanto en su liturgia como en los decretos de sus Soberanos Pontífices
que, desde el siglo II al IX, en la época de las Cruzadas y hasta principios
del siglo pasado, pidieron repetidamente a los piadosos fieles que imploraran
la ayuda de San Miguel para que trajera la ansiada era de paz en la tierra. Con
este mismo fin, Carlomagno hizo construir una iglesia con el nombre de San
Miguel de la Paz, y, en la misma Roma, el Papa Bonifacio erigió una capilla a
la que dio el título de San Miguel, príncipe de la Paz: Sanctis Michaelis, principis pestulatæ
pacis: San Miguel, el príncipe de la paz de la peste. Baronio
afirma que en varias ocasiones San Miguel hizo cesar la guerra de forma
inesperada, y un famoso comentarista cita hechos verdaderamente milagrosos en
apoyo de esta afirmación. También relata que, en diversas circunstancias,
cuando las guerras estaban a punto de estallar, San Miguel las detuvo
amenazando de muerte a los tiranos y reyes que las suscitaban. La paz social o
la concordia, según la expresión del cardenal Pío, también deriva del todopoderoso verdugo de San
Miguel. En
efecto, es a él a quien Dios ha confiado la dirección de las inteligencias, y
cuando lo considera oportuno, para gloria de la Santísima Trinidad, ordena las
voluntades humanas con una autoridad mayor, si cabe, que la que goza sobre las
inteligencias y las voluntades de los espíritus puros. Además, ¿no es Satanás
quien fomenta las revoluciones? ¿No surgen de esos roces cotidianos que nuestro
reticente orgullo suscita y a menudo exagera? Entonces, en un momento dado, la irritación o el frenesí del
pueblo, como un volcán, vomita impetuosamente su lava, amenazando con
engullirlo todo y causar estragos, a veces espantosos, en un radio limitado. ¿Quién puede
oponerse a esta locura y repeler estas invasiones más eficazmente que aquel que
confundió el orgullo de los Ángeles malvados y aniquiló la primera y más
terrible de las revoluciones? Y
así vemos a los obispos y a los fieles recurrir a San Miguel en tiempos de
problemas e insubordinación. Y no es el mismo sentimiento el que impulsó a Pío
IX a invitar a los cristianos, y en particular a las órdenes religiosas, a
hacer novenas en honor de San Miguel, que, como añade, tiene la misión de
aplastar a las sectas infernales que pretenden subyugar al mundo, como en su
día abatió al Gran Revoltoso, primer jefe de estas logias y autor de los
desórdenes y revoluciones que socavan los cimientos de la sociedad. Sin duda,
San Miguel no siempre detendrá estas crueles disensiones, pues a veces los
hombres han provocado la ira de Dios olvidando sus deberes, hasta tal punto que
parecería desconocer los derechos de Dios sobre el hombre, si quisiera
eximirlos de este castigo tan merecido. Él tiene el poder de hacerlo, y lo ha
ejercido en muchas ocasiones, y lo volverá a ejercer si nos hacemos dignos de
ello. En cuanto a la
paz individual, consiste en la plena posesión de uno mismo, es la paz
espiritual, la paz del alma, es decir, la paz por excelencia, esa paz que
supera todo sentimiento, esa paz que es un anticipo del cielo. ¿Y quién, después de Dios y María, puede dárnosla tan bien como
San Miguel? Escuchemos
la respuesta de Bossuet: “¿De
dónde vienen nuestros problemas? De las tentaciones. ¿Quién los trae?
Satanás.
Ahora bien, San Miguel lo
ha vencido y lo combate victoriosamente cada día, no cesa de perseguirlo, es
este Arcángel quien nos libra de él y de sus perturbaciones, nos da por tanto
la paz interior: Pax hominibus bonae
voluntatis: Paz a los hombres de buena voluntad.” Ahora puede sorprender que esta triple
paz ya no reine en el mundo, que las guerras, la discordia civil y la
insubordinación sean cada vez más amenazantes, es un hecho que muchas causas
pueden explicar. ¿No
es el olvido de San Miguel una de estas causas? ¿Se piensa en invocar al Ángel
de la Paz? Difícilmente
algún alma aislada implora su protección cada día. En cambio, corremos detrás
de nuevas devociones, que sin duda son excelentes, pero olvidamos que en el
PLAN DIVINO hay un orden maravilloso, que cada uno cumple una misión especial,
que cada uno tiene su lugar marcado, y no podemos salirnos impunemente de ese
orden. Ahora, como vemos, San Miguel tiene un papel importante que no se puede
discutir ni negar. Vemos que San Miguel tiene un papel importante que no se le
puede discutir ni quitar, y un santo Doctor llega a decir que ningún otro puede
sustituirlo. Démosle, pues, el culto que se le debe, y pronto quizá crezca en
nuestro suelo la rama de olivo, símbolo de esa triple paz que debemos anhelar
con más ardor que nunca.
MEDITACIÓN
Sin los celos de Satanás
y sus desastrosos efectos, la paz debería haber reinado en la tierra, pues, al
crear al hombre, dice
San Bernardo, Dios
le había prometido la paz eterna. Al venir al mundo, Jesucristo volvió a traer la paz a la tierra, y
después de su resurrección, esto es lo primero que da a sus Apóstoles: Pax vobis:
Paz para ti. Que la paz de Dios guarde nuestros corazones y nuestras mentes. Sin
embargo, observemos con San Cirilo que Dios pone una
condición, es decir, pide nuestra ayuda, pues sólo la promete a los hombres de
buena voluntad: Pax hominibus bona
voluntatis: Paz a los hombres de buena
voluntad. ¿Qué
significa esto, sino que debemos buscarla, atraerla hacia nosotros mediante un
esfuerzo constante? ¿Y cómo? Practicando la caridad con el prójimo, responde
San Juan Damasceno, porque
el vínculo de la paz es la caridad: Vinculum
charitas: La caridad es el vínculo. Esto
es lo que nos enseña el apóstol Pablo cuando dice: “Que retumbe en vuestros corazones la paz de
Cristo, la paz en la que habéis sido llamados a ser un solo cuerpo.”
Los primeros cristianos lo entendieron, y por eso hubo
una paz perfecta entre ellos, porque eran un solo corazón, una sola alma: Cor unum et anima una: Un
corazón y un alma. ¿Podríamos dar hoy nosotros el mismo testimonio? ¿Sería
cierto decir en nuestros días: “mirad cómo se aman estos cristianos”? Ay, si mostramos nuestro corazón, ¡qué contraste! Qué lejos estamos de
la caridad de los primeros creyentes. ¿Acaso tenemos verdadera caridad con
nuestros amigos? Sin duda les damos mil muestras de afecto cuando
nos encontramos con ellos, pero a menudo las
críticas, las burlas y las calumnias caen de nuestros labios cuando nos hemos
alejado de ellos. ¿Es esta la caridad fraternal que da y mantiene la paz?
¿No es más bien una propiedad? Quiera Dios que siempre podamos
llamarlo así. Y para aquellos de nuestros hermanos con los que no nos
asociamos, ¿cuáles
son nuestros sentimientos? Por lo
general, no queremos hacerles ningún daño ni les deseamos ningún perjuicio,
pero ¿con qué
indiferencia los tratamos? Para nosotros
suelen ser extraños cuya felicidad o desgracia nos importa poco. Seguimos
dando limosna, pero les privamos del amor fraternal al que tienen derecho, nos
amamos solo a nosotros mismos. ¿Es inaudito encontrar, incluso entre los cristianos
practicantes, almas que tratan a sus hermanos con altanería y desprecio? Si esto es así, ¿puede reinar la paz entre nosotros?
No,
dice San Agustín, porque la paz
es sencillez de corazón, es un vínculo de amor, es la compañera inseparable de
la caridad: la una nunca puede existir sin la otra.
ORACIÓN
Oh
Ángel de la Paz, te saludamos con plena confianza; muchas veces ya has
traído este preciado tesoro celestial de la paz a las naciones y a los diversos
miembros de la familia cristiana, dígnate traerlo a nosotros, te lo suplicamos, y, para conservarlo
siempre, aumenta en nuestros corazones el amor a Dios y a nuestros hermanos en
Jesucristo: que reine en la tierra la caridad más perfecta, para que podamos
disfrutar aquí abajo de los bienes de una paz constante, mientras esperamos
entrar en el descanso y la paz eternos. Amén.
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