viernes, 13 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA NOVENO.

 




NOVENO DÍA —9 de septiembre.

 

San Miguel, Ángel de la Guarda del Dios hecho Hombre.

 

   Cuando los tiempos fueron cumplidos y el Hijo de Dios adoptó la forma humana, San Miguel, según el Cardenal Pie, sostuvo un nuevo combate contra Lucifer. O, más bien, lo que hizo fue continuar con el primero, en su papel de defensor de la Encarnación. El orgulloso apóstata, lejos de amansar su odio implacable contra este Misterio, lo había alimentado durante los largos siglos que prepararon la venida del Mesías. Y, en su culposo delirio de grandeza, se vanaglorió de haber trastocado los proyectos de Dios, cuando llevó a su Hijo hasta la ejecución en la Cruz. Pero San Miguel, el primer adorador del Verbo encarnado, no podía conceder a este Ángel caído la criminal satisfacción de entrever esta obra sublime, esta manifestación de la misericordia infinita de Dios para con sus ingratas criaturas. De la misma manera que hizo triunfar la Encarnación en el Cielo, en la tierra la vengará y exaltará San Miguel aplastando a sus adversarios. Es él también quien disipa los escrúpulos de San José y le revela la Maternidad Divina de María. Y, al mismo tiempo, él transmite al bienaventurado jefe de la Sagrada Familia que deberá imponer al niño que nacerá de María el Sacratísimo nombre de Jesús. Y José obedeció a San Miguel. Es San Miguel -nos dicen los doctores y comentaristas más renombrados- el que anuncia a los pastorcillos la gran noticia del nacimiento del Salvador. Y, apenas explica San Miguel a los pastorcillos el Misterio de la Natividad de Jesucristo, la incontable multitud de las milicias celestes responde al cántico de acción de gracias que entona para celebrar el nacimiento del Salvador del mundo, y los ecos en las montañas lo difunden hasta los cuatro extremos de la tierra. También es San Miguel el que, en el día de la Circuncisión del Señor, apareció al frente de una tropa de Ángeles, trayendo escrito, en letras de fuego, el adorable nombre de Jesús, que él había hecho conocer a María a través de su lugarteniente San Gabriel, y que él mismo, como ya se ha mostrado anteriormente, había revelado a José para encomendarle, en nombre de Dios, que se lo impusiera al Verbo hecho carne. Esta elevada misión ha sido denominada “el Apadrinamiento del Mesías”. También según la tradición, San Miguel el que acudió a anunciar a los Magos de Oriente el nacimiento del Hijo de Dios, les condujo por medio de una estrella hasta los pies de la cuna del Verbo hecho carne y les inspiró la resolución de regresar a su país por un camino distinto. Igualmente, San Miguel, ateniéndonos a los comentarios a las Sagradas Escrituras, se encarga de indicar a José que huya a Egipto, cuando Lucifer suscita en el intrigante Herodes el perverso deseo de hacer matar a todos los niños varones de Judea en la edad que los magos le habían indicado. Sobre las palabras que San Miguel dirigió a San José en estas circunstancias, diversos comentaristas y doctores nos remarcan el poder cuasidivino de San Miguel, la importancia de su papel durante la estancia de Jesucristo sobre la tierra: “Levántate, toma al niño y a su madre, huid a Egipto y permaneced allí hasta que yo os diga que partáis.” San Miguel comanda a José, que le sigue como a un maestro. El patriarca se levanta, toma al Divino Niño y a su Madre y, pese a la oscuridad de la noche, parte hacia el exilio. San Miguel, nos dicen los comentaristas, guía a la Sagrada Familia en este peligroso viaje y en Egipto la protege y provee de la necesaria subsistencia. A la muerte de Herodes, San Miguel llama a San José a abandonar Egipto y regresar a la Tierra de Israel. Nuevamente protege Miguel a la Sagrada Familia en su retorno del exilio. Y como José, a causa de Arquelao, temía entrar en Judea, Miguel le aconsejó retirarse a Galilea y asentarse en Nazaret. Durante los años que Jesús pasa en el taller de José, San Miguel, según los mismos autores, vela por el Dios Salvador parando los ataques que el Dragón infernal lanza incesantemente contra la Santísima Humanidad de Cristo, por ejemplo, atendiéndole en las ocasionales hambrunas que sufren. Del mismo modo, durante su vida pública, San Miguel siempre defiende la Humanidad del Verbo contra las insidias de las tinieblas, desmantela los complots de los pérfidos judíos y asegura que solo en la hora marcada por Dios llegue la consumación del sacrificio. Las numerosas pinturas y esculturas de diversas épocas tras el comienzo de la Era Cristiana hasta el siglo XV confirman esta opinión. En su actuación en la Natividad de Cristo, en la Circuncisión, en la Adoración de los Magos... le verás representado alzando su espada resplandeciente para aniquilar al demonio. En ocasiones se le pinta en la huida a Egipto, en la vuelta a Galilea, la vida oculta de Jesús, siempre defendiendo la Santa Humanidad de Cristo. Unas veces se le ve a solas, otras acompañado de San Gabriel, Ángel de la Guarda de María, como dicen los Santos Doctores. Y, mientras aquel protege a la Santísima Madre de Dios, San Miguel vela con solicitud del Verbo Encarnado. En resumen, en toda la Historia de la Santa Iglesia, San Miguel ha sido siempre considerado el Ángel de la Guarda del Verbo Encarnado.

  

MEDITACIÓN

 

   Cuando observamos la vida mortal de Nuestro Señor Jesucristo, con sus afanes cotidianos como los nuestros, por decirlo sucintamente, comprendemos cuánta razón tenía el Divino Maestro al decir que el Hijo del Hombre no tenía lugar donde reposar su cabeza. En efecto, Él nace en un pobre establo que María y José no obtienen sino tras grandes penas y numerosas humillaciones. Pronto pierde la posibilidad de reposar en el suelo de la patria de su Augusta Madre, siendo forzado a huir precipitadamente al exilio. ¡Qué de privaciones no afrontaría en Egipto! De vuelta en Judea, en el taller de Nazaret, vive entre grandes necesidades. Durante su vida pública, le es penoso encontrar morada. ¿Por qué nuestro Salvador se somete a tan duras privaciones? Escuchemos su respuesta: “Ejemplo os he dado para que, pensando lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también.” Jn 13, 15: Exemplum dedi vobis (Te he dado un ejemplo). ¡Admitamos que estamos lejos de este divino modelo! Buscamos casi siempre el fasto y los honores, suspiramos sin cesar por las riquezas y el bienestar. En definitiva, tratamos de disfrutar de la vida, como a menudo decimos. Y, sin embargo, todos esos bienes mundanos nos deberían parecer viles y despreciables, deberíamos pisotearlos y anatomizarlos cuando vemos a Jesús, el maestro y dispensador de todo lo que existe. ¡Qué ciego hay que estar, en verdad, para dejarse amarrar por estos bienes pasajeros! ¡Cuán insensato es aquel que de ellos hace sus delicias! Pero, por desgracia, hay que decir que nosotros fácilmente concordamos en afirmar la vanidad de las cosas de aquí abajo, mas, en la práctica, las preferimos antes que las alegrías espirituales. Buscamos los bienes de la tierra aun reconociendo que no nos proporcionan más que placeres efímeros, y olvidamos los bienes del Cielo porque nuestro corazón está anclado allí donde se halla nuestro tesoro, o más bien el cebo engañoso que remacha las cadenas con las que el demonio nos amarra a la tierra. Sursum corda: ¡Arriba los corazones! Elevémoslo, elevémoslo siempre, elevémoslo hasta las verdaderas fuentes de gozo, busquemos las verdaderas riquezas, corramos tras los bienes imperecederos. Toda riqueza que no sea Dios es vaciedad y pobreza. En palabras de San Cipriano, aquel que es más grande que el mundo, es decir, el cristiano, no debe desear ni buscar lo que pertenece a ese mundo. Debe fijar su corazón en los reinos celestiales que algún día habitará. Sigamos este consejo, sepamos que tenemos bienes mucho mejores que los de la tierra, bienes que responden a las aspiraciones de nuestro corazón, bienes reales e infinitos, bienes que jamás perecerán. Vivamos, pues, como Jesucristo durante su vida mortal. No alberguemos otro deseo que el de procurar la gloria de Nuestro Padre que está en los Cielos. El resto nos importe poco: Dios es nuestro bien y nuestro todo, Dios será nuestra maravillosa y eterna recompensa: Ero merces tua magna nimis (Sera tu recompensa demasiado grande).

 


ORACIÓN



   Oh, glorioso Arcángel, viendo cuán alejados nos encontramos del ejemplo que Jesucristo nos ha dado en su vida mortal, osamos implorarte humildemente, conjurándote para que vengas en nuestro socorro. ¡Ay!, ruega a nuestro Divino Maestro que se digne aplicarnos alguno cualquiera de sus méritos, para que podamos gustar de todo lo que a Él le agrada, aborrecer todo cuanto Él desaprueba y merecer por esta prudencia el ser conducidos a cantar contigo sus alabanzas y celebrar sus triunfos por los siglos de los siglos. Amén.

 




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