DUODÉCIMO DÍA —12 de
septiembre
San Miguel, Ángel de la
Oblación o del Santísimo Sacrificio.
El Apóstol San Juan vio a un Ángel de pie
ante el altar, llevando un incensario de oro y recibiendo una gran cantidad de
incienso, que iba ofreciendo a Dios. El Antiguo y el Nuevo Testamento hablan a menudo de este Ángel presentando las oraciones
de todos los santos en el Altar de oro ante el trono del Todopoderoso; y el
humo de los perfumes compuestos por las oraciones de los justos se eleva ante
la Santísima Trinidad por el ministerio del Ángel que preside la oración. La
Iglesia Católica ha reconocido que este Ángel es San Miguel, ya que durante el
Ofertorio hace recitar al Sacerdote esta expresiva oración, que es como un
verdadero acto de Fe en la misión particular o especial de San Miguel: “Que el Señor se
digne bendecir este incienso y recibirlo como un dulce perfume por la
intercesión del Bendito Arcángel San Miguel, que está a la derecha del Altar,
de los perfumes y de todos los Elegidos.” Por eso los comentaristas
no temen afirmar que todas nuestras oraciones, ofrendas y sacrificios u
oblaciones pasan por las manos de San Miguel. Pero lo que resalta aún más la
grandeza y preponderancia de San Miguel es esta hermosa oración del Canon de la
Misa. Inmediatamente después de la Elevación, en el
momento en que el cuerpo de Jesucristo acaba de descender sobre el altar,
cuando el celebrante se inclina para pedir a Dios que acepte la inmolación de
la Santa Víctima, la Iglesia pone en labios del Sacerdote esta conmovedora
invocación: “Te suplicamos e imploramos, oh Dios todopoderoso, ordena
que estos misterios inefables sean llevados por las manos de tu Santo Ángel a
tu sublime altar en presencia de tu divina Majestad, para que, después de haber
participado en estos celestiales Misterios y haber recibido el santísimo cuerpo
y la preciosísima sangre de tu adorable Hijo, seamos colmados de todas las
bendiciones e inundados de todas las gracias del Cielo.” ¿Quién
es ese Ángel -pregunta
el obispo Germain- del
que habla aquí la Iglesia? Bossuet
no duda en responder: “Este
ángel es San Miguel. Así,
prosigue el elocuente Prelado, es
tal el ascendiente de San Miguel sobre el corazón de Dios, es tal la influencia
que ejerce, el crédito inefable del que goza, que para obtener con mayor
seguridad la concesión de los dones celestiales, es a través de él, es a través
de su ministerio, que la Iglesia desea haber ofrecido al Soberano Maestro lo
que más aprecia, el cuerpo y la sangre de su divino Hijo”. Ah,
que no haya duda, después de la afirmación de San Pantaleón, es efectivamente
San Miguel, el Ángel del Señor, como lo llama siempre la Sagrada Escritura: per manus sancti
Angeli tui (por las manos de tu santo ángel),
es San Miguel quien presenta a Dios Padre la divina
oblación del adorable Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo en el
Santísimo Sacrificio de la Misa, como lo hizo anteriormente en el Sacrificio
Sangriento del Calvario. Esta es, además, la opinión de Clemente XIII y
León XII.
Benedicto XIV lo aclara, y San Ligorio está de acuerdo, pues declara que la ofrenda divina que, en nombre del pueblo
cristiano, el Sacerdote hace diariamente a Dios en el santo altar para expiar
las faltas y atraer las bendiciones celestiales, es llevada por el Arcángel
Miguel al sublime Altar donde el Cordero de Dios permanece constantemente
inmolado para aplacar la justa ira de su Padre, indignado por su ingrata
criatura. ¡Oh! -grita Lacordaire-, ver a San Miguel sosteniendo aún la humanidad
caída de Cristo en el nuevo Getsemaní, verle continuar su inefable papel en
este otro Gólgota; quiero decir : Vedlo en el santo Altar donde Jesús consiente
en renovar todas las escenas de su dolorosa pasión; vedlo, si es lícito usar esta
palabra, despojando a Jesús de las mortajas de este nuevo sepulcro, pero sobre
todo vedlo recibiendo de manos del Sacerdote, después de la inmolación, al
divino Vencedor de la muerte, y llevándolo en sus alas triunfales al sublime
Altar donde permanece inmolado día y noche para reconciliarnos con su Padre. Es
una misión maravillosa del Príncipe de la Milicia celestial, que ha hecho que
el cincel de los escultores más hábiles, el pincel de Rafael y tantos otros
artistas famosos en las artes más variadas produzcan estas obras maestras que,
al mismo tiempo que suscitan admiración, nos elevan al trono de Dios, donde
podemos ver y sentir el poder de Dios.
Muestran a San Miguel ofreciendo con el Sacerdote la Santa Víctima, y en
consecuencia transmiten a las sucesivas generaciones la creencia de nuestros
padres. Además, este sublime ministerio del
Arcángel no es más que el corolario del Ángel de la Redención, y fue al pie de
la Cruz, el Viernes Santo, cuando Jesús encargó a Miguel, el Ángel guardián de
todos sus prodigios, que presentara a Dios su inmolación diaria, o más bien
perpetua. Y desde entonces, según el testimonio de San Francisco,
Dionisio el Cartujo, Mansi, M. Ollier y otros, San
Miguel ha dado pruebas palpables y sorprendentes de su misión divina. Citemos
un hecho entre mil: San León, ofreciendo el Santísimo Sacrificio de la Misa,
informa un autor fiable, vio un día, en esta parte del Canon del que acabamos
de hablar, al Arcángel San Miguel descender sobre el Altar donde estaba
celebrando, y tomar la Santa Hostia, llevarla al Cielo, colocarla en el altar
donde Jesús se inmola constantemente ante su Padre, y después de una media hora
volver a colocarlo en el altar con estas palabras de consuelo para el sacerdote
que ofrece la Santa Víctima y para los fieles que participan en el Santísimo
Sacrificio de la Misa: Lo que acabo de hacer ostensiblemente a tus ojos, lo hago
todos los días y tantas veces que Jesús mi Maestro se inmola con la espada de
su palabra que ha puesto en manos de sus ministros. Se dice que
fueron visiones similares las que inspiraron la inquebrantable devoción de Pío
IX por este glorioso Primado de los Corazones Angélicos. ¿No es entonces muy consolador para todos
nosotros pensar que el Arcángel Supremo lleva en nuestro nombre ante el
Altísimo la santa oblación, la Hostia inmaculada, el pan de vida, el cáliz de
salvación? ¡Cuánto debe elevar este pensamiento, nos dice
el Padre Noël, al
sublime altar donde San Miguel ofrece nuestra adorable Víctima, cada vez que
participamos, de cualquier manera, en la oblación del augusto sacrificio de la
Misa! Sacerdotes
y fieles -añade
el cardenal Bona-, cuando
os inclinéis en este momento, rogad a Dios que ordene que este sacrificio sea
llevado por la mano de su Ángel; exhortad a una gran humildad, rogad a San
Miguel por su nombre y ardientemente para que venga en vuestra ayuda por medio
de él y de los Espíritus benditos que tiene bajo sus órdenes.
Y Bossuet invita a los cristianos a ser agradecidos, recordando que nuestro
presente asciende pronta y más agradablemente al Altar celestial porque se
presenta de nuevo en compañía del Santo Arcángel Miguel, que preside la oración
y compone una misma oblación, que se hace así de todo punto agradable a Dios,
tanto por parte de Jesucristo que se ofrece como por parte de los que lo
ofrecen y se ofrecen con él. Si
esto es así -exclama
monseñor Germain-, dilatemos,
dilatemos nuestros corazones para abrirlos a una confianza absoluta e
ilimitada. El
cuerpo de Jesucristo y su adorable sangre están presentes cada hora del día en
miles de altares de todo el mundo. Convoquemos, pues, al Altísimo para que ordene a San Miguel
presentar la Víctima Augusta en este altar de oro ante el trono, para ofrecerla
por la gloria de Dios, por la gloria de Jesucristo, por la prosperidad de su
Esposa aquí abajo, por el bien de la patria, por la salvación de las almas.
Unamos nuestros corazones y nuestras voces. Si tus faltas te asustan,
confiésalas al Santísimo Arcángel Miguel, Beato Michaeli Archangelo, para que
interceda por ti ante el Señor nuestro Dios. Entonces, según la expresión de
San Juan, el humo de los partos, compuesto por nuestras oraciones, subirá al
cielo. Confía, pues, en San Miguel de forma inquebrantable.
MEDITACIÓN.
Desde el pecado siempre ha habido
sacrificios y son necesarios para rendir a Dios el homenaje que le corresponde,
para agradecerle, para aplacar su ira, para expiar el pecado y para obtener las
gracias que necesita la humanidad caída. Cuando Jesucristo vino al mundo, el
sacrificio del Calvario sustituyó a las oblaciones y holocaustos de la antigua
ley. Pero después de esta sangrienta inmolación, los cristianos necesitaban un
sacrificio que complaciera a Dios. Jesucristo, al
fundar su Iglesia, no lo olvidó, e instituyó la Santa Misa, que es la
representación y continuación del sacrificio del Calvario, el memorial de la
Pasión y muerte de Jesucristo. ¿Pensamos en esto seriamente? ¿Reconocemos la necesidad
del sacrificio? ¿Creemos que la Santa Misa reúne todas las condiciones para
ello de forma excelente? Y puesto
que es un artículo de fe, ¿basamos nuestra conducta en esta creencia? ¿Damos las
gracias a Jesucristo por habernos dado este medio divino para devolver nuestros
homenajes a Dios? ¿Participamos en la Santa Misa, es decir, la hacemos ofrecer
a menudo, ya sea en acción de gracias, ya sea en expiación de nuestros pecados,
ya sea para obtener los favores espirituales que necesitamos; asistimos a ella
siempre que debemos o incluso podemos; y cuando asistimos, cuáles son nuestras
disposiciones? Ah,
pidamos perdón a Dios por nuestra indiferencia, y resolvamos unirnos a
Jesucristo y al sacerdote que ofrece el Santísimo Sacrificio, para suplicar a
Dios que nos conceda, por los ritos de la adorable Víctima, la remisión de
nuestros pecados, la fuerza para luchar enérgicamente contra los enemigos de
nuestra salvación, el aumento del reinado de Jesucristo, la gracia suprema de
gozar de los torrentes de delicias reservados a los Elegidos.
ORACIÓN.
Oh
bendito Arcángel, que
tienes la misión de llevar nuestras oraciones ante el trono de Dios y presentar
la ofrenda del Santísimo Sacrificio en el sublime altar donde Jesús se inmola
constantemente ante su Padre, despierta nuestra fe, fortalece nuestra esperanza y excita en
nuestras almas los sentimientos del más ardiente amor, para que podamos
participar cada vez más eficazmente en los Santos Misterios, y para que el
Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, nos aplique los méritos de su
Pasión, nos lave completamente con su sangre y nos introduzca en su reino,
donde podremos alabarle, bendecirle y glorificarle por siempre. Amén.
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