CUARTO DÍA —4 de septiembre.
San Miguel, Príncipe de
la Milicia Celestial.
Dios, quien, según las Sagradas Escrituras, nunca se deja superar en
generosidad y recompensa con tanta magnificencia hasta los más modestos actos
de virtud, no puede permanecer indiferente al amor y la valentía que tan
resplandecientemente viene demostrando San Miguel en el combate entablado con
Lucifer. Y,
porque ha sido fiel en las grandes cosas
(Magnalia),
no puede por
menos que ser constituido por encima de las aún más grandes (supra multa te constituam).
Opina San Basilio que Dios debe someter a todos los Ángeles a la autoridad de
San Miguel, que no ha reculado ante ningún obstáculo para vengar el ultraje
infinito perpetrado contra el Altísimo y asegurar por siempre jamás la suma
bienaventuranza de los Ángeles fieles remanentes. Asimismo -dice
Corneille Lapierre-, la Santísima Trinidad le ha constituido Príncipe de la
Milicia Celestial y le ha revestido de un poder universal. Es por
esto que los Santos Doctores le denominan Archiestratega,
es decir, Jefe Supremo de los Ejércitos del
Todopoderoso. Hay tres títulos que le atribuyen las diversas liturgias: Príncipe de la Luz, Comandante de los Ejércitos Angélicos
y Primado del Ejército del Cielo. Puede verse así por qué la Santa
Iglesia, intérprete infalible de los decretos de Dios, le nombra continuamente en
los diversos oficios que ha compuesto en su honor como Gloriosísimo
Príncipe de la Milicia Celestial. ¡Qué sublime dignidad! ¡Qué inconmensurable gloria!
¡Quién podrá nunca hacerse una idea de ello! Imaginemos a un hombre
capaz de conquistar el mundo entero y hacerle aceptar su voluntad, de mantener
en él un orden perfecto, de asegurar en él una completa y duradera paz, de
traer el apogeo de la gloria, el conocimiento y el poderío. ¿Tenemos en ese
monarca universal y prodigioso siquiera una sombra del más tenue de los
destellos de gloria del Príncipe de la Milicia Angélica? ¡No! Pues, como dice Orígenes, todos los pueblos de la tierra reunidos no
podrían hacer frente ni al más pequeño de los Ángeles. El número de Ángeles, según San Cirilo de
Jerusalén, San Dionisio y muchos otros, sobrepasa
por mucho el de todas las criaturas corpóreas, y suma una cifra que sobrepasa
toda concepción humana. San Ambrosio afirma igualmente que los Ángeles son
al menos cien veces más numerosos que la Humanidad entera. Partiendo
de este principio, imaginemos los centenares, los millares de mundos que
encierran cada una de las generaciones que se han sucedido desde la creación
del hombre, y representémonos un príncipe que los gobierne y les dé órdenes
puntual y alegremente obedecidas. ¿Tenemos ahí la imagen de la gloria de San Miguel? No, nos
responde Molina. Reinar sobre tantos millones de mundos, semejantes al nuestro
en el que hay ángeles, también será una imagen muy alejada de la inmensidad del
Principado de San Miguel. La naturaleza humana está muy distante de la
angélica, y, por consiguiente, ¡qué océano de gloria y poderío corresponde a este
excelso Arcángel! No sigamos tratando en vano de buscar imágenes
capaces de mostrarnos un pálido reflejo de este augusto privilegio, puesto que,
como bien dice Suárez, para comprenderlo necesitaríamos cambiar nuestra
naturaleza, pues ni el humano pecador menos imperfecto se puede imaginar todo
lo que hay de grandeza y de poder en ese título prodigioso, cuyo esplendor
ciega la inteligencia más clarividente. No obstante, terminamos con
este bello pasaje de un sabio autor: “Imaginemos la celebración de la grandeza de un príncipe en la
tierra, la vasta extensión de su imperio, el incalculable número de sus
súbditos, la multitud y la fuerza invencible de sus ejércitos, sus gloriosas
conquistas, la prosperidad que sus pueblos disfrutan a su sombra, el respeto y
el amor que se le han prodigado tras haber amado él mismo a sus súbditos como
hijos suyos y derramado sobre ellos los regalos de su real magnificencia.
¡Ilustre Arcángel, tu
poder no tiene igual, sus límites son los del Cielo! Tus súbditos son más numerosos que las estrellas
del firmamento y que los granos de arena de los lechos marinos. Un profeta que
los vio no habla sino de miríadas, de legiones, de millones, de centenas de
millones. Uno solo de tus soldados puede vencer al ejército más numeroso y
aguerrido. Bajo tu liderazgo, se conquistan el Cielo y todos sus parabienes, obedezcámoste
fielmente y amémoste tiernamente, a ti que gozas de una gloria que a nosotros,
mortales, no nos es posible comprender.”
MEDITACIÓN
Considerando a San Miguel Príncipe de la Milicia Celestial, vemos la
aplicación de esta palabra de Nuestro Señor Jesucristo: “El que se eleve será humillado, y el que
se humille será enaltecido.” Satán se elevó contra Dios y se
precipitó a los abismos, San Miguel reconoció el poder divino y fue exaltado a
la cabeza de las falanges angélicas. De un lado está el castigo del orgullo,
del otro el triunfo de la humildad. ¿Qué ejemplo preferimos seguir? Sin embargo;
en nuestra vida cotidiana, ¿es raro encontrar restos de orgullo? ¿Cuántos hombres,
desgraciadamente, se complacen en sus títulos, sus potestades, sus riquezas,
sus cualidades físicas o intelectuales? ¿No encontramos a veces incluso a
quienes se glorifican por su piedad y sus buenas acciones? ¡Ah, montad
guardia, porque el castigo llegará y será terrible! Pues el orgulloso,
dice San Bernardo, es semejante a Lucifer, que quiso arrebatar a Dios la
gloria que le es debida.
Recordemos: el orgullo es raíz de todos los vicios de la vida espiritual, de
todos los males del mundo, causa de todos los pecados. Excita la criminalidad,
hace nacer la impiedad, entraña la negación de Dios y conduce inexorablemente
al ateísmo. Es sorprendente que los santos declaren que el pecado desde la
humildad es menos maligno, menos destructivo, que la inocencia desde el orgullo. ¡Oh, huyamos! ¡Por la gracia de Dios,
huyamos del orgullo! No le dejemos nunca dominar nuestras palabras,
pues es Palabra del Espíritu Santo que por el orgullo comienza toda perdición: in ipsa enim initium sumpsit omnis perditio, (porque en ella comenzó toda destrucción).
ORACIÓN
Oh, Príncipe de la Milicia Celeste, tú, por tu
humildad tan gloriosamente coronado por la Santísima Trinidad, haznos
comprender todo el horror, toda la enormidad del orgullo. Ábrenos tus alas tutelares para hacer germinar en
nuestras almas esta virtud de la humildad, que es el principio de todas las
demás, para que algún día podamos merecer ser coronados de gloria y honor en la
patria celestial, donde, con los Ángeles, celebraremos eternamente el triunfo
de tu humildad.
Amén.
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