Luego que cumplió el segundo lustro de su
edad, (10 años) fué agregado Alfonso por el mismo padre Pagano a la
congregación de jóvenes nobles, erigida en la casa de los padres del Oratorio de San Felipe Neri en Nápoles, llamada
de los Jerónimos, y cuyo instituto
es, encaminar a los caballeros jóvenes por la vía de la perfección cristiana,
ejercitándolos en toda clase de prácticas devotas y en toda especie de
virtudes. Allí asistía diariamente con gran modestia y recogimiento al santo
sacrificio del altar; acudía con puntualidad á todas las reuniones y funciones
comunes; se acercaba todas las semanas a los sacramentos de la penitencia y de
la Eucaristía, y observaba con la mayor exactitud todos los ejercicios y todas
las prácticas que se hallaban prescritas. Más esto no bastaba. Era, además, el
joven Alfonso dócil y respetuoso con los mayores, amable y verídico con los
iguales, y afable y modesto con todos; pero
lo que le daba aún más realce es, que se descubrían en él las más claras
señales de una conciencia tan pura y tan dispuesta a aborrecer no solo el
pecado aun el más leve, sino hasta la misma apariencia de pecado, amando en
sumo grado la pureza y la virginidad, así como el espíritu de oración y de
contemplación y todas las virtudes cristianas. Así es que muy en breve
llegó a ser el espejo y el modelo de
todos sus contemporáneos, siendo con razón
admirado y estimado de todos, más bien como
un ángel del cielo, que como un joven revestido de carne mortal.
Los padres del citado Oratorio acostumbraban
llevar de cuando en cuando a estos jovencitos a una inocente recreación, por lo
cual fueron conducidos un día a la casa de campo del príncipe de la Riccia, llamada vulgarmente Miradoisi. Sucedió allí, que invitado Alfonso
por sus compañeros a jugar a la pelota con ellos, se excusó muchas veces
diciendo que él no sabía ni palabra en esto de jugar. Pero cediendo por fin a
las estrechas y reiteradas instancias de sus compañeros, y queriendo
condescender con una solicitud tan inocente, se puso a jugar, y aunque
enteramente inexperto en la materia, quedó por fin vencedor. Entonces el mayor
de aquellos jóvenes caballeros, sumamente picado de que Alfonso casi lo había
burlado con decirle que no sabía jugar, al pagarle la insignificante cantidad
que había perdido en el juego, dijo una palabra malsonante e inconveniente. Al
oiría el inocente Alfonso, se le cubrió el rostro de un vivo encarnado, y
altamente lastimado en lo más íntimo de su corazon por la ofensa hecha a Dios,
tomó un aire grave superior a su edad, y volviéndose a él lleno de celo, le
dijo: ¿Cómo es eso? ¿Así se ofende a
Dios por una vil moneda? y arrojándosela, añadió: he ahí vuestro dinero, y Dios me libre de ganar ninguno en tan malos
términos. Dicho esto, le volvió la espalda y se fué como huyendo por lo más
intrincado del jardín. Atónitos sus compañeros, y penetrados de la reprensión tan
seria y tan pronta de Alfonso, permanecieron inmóviles y confusos por algún
tiempo con el delincuente; pero luego, cediendo a los estímulos de la edad,
volvieron a ponerse a jugar de nuevo entre sí hasta el pardear de la tarde.
Entonces, no habiendo vuelto a ver a Alfonso, ni sabiendo qué había sido de él,
se pusieron a buscarlo por todas partes, con tanta más razón, cuanto que el
joven que lo había insultado, arrepentido ya de su trasporte, dijo a sus compañeros:
vamos a buscar a Fonso porque quiero
presentarle mis escusas. ¿Más qué
vieron? Después de varias y largas
pesquisas, le encontraron por fin arrodillado delante de una imagencita de la
Vírgen, que había sacado de la bolsa y había prendido en el tronco de un árbol
viejo; y lo que es más, tan arrobado y tan fuera de todos sus sentidos, que ni
aun echó de ver la llegada de sus compañeros que al instante lo rodearon. Estos
quedaron absortos al ver un espectáculo tan tierno como inesperado, y el
caballero que había sido ocasión de él, no pudo ya contenerse y exclamó: ¿Qué
es lo que he hecho? he maltratado a un santo. Entre tanto, Alfonso, vuelto
en sí del éxtasis, se levantó, recogió la imagen, y lleno de confusión se
reunió con sus compañeros. Pero mucho mayor fué el rubor y la vergüenza de que
se cubrió el rostro tanto del caballero reprendido por él, como de todos los demás,
que sin proferir una palabra,, volvieron a sus casas, contando a sus padres y
parientes lo que había sucedido, como un verdadero prodigio.
“De
la Vida de San Alfonso María de Ligorio”
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