¿Cómo
aborrecerá la muerte el que vive en gracia de Dios? El que está en gracia permanece en Dios, y
Dios en el (I Juan IV 16): Así,
pues, el que ama a Dios está seguro de su gracia, y muriendo así está seguro de ir a gozar de Dios
eternamente en el reino de les bienaventurados. ¿Y un hombre así habrá de temer
la muerte?
David ha
dicho: No entres en juicio con tu
siervo, porque ningún viviente será justifícalo en tu presencia (Salmo CXLII).
Más
esto quiere decir que nadie debe presumir salvarse por sus propios méritos;
porque nadie, a excepción de Jesús y María, puede decir que toda su vida ha
estado exenta de culpas. Pero cuando se arrepiente uno de sus faltas,
cuando ha puesto su confianza en Jesucristo que ha venido al mundo para salvar a
los pecadores, no debe temer la muerte. Vino
el Hijo del hombre a salvar lo que había perecido (Mateo VIII 11).
En efecto,
ha muerto, ha derramado su sangre por los pecadores. La sangre de Jesucristo,
dice el Apóstol, clama mejor en favor de los pecadores que la sangre de Abel,
pidiendo venganza de su hermano Caín (Hebreos
XII 22).
Verdad es que sin la revelación divina nadie
puede tener la certidumbre infalible de su salvación; pero bien puede tener
certidumbre moral de que se ha dado de corazón a Dios y está pronto a perderlo
todo, aun la vida, antes que perder la divina gracia. Esta certidumbre está
fundada en las promesas de Dios: Nadie que
haya esperado en el Señor, dice la Escritura, ha quedado confundido en su esperanza (Eccl II 11). Asegura Dios en varios
lugares de las sagradas letras que no quiere la muerte del pecador, sino que se
convierta y se salve. ¿Acaso quiero yo
la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de sus caminos,
y viva? (Ezequiel XVIII 23).
En otro lugar afirma lo mismo, y añade como
un juramento: Vivo yo, dice el Señor
Dios; no quiero la muerte del impío, sino que se convierta y viva (Ezequiel
XXXIII 11). En el mismo lugar se lamenta Dios de los pecadores obstinados,
que prefieren perder su alma antes que dejar el pecado diciendo: ¿Y por qué habéis de morir, casa de Israel?
A todos los que se arrepienten de sus fallas, les promete olvidarlas: Más si el
impío hiciere penitencia... vivirá... De todas sus maldades que el obró, no me
acordare yo (Ezequiel XVII 21).
Señales muy ciertas del perdón recibido son
para un pecador el aborrecer sus pecados. Un Santo Padre dice que debe estar
seguro de haber sido perdonado el que dice con verdad: He aborrecido y abominado la iniquidad (Salmo CXVIII 163). Señal cierta
es también de haber recobrado la divina gracia el perseverar en la vida
virtuosa por mucho tiempo después del pecado: asimismo son también grandes
señales de estar en gracia el tener una firme resolución de perder antes la
vida que la amistad de Dios, como igualmente el tener un vivo deseo de amarle y
de verle amado de todo el mundo, y sentir pena de verle ofendido.
¿Pero
de qué proviene que algunos grandes
santos después de haberse consagrado a Dios enteramente, después de una vida
mortificada y desprendida de todos los afectos y bienes terrenos, se han visto
acometidos de gran temor, al considerar que iban a comparecer delante de
Jesucristo Juez? Respondo: que son pocos los santos que al
morir hayan sufrido estos temores, queriendo Dios que así se purificasen, antes
de entrar en la eternidad, de algunas reliquias de pecado; pero que
generalmente todos los santos han muerto con una gran paz y con gran deseo de
morir para ir a gozar de Dios. Por otra
parte, la incertidumbre de la salvación produce efectos diferentes en los
pecadores y en los santos: los pecadores pasan del temor a la desesperación:
los santos al contrario, del temor a la confianza, y así mueren en paz.
Por tanto, el que tiene señales de estar en
gracia de Dios, debe desear la muerte y repetir estas palabras de Jesucristo: Venga á nos él tu reino. Debe echarse en brazos de la muerte con
alegría, así por librarse de los pecados, dejando este mundo donde no se vive
sin defectos, como por ir a ver a Dios cara a cara y amarle con todas sus
fuerzas en el reino del amor.
¡Oh
mi amado Jesús! ¡Mi Salvador y mí Juez! Cuando habréis de juzgarme, por
vuestra misericordia, no me arrojéis al infierno. En el infierno ya no podría
yo amaros: más habría de aborreceros para siempre; ¡y cómo podría yo odiaros a vos que sois tan amable y que me habéis
amado tanto! Esta gracia yo no la merezco por mis pecados; más si yo no la
merezco, la habéis merecido vos para mí con la sangre que en medio de tantos dolores
derramasteis por mí en la cruz.
En suma. ¡Oh Juez mío, imponedme todas las penas, pero no me privéis de que
pueda amaros! ¡Oh madre de Dios! Mirad que
me hallo en peligro de condenarme y no poder amar a vuestro divino Hijo que
merece un amor infinito. ¡Virgen María, socorredme,
tened piedad de mí!
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