miércoles, 2 de agosto de 2017

El que ama a Dios no debe aborrecer la muerte – Por San Alfonso María de Ligorio.






   ¿Cómo aborrecerá la muerte el que vive en gracia de Dios? El que está en gracia permanece en Dios, y Dios en el (I Juan IV 16): Así, pues, el que ama a Dios está seguro de su gracia, y muriendo  así está seguro de ir a gozar de Dios eternamente en el reino de les bienaventurados. ¿Y un hombre así habrá de temer la muerte?

   David ha dicho: No entres en juicio con tu siervo, porque ningún viviente será justifícalo en tu presencia (Salmo CXLII).  Más esto quiere decir que nadie debe presumir salvarse por sus propios méritos; porque nadie, a excepción de Jesús y María, puede decir que toda su vida ha estado exenta de culpas. Pero cuando se arrepiente uno de sus faltas, cuando ha puesto su confianza en Jesucristo que ha venido al mundo para salvar a los pecadores, no debe temer la muerte. Vino el Hijo del hombre a salvar lo que había perecido (Mateo VIII 11).

   En efecto, ha muerto, ha derramado su sangre por los pecadores. La sangre de Jesucristo, dice el Apóstol, clama mejor en favor de los pecadores que la sangre de Abel, pidiendo venganza de su hermano Caín (Hebreos XII 22).

   Verdad es que sin la revelación divina nadie puede tener la certidumbre infalible de su salvación; pero bien puede tener certidumbre moral de que se ha dado de corazón a Dios y está pronto a perderlo todo, aun la vida, antes que perder la divina gracia. Esta certidumbre está fundada en las promesas de Dios: Nadie que haya esperado en el Señor, dice la Escritura, ha quedado confundido en su  esperanza (Eccl II 11). Asegura Dios en varios lugares de las sagradas letras que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y se salve. ¿Acaso quiero yo la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de sus caminos, y viva? (Ezequiel XVIII 23).

   En otro lugar afirma lo mismo, y añade como un juramento: Vivo yo, dice el Señor Dios; no quiero la muerte del impío, sino que se convierta y viva (Ezequiel XXXIII 11). En el mismo lugar se lamenta Dios de los pecadores obstinados, que prefieren perder su alma antes que dejar el pecado diciendo: ¿Y por qué habéis de morir, casa de Israel? A todos los que se arrepienten de sus fallas, les promete olvidarlas: Más si el impío hiciere penitencia... vivirá... De todas sus maldades que el obró, no me acordare yo (Ezequiel XVII 21).

   Señales muy ciertas del perdón recibido son para un pecador el aborrecer sus pecados. Un Santo Padre dice que debe estar seguro de haber sido perdonado el que dice con verdad: He aborrecido y abominado la iniquidad (Salmo CXVIII 163). Señal cierta es también de haber recobrado la divina gracia el perseverar en la vida virtuosa por mucho tiempo después del pecado: asimismo son también grandes señales de estar en gracia el tener una firme resolución de perder antes la vida que la amistad de Dios, como igualmente el tener un vivo deseo de amarle y de verle amado de todo el mundo, y sentir pena de verle ofendido.

   ¿Pero  de qué proviene que algunos grandes santos después de haberse consagrado a Dios enteramente, después de una vida mortificada y desprendida de todos los afectos y bienes terrenos, se han visto acometidos de gran temor, al considerar que iban a comparecer delante de Jesucristo Juez? Respondo: que son pocos los santos que al morir hayan sufrido estos temores, queriendo Dios que así se purificasen, antes de entrar en la eternidad, de algunas reliquias de pecado; pero que generalmente todos los santos han muerto con una gran paz y con gran deseo de morir para ir a gozar de Dios. Por otra parte, la incertidumbre de la salvación produce efectos diferentes en los pecadores y en los santos: los pecadores pasan del temor a la desesperación: los santos al contrario, del temor a la confianza, y así mueren en paz.

   Por tanto, el que tiene señales de estar en gracia de Dios, debe desear la muerte y repetir estas palabras de Jesucristo: Venga á nos él tu reino. Debe echarse en brazos de la muerte con alegría, así por librarse de los pecados, dejando este mundo donde no se vive sin defectos, como por ir a ver a Dios cara a cara y amarle con todas sus fuerzas en el reino del amor.

   ¡Oh mi amado Jesús! ¡Mi Salvador y mí Juez! Cuando habréis de juzgarme, por vuestra misericordia, no me arrojéis al infierno. En el infierno ya no podría yo amaros: más habría de aborreceros para siempre; ¡y cómo podría yo odiaros a vos que sois tan amable y que me habéis amado tanto! Esta gracia yo no la merezco por mis pecados; más si yo no la merezco, la habéis merecido vos para mí con la sangre que en medio de tantos dolores derramasteis por mí en la cruz.

   En suma. ¡Oh Juez mío, imponedme todas las penas, pero no me privéis de que pueda amaros! ¡Oh madre de Dios! Mirad que me hallo en peligro de condenarme y no poder amar a vuestro divino Hijo que merece un amor infinito. ¡Virgen María, socorredme, tened piedad de mí!


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