Siempre y en todas
circunstancias tenemos necesidad de acudir a Jesucristo, pero este sabe de
punto cuando nos encontramos acosados por las penas y los sufrimiento, o bien
cuando nuestra alma se halla apesadumbrada.
El divino consolador de todos nuestros
males, desde el fondo de su tabernáculo, nos llama y dice; “Acudid a mí vosotros todos los que sufrís y estáis abatidos; que yo os
consolaré.”
Solo él puede secar nuestras lágrimas, o a
lo menos debe endulzarlas: El solo puede devolver a nuestro afligido corazón,
hecho pedazos por los sufrimientos y pesares, aquella paz, aquella esperanza,
aquella alegría íntima, sobrenatural, que solamente es conocida por los cristianos
y que tan maravillosamente se hermana con las lágrimas, Puede muy bien un cristiano
hallarse rodeado de las mayores angustias, encontrarse postrado por el dolor;
pero jamás puede ser desgraciado. “Lloro
decía un día con la mayor tranquilidad una madre que acababa de perder a su
hija única; lloro, sí, pero a pesar de todo estoy contenta” Aquí se ha de
advertir que esta buena mujer comulgaba diariamente.
Encontramos en Jesucristo la eternidad, y
también el cielo: con Él nos juntamos, cuando es para nosotros demasiado largo
este destierro, y se nos vuelve pesada la vida. Acudamos, pues, a recibir con
frecuencia la sagrada Comunión, que nos hace olvidar de la tierra y de las pruebas,
de las tribulaciones, de sus luchas e injusticias, y Jesucristo se encargará de
ensenarnos a sufrir con la más santa resignación, y compadeciéndose de nuestras
amarguras, se dignará concedernos en cambio su paz y su divina gracia.
Acudamos igualmente a Jesucristo; siempre y
cuando nos hallemos enfermos, porque además de ser el mejor médico, es
indudable que su visto, al mismo tiempo que dará consuelo y alivio al cuerpo,
llevará la alegría a nuestro corazón, Para cumplir como buen cristiano, debería
todo el que estuviese enfermo comulgar a lo menos una vez por semana, y esto
había de ser desde el principio de la
enfermedad de aquí que antes debería llamarse al médico de la alma que al del
cuerpo, porque lo primero y principal es la salvación del alma, no acordándonos
del poco tiempo qne nos toca estar en este mundo, sino pensando en la eternidad
qne nos espera. Esta es la costumbre establecida en Roma. Todas estas
Comuniones, si habéis de recobrar la salud, harán que aquellos días de
padecimientos, sean días de santificación que influirán para lo venidero: más
si ha sonado la hora de la muerte, prepararán para recibir dignamente la Extremaunción
y dispondrán el alma para presentarse ante el supremo tribunal de Dios,
completamente purificada por su amor.
Y vosotros, padres, no olvidéis lo que acabo
de indicar si tenéis la desgracia de que caiga enfermo alguno de vuestros
hijos; porque la Iglesia Católica, nuestra Madre nos dice muy terminantemente
que no solo pueden sino qne deben comulgar desde que han alcanzado el uso de
razón, y añade además el Papa Benedicto XIV, que basta que el niño “pueda hacer la debida distinción entre
aquel celestial manjar y otro cualquiera vulgar alimento.” ¡Cuan santamente
comulgan los niños enfermos! Obra en ellos con una fuerza admirable
la gracia del Bautismo, preparándoles, mejor que todos nuestros esfuerzos, para
recibir dignamente tan divino Sacramento.
“LA
SAGRADA COMUNIÓN”
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