El discípulo. Señor,
bien tengo necesidad de una gracia más eficaz todavía si he de alcanzar tan
alto grado de perfección que ningún hombre, ni otra criatura alguna pueda
quitarme la libertad. Pues mientras alguna cosa me retenga, no puedo volar
libremente hacia ti.
Quería volar libre hacia ti el que dijo: “¿Quién me dará alas como las de la paloma
para volar y luego descansar?” (Sal
54, 7). ¿Quién más tranquilo que el
hombre de intención pura? ¿Quién más libre que el hombre que no desea nada de
las cosas de la tierra? Es, pues, necesario elevarse sobre todas las
criaturas, renunciar enteramente a sí mismo y salir de sí mismo en arrobamiento
de espíritu y mirar cómo el Creador del universo nada tiene en común con las
criaturas.
Y si no se desprende uno de todas las
criaturas, no podrá entregarse libremente a las cosas de Dios. Pocos
contemplativos se encuentran, porque pocos quieren desprenderse enteramente de
lo creado y perecedero.
Se requiere para eso una gracia tan
poderosa, que eleve al alma, y sobre sí misma la arrebate.
Poco vale cuanto sepa y tenga el hombre, si
no está elevado en espíritu, desprendido de toda criatura y a Dios
perfectamente unido.
Será siempre niño y por la tierra se
arrastrará quien grande considere lo que el inmenso, eterno y único bien no
sea.
Lo que no sea Dios, es nada, y en nada debe
estimarse. Existe gran diferencia entre la sabiduría del varón iluminado y
piadoso, y el saber del clérigo letrado y estudioso.
Mucho más alta es la sabiduría que Dios de
lo alto infunde, que la ciencia que el humano ingenio con el estudio adquiere.
Hay muchos que quisieran ser contemplativos;
pero lo que se requiere para serlo no lo quieren practicar.
Mucho
estorba para ser contemplativo la concentración de la piedad en prácticas exteriores,
en cosas sensibles, haciendo poco caso de la mortificación perfecta.
¿Qué
espíritu nos guía, qué intentamos, por qué será que nosotros, los que profesamos
ser espirituales, tanto trabajamos y tanta solicitud de lo vil y perecedero
tenemos, y de lo eterno tan poca, que en nuestra vida interior con recogimiento
de los sentidos rara vez meditemos?
¡Ay,
que tras breve recogimiento, luego nos precipitamos en la disipación sin
sujetar nuestra vida a riguroso examen!
No advertimos cuan viles son nuestros afectos,
ni lamentamos cuan faltos estamos de pureza.
“Porque toda carne corrompió su camino” (Gén
6, 12), el gran diluvio la anegó en sus aguas.
Habiendo mucha corrupción en nuestros
afectos íntimos, por fuerza la hay también en las acciones que de ellos se derivan,
síntomas de la enfermedad del espíritu.
El corazón puro da frutos de virtud.
Se pregunta cuánto hizo alguno; pero no se
considera con cuanta virtud lo hizo
Se investiga si uno es
valiente, rico, buen mozo, hábil, bueno para escribir, cantar o trabajar. Pero
muchos callan sobre cuán pobre de espíritu sea, cuán apacible y sufrido, cuán
espiritual y fervoroso.
La
naturaleza mira al exterior de hombre; la gracia al interior. Aquélla se engaña
a menudo; ésta confía en Dios para no errar.
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”
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