miércoles, 30 de agosto de 2017

Las penitencias de Santa Rosa – Por Leopoldo Marechal




DE CÓMO ROSA FABRICA SU CORONA

   ¡Rosa no había descuidado ese detalle, ciertamente! Sólo tenía doce años cuando, al mirar cierto día una imagen de Cristo, consideró particularmente los dolores de las espinas que se hincaban en su cabeza y resolvió hacerse una semejante. Era de estaño fundido, y Rosa la circundó de mimbres y llenó por dentro de clavos que, distribuidos estratégicamente, le herían y ensangrentaban la cabeza, sin que toda esa máquina de dolor, oculta por la toca, se revelase a ojos profanos. Diez años antes de su felicísima muerte abandonó aquella primera corona, en el deseo de forjarse otra que respondiese mejor a la de su Esposo místico. Intentó ponerse una de verdaderas espinas, a fin de que la imitación fuera exacta, pero dos razones la hicieron desistir: primero, la de su confesor, que temía el efecto corruptible de la substancia orgánica luego la suya propia, que le dió a entender cuán difícil era ocultar espinas reales bajo una toca. Entonces, doblando un fleje de plata, Rosa le dió la forma de un círculo, dentro del cual introdujo noventa y nueve clavos, también de plata, distribuidos en tres series de treinta y tres, o sea el número de años que vivió el Redentor. A fin de poder ceñírsela sin obstáculos, la virgen se afeitó a navaja los cabellos, que habían vuelto a crecerle un tanto, y sólo se dejó en la frente un mechón que, dispuesto con artificio, escondiese la corona y no la revelase a ojos extraños.

   Aquel artefacto le producía dolores continuos y diferentes con sus noventa y nueve púas que se le hincaban al menor movimiento de su cabeza, al hablar y sobre todo al toser. Para colmo, la virgen se lo plantaba cada día en sitio diferente, buscando los lugares no heridos todavía o los que cicatrizaban recién: ninguno de sus familiares conocía el secreto de aquella corona, ni aun lo alcanzaba del todo su confesor, que sólo tenía vagas referencias.

   Cierto día el padre de Rosa, muy colérico, perseguía en el huerto a un hermanito de la virgen, sin duda para castigarle una travesura: la niña se interpuso entre ambos y rogó a su padre que no se dejara llevar por la ira; mas el hombre, al rechazar a Rosa, la golpeó, sin quererlo, en la frente, de modo tal que los clavos de la corona, oprimidos a fondo, hicieron saltar tres hilos de sangre, que la toca no logró disimular. La niña, temiendo que por aquella sangre se descubriera el artificio de la corona, voló a su aposento, la arrancó de su frente y tras esconderla se lavó la sangre y volvió a cubrirse con la toca y el velo. Pero su madre, que temía siempre los rigores penitenciales de aquella hija extraordinaria, no tardó en seguirla al aposento y en obligarla a descubrir su cabeza: viéndola llena de puntazos y desolladuras, adivinó la naturaleza del instrumento que los había producido; y, sin embargo, nada le dijo a la virgen, temiendo que al quitarle la corona no inventase algo peor. Con todo, la excelente madre hizo intervenir a uno de los consejeros espirituales de Rosa, el padre Juan de Villalobos, el cual mandó a la niña que le llevase aquel instrumento con el que martirizaba su cabeza. Obedeció ella, como siempre, y el consejero, al ver la terrible máquina, trató de hacer que su penitente renunciase a tanto rigor. Pero Rosa, viendo una insinuación más que una orden en las palabras de su consejero, insistió tanto y tan bien que ambos llegaron a un acuerdo por el cual Rosa llevaría su corona, pero con algunos clavos de menos que el padre Juan limaría o remacharía con sus propias manos, como efectivamente lo hizo luego al ver una Rosa tan obstinada en sus espinas...

LOS AYUNOS DE ROSA

   Cualquiera podría creer que un cuerpo tan trabajado como el de aquella virgen necesitaba, sin duda, un sustento material proporcionado a sus fatigas. Por lo cual es bueno decir, ahora, con qué sabores regaló su lengua y de qué manjares alimentó sus días terrestres, que no fueron muchos.

   Como todas sus virtudes, la de la abstinencia se reveló en sus más verdes años: acaso no hablaba todavía cuando se negó a comer las frutas que tanto agradan a los niños; a los seis años apenas, ayunaba a pan y agua los miércoles, viernes y sábados, sin que poder humano alguno lograse hacerle probar otra cosa; y a los quince se prometió no alimentarse nunca de carne, voto que cumplió en la medida de sus fuerzas y luchando contra familiares, amigos y médicos, ya mediante la astucia, ya con la resistencia natural que oponía su estómago a cuanto no fuese un pedazo de pan mojado en agua.

   Muchas veces la debilidad de su cuerpo alarmó a los suyos, y sobre todo a su madre que, bien arraigada en este mundo, no acababa de entender los extremos de aquella hija prodigiosa. Le reprochaba sus ayunos, la llamaba verdugo de sí misma; y viendo que nada lograba con sus sermoneos la obligó un día a comer en la mesa familiar, delante de sus ojos, para verlo que comía y en qué cantidad. Rosa obedeció con la dulzura de siempre, y temblando a la sola idea de ingerir alimentos que le repugnaban, solicitó que no se la obligase a probarlos todos, sino aquellos que su naturaleza le indicase.

   Con la complicidad de Mariana, su infaltable escudero, logró intervenir en la cocina doméstica para aderezarse algo que tenía los exteriores de un pastel, pero que se integraba sólo con unos pedazos de pan y un manojo de hierbas: la intervención de algunas pasas en aquella torta singular no tenía más objeto que el de satisfacer y despistar las miradas maternas; y la falta de sal, así como la amargura de las hierbas que Rosa elegía, daban al pastel un sabor que, de probarlo, hubiese asombrado no poco a la excelente madre. Algunas veces, y a fin de variar el condimento, la virgen mezclaba cenizas a los hierbajos y mendrugos de su famoso pastel, de modo tal que, a su lado, el pan y el agua que Rosa prefería resultaban un manjar delicioso. Otra vez su madre le descubrió un vaso de hiel, e interrogada la niña sobre el uso que hacía de aquella substancia, confesó que también la utilizaba para sazonar sus comidas. Andando el tiempo Mariana refirió que Rosa bebía hiel en ayunas, el día que no comulgaba, y que mezclando hiel, cortezas de pan y lágrimas se hacía un alimento que llamaba “mis gazpachos”.

   Hay en América un vegetal muy curioso que nuestros indios llaman mburucuyá y nosotros pasionaria, el cual da una flor cuyos órganos interiores fingen admirablemente los instrumentos de la Pasión. La virgen limeña no podía menos que sentirse ganada por tan religioso vegetal; pero en lugar de comer su fruta, que es muy dulce, se alimentaba de sus tallos, que tienen un sabor amarguísimo. Por otra parte, bueno es decir que tal hierba o tal fruta sólo le sirvieron de estratagema para satisfacer la ansiedad de sus familiares hasta el día en que, convencidos de la violencia que con sus instancias le hacían, dejaron que Rosa dispusiera libremente de sus ayunos. Estos eran de dos clases, según la época litúrgica: durante siete meses del año, hasta la Pascua de Resurrección, sólo comía pan y agua en raciones que, siendo ínfimas en sí, Rosa iba disminuyendo gradualmente al llegar la Cuaresma, entrada la cual sólo se alimentaba con algunas pepitas de membrillo, cinco los viernes y rociadas con hiel. Su segunda forma de ayuno consistía en no comer absolutamente.

   Tanto en su celda como en casa de doña María de Usategui se le vió realizar los más extraordinarios ayunos. Doña María comenzó a enviarle a su celda ocho panecillos negros que habrían de constituir su alimento de toda la semana: ¡cuál no sería el asombro de aquella señora cuando vió que la niña, terminada la semana, le devolvía seis panes y medio que le habían sobrado! Más a delante se comprobó que con un pequeño pan y un vaso de agua la virgen había pasado cincuenta días; igual tiempo se pasó más tarde sin beber ni una sola gota de agua; y cuando llevada por la fiebre bebía, no tomaba el agua fresca del aljibe, lo cual habría sido imperdonable regalo, sino el agua caliente de la cocina, y a pequeños sorbos. Con estos sabores de la tierra iba ganándose Rosa los sabores del cielo.



“Vida de Santa Rosa de Lima” año 1945

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