Fuerte como la muerte
es el amor. Así como la muerte nos desprende de todos los bienes de la tierra,
de todas las riquezas, de todas las dignidades, de todos los parientes y
amigos, y de todos los deleites mundanos, así cuando reina en nuestros
corazones el amor divino, arranca de nosotros todo apego a los bienes de este
mundo. Por esto se ha visto a los Santos despojarse de cuanto les ofrecía el
mundo, renunciar las posesiones, las altas posiciones y todo lo que tenían, y
se han retirado s los desiertos o a los claustros para no pensar más que en
Dios.
El alma no puede existir sin amar al Criador
o a las criaturas. Examinad a un alma exenta de toda afección terrestre: la
encontraréis llena del amor divino. ¿Querernos
saber si somos de Dios? Preguntémonos
si estamos despegados de todas las cosas terrenas.
Se quejan algunos de que en los ejercicios
piadosos, en sus oraciones, en sus comuniones, en sus visitas al Santísimo Sacramento,
no encuentran a Dios. A estos es a quien Santa Teresa dice: Desprended vuestro corazón de las
criaturas, y después buscad a Dios, que ya le hallaréis.
No siempre encontrarán las dulzuras
espirituales que el Señor no da continuamente en esta vida a los que le aman, sino
sólo de cuando en cuando, a fin de aficionarlos a las inmensas dulzuras que les
tiene preparadas en el paraíso. Con todo, les deja saborear aquella paz
interior, que supera todos los placeres sensuales ¿Puede haber delicia mayor para un alma enamorada de Dios, que poder
exclamar con verdadero afecto: Mi Dios y mi todo? San Francisco de Asís
pasó una noche entera en un, éxtasis
celestial, y durante toda ella repetía de continuo: ¡Mi
Dios y mi todo!
Fuerte corno la muerte es el amor. Si
viésemos que algún moribundo se llevaba algo de acá abajo, eso sería señal de
que no estaba muerto: la muerte nos priva de todo. El que quiere ser, enteramente de Dios, lo debe abandonar todo; si
retiene algo, su amor al Señor será débil e imperfecto.
El
amor divino nos despoja de todo. Decía el Padre Segneri, el joven, gran siervo de Dios: El amor de
Dios es un ladroncillo simpático que nos despoja de todo lo terreno.
A otro siervo de Dios, que había repartido a
los pobres cuanto poseía, le fué preguntado, qué era lo que le había reducido
a tanta pobreza, y él, sacando el Evangelio
de su seno, respondió: Ved ahí lo que me ha despojado de todo.
En suma, Jesucristo quiere poseer nuestro
corazón por entero, y no quiere sociedad con nadie en esta posesión. Dice San Agustín, que el Senado romano no quiso decretar la
adoración de Jesucristo, porque decía que era un Dios orgulloso por cuanto
quería ser él solo el adorado. Y así es. Siendo él el único Señor nuestro,
justo es que él solo quiera ser amado y adorado por nosotros con puro amor. San Francisco de Sales dice, que el puro amor de Dios consume todo
lo que no es Dios. Así pues, cuando se alberga en nuestros corazones
cualquier afición o cosa que no es Dios ni por Dios, debemos ahuyentarla al
punto diciendo: ¡Fuera! no hay aquí lugar
para ti. En esto consiste aquella renuncia total que el Salvador tanto nos
recomienda si queremos ser suyos del todo. Total, es decir, de todas las cosas
y especialmente de parientes y de amigos.
¡Cuántos por agradar a los hombres dejan de hacerse
santos! David dice, que
los que se esmeran en agradar a los hombres son despreciados de Dios.
Pero sobre todo debemos renunciar a nosotros mismos,
domando el amor propio. Maldito amor propio que
quiere entrometerse en todo, aun en nuestras obras más santas, poniéndonos
delante la propia gloria el propio gusto.
¡Cuántos
predicadores pierden por esto todos sus trabajos! Muchas veces, aun en la oración, en la lectura espiritual el en la
Sagrada Comunión, se introduce algún fin no puro, como hacerse ver, o sentir dulzuras
espirituales.
Debemos, pues, dedicar todo nuestro esmero a
domar este enemigo, que nos hace perder las mejores obras, Debemos privarnos,
cuanto nos sea dable, de todo lo que más nos agrada: privarnos de aquel
pasatiempo: servir al hombre ingrato, precisamente porque nos es ingrato: tomar
aquella medicina amarga, precisamente porque es amarga.
El amor propio quiere que creamos que no es
buena una cosa sino cuando él se halla satisfecho. Pero el que quiere ser todo
de Dios, es menester que cuando se trata de alguna cosa de su gusto, se haga
fuerza y diga siempre: Piérdase todo y dese gusto a Dios.
Por otra parte nadie está más contento en el
mundo que quien desprecia todos los bienes del mundo: el que más se despoja de
tales bienes, resulta más rico de gracias divinas.
Asi sabe el Señor premiar
a sus fieles amantes. ¡Dios mío! Vos
conocéis mi debilidad: habéis
prometido socorrer a los que ponen
toda su confianza en vos. Señor, yo
os amo, confió en vos: dadme fuerzas y hacedme todo vuestro.
También espero en vos, ¡oh Virgen María! mi
dulce protectora.
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