¡Ho! ¡Cuán grande es la
locura de los que se niegan a someterse a la voluntad de Dios! No pueden
evitar por esto el sufrimiento, puesto que nadie puede impedir la ejecución de
los divinos decretos. ¿Qué digo?
Sufren no sólo sin provecho, sino también aumentando las penas que en la otra
vida tienen reservadas, y la inquietud que en ésta les tortura. Grite cuanto
quiera un enfermo en sus dolores, murmure contra la Providencia un pobre en la
miseria, déjese llevar por el furor, blasfeme cuanto le plazca, ¿qué puede sucederle más que un
recrudecimiento en su mal? Débil mortal, exclama San Agustín, ¿qué
buscas fuera de Dios? Cuida de encontrarle, únete a Él, abraza su santa
voluntad y serás siempre dichoso en ésta y la otra vida.
Y, después de todo,
¿acaso no quiere Dios más que nuestro bien? ¿Podemos hallar un amigo que nos
estime más que Dios? Todo lo que quiere es que nadie se pierda, es que
todos se salven y se santifiquen. Dios tiene puesta su gloria en nuestra
felicidad, porque es la bondad misma por su Naturaleza, como dice San León: Deus cujus natura
bonitas; (Dios bondad por
naturaleza) y, siendo la bondad esencialmente comunicativa, Dios tiene un
deseo extremo de hacer a las almas partícipes de sus bienes y de su felicidad.
Si en esta vida nos envía tribulaciones, es todo en nuestro provecho.
Asegúranos la virtuosa Judit que las mismas calamidades con que el Señor nos
castiga no vienen a afligirnos para perdernos, sino para corregirnos y
salvarnos. Con el objeto de preservarnos de los males eternos, nos es necesario
un escudo de su buena voluntad. No tan siquiera anhela nuestra salvación, sino
que también se ocupa de ella con paternal solicitud. Y, como dice San Pablo, ¿qué podría rehusarnos ese Dios que nos ha
dado su propio Hijo?
Ya que todas las disposiciones de la Providencia se cifran en
nuestro bien, ¡con cuánto motivo no debemos abandonarnos a ellas! En todos los
acontecimientos de la vida digamos siempre: En paz dormiré, Señor, porque
habéis fortalecido mi esperanza (Ps.,
IV, 9-10.) Confiémonos a sus manos por completo, y cuidará de nosotros: No
pensemos más que en Dios, ni busquemos más que cumplir su santa voluntad, y El
pensará en nosotros, y hará nuestra ventura. Un día dijo el Señor a Santa Catalina de Sena: “Hija mía, piensa en Mí, y sin cesar pensaré
Yo en ti”. Repitamos a menudo con la Esposa del Cantar de los Cantares: Mí amado Bien piensa en lo que me es
provechoso, y yo no quiero pensar más que en agradarle y conformarme
enteramente con su divina voluntad.
“Nosotros, decía el santo abate Nilo, no
debemos pedir a Dios que haga lo que queramos, sino hacer lo que Él quiera.” (De
oral., c. 29.) Cuando algo desagradable nos suceda, recibámoslo de la mano
de Dios, más que con paciencia con alegría, a imitación de los Apóstoles, que
se creían felices con sólo poder sufrir por el Santo Nombre de Jesús. (Act., v, 41.)
¿Puede acaso ser un alma más dichosa que al
sufrir una pena cualquiera, sabiendo bien que, al aceptarla de buen grado,
rinde a Dios el mayor de los placeres que pueden procurársele?
Enseñan los maestros
de la vida espiritual que Dios agradece todo deseo de sufrir por serle grato;
prefiere, no obstante, las almas que se abstienen de pedir venturas y penas,
pero que, sometidas por entero a su santa voluntad, no tienen más deseo que el de
cumplirla en todo.
Si pues, alma fiel,
quieres hacerte verdaderamente agradable a Dios, y llevar en este suelo una
vida feliz, mantente siempre y en todo unida a su santa voluntad. Piensa que
nunca caerás en pecado, sino alejándote de la voluntad divina. Únete en
adelante únicamente a los deseos del Señor, y no dejes de decir en todos
tiempos y circunstancias: Sí, Dios mío; aunque así sea, éste es vuestro gusto.
Si te aflige algún suceso desagradable, recuerda que todo procede de Dios, por
lo que no dejes de exclamar al instante: Así lo quiere Dios; y entra en
tranquilidad repitiendo con el Rey Profeta: ¡Señor! Así lo habéis querido: de vuestra mano lo acepto sin
quejarme.
— Todos tus pensamientos y oraciones a este
mismo objeto deben ir dirigidos; es decir, en la meditación, la comunión, la
visita al Santísimo Sacramento, no debes descuidar nunca el pedir a Dios la
gracia de cumplir su voluntad. No dejes de ofrecerte al Señor diciéndole: ¡Oh
Dios mío! Vedme aquí: haced lo que de mí queráis. —
En esto consistía el
continuado ejercicio de Santa Teresa,
la cual ofrecíase al Señor, lo menos cinco veces al día, rogándole dispusiese
de ella como mejor le pluguiera.
¡Oh, cuan feliz serás, querido lector,
obrando siempre de este modo!
No dudes que alcanzarás la santificación, que
transcurrirá tu vida en paz, y que obtendrás una buena muerte.
Cuando sale un
mortal de este mundo, toda la esperanza de salvación que pueda concebir debe
fundarse en la resignación que atestigüe en la hora de su muerte. Si, durante
la vida, lo recibes todo como proveniente de Dios, de igual modo aceptarás la
muerte conformándote con su divina voluntad, y tu salvación será segura.
Abandonémonos, pues,
sin reserva al gusto del Señor: como es infinitamente sabio, mejor que nosotros
sabe bien lo que nos conviene; y como DIOS ama hasta el punto de haber dado su
vida por nosotros, no puede querer más que nuestro mayor bien. “Persuadámonos, dice San Basilio,
que Dios se cuida más de nuestra ventura de lo que nosotros mismos podríamos
hacerlo y desearlo.”
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