Desdichado serás donde
estuvieres y a donde fueres, si a Dios no te convirtieres.
¿Por
qué te inquietas cuando las cosas no te salen como querías y tenías proyectado?
¿Hay
acaso persona a quien le salga todo al deseo? No, ni a mí, ni a ti, ni a
hombre alguno sobre la tierra.
No hay hombre en este mundo que esté libre
de angustias y pesares, aunque sea rey o
papa.
¿Quién es el que lo pasa mejor?
Sin duda quien es capaz de sufrir algo por Dios.
Dicen muchos de alma débil y enfermiza: “Mira qué buena
vida se da ese señor, qué rico, grande y poderoso es, y qué encumbrado está.” Pero, si consideras las cosas celestiales, verás
que comparadas con ellas nada valen las del mundo, porque son muy inseguras, y
más que felicidad, inquietud es lo que causan, porque sin temor y zozobra no se
pueden poseer.
No
consiste la felicidad del hombre en la abundancia de bienes temporales; bástale
lo suficiente.
Verdadera desdicha es vivir sobre la tierra.
Cuanto
más espiritual quiere ser el hombre, tanto más amarga se le hace la presente
vida, porque ve más claramente y siente más agudamente las miserias de la
humana corrupción.
Porque el comer y beber, el dormir y estar
despierto, el trabajar y descansar, en una palabra, el estar sujeto a las
necesidades corporales, es en verdad una gran desdicha y pena para los hombres
espirituales, quienes querrían estar desembarazados de ellas y libres de todo
pecado.
Al hombre espiritual mucho le pesan las
necesidades de la vida. Por eso, para librarse de ellas, pide fervorosamente el
profeta: “Líbrame, Señor, de mis
necesidades” (Sal 24, 17).
¡Ay
de los que no ven su miseria, y más todavía de los que, conociéndola, viven
apegados a esta vida miserable y mortal!
Pues hay algunos tan tenazmente apegados a
ella, aunque consigan apenas lo necesario trabajando o pidiendo limosna, que si
eternamente en el mundo vivir pudieran, del reino de Dios ningún caso hicieran.
¡Oh
insensatos, paganos de corazón, que tan profundamente sumergidos en las cosas
terrenales yacen, que sólo en las cosas de la carne piensan! Mas al fin de
la vida verán con dolor, los infelices, qué vil, nada en realidad, fue lo que
tanto amaron.
Mientras
que los santos y todos los fieles amigos de Cristo no han buscado lo que a la
carne acaricia, ni lo que en el mundo resplandece: todos sus anhelos, toda su
esperanza, en los bienes eternos concentraban.
Todo el ardor de su corazón hacia lo
celestial, hacia lo invisible y eterno suspiraba para que el amor de lo
sensible hacia la tierra no los arrastrase.
No pierdas, hermano mío, la esperanza de
adelantar en la virtud: aún tienes tiempo y oportunidad.
¿Por
qué quieres dejar tu propósito para mañana? Levántate ahora mismo y
empieza, diciendo: “Éste es el tiempo de
trabajar, éste es el tiempo de luchar, éste es el tiempo oportuno para
enmendarme.”
Cuando sufras y estés afligido, entonces es tiempo de
merecer.
Tienes que pasar por agua y fuego para llegar al descanso
(cf. Sal 65, 12).
Si no te haces violencia, no triunfarás de los vicios.
Mientras carguemos con este frágil cuerpo,
no podremos vernos libres de pecado, ni vivir sin dolor y hastío.
Ya quisiéramos descansar de nuestras penas y
dolores; mas, como por el pecado perdimos la inocencia, también perdimos la
felicidad verdadera. Así que tengamos
paciencia y esperemos en la misericordia de Dios, hasta que pasen estas
miserias, y la vida mortal en inmortal se transforme (cf. Sal 56, 2; 2 Cor
5,4).
¡Ay,
cuán grande es la fragilidad humana, siempre tan inclinada al mal!
¿Confiesas hoy tus pecados?
Mañana vuelves a caer en ellos.
¿Te propones guardarte?
A la hora ya obras como si nada te hubieses propuesto.
Justamente, pues, debemos humillarnos y
tenernos siempre en poca estima, pues tan frágiles y mudables somos.
¡En corto tiempo se puede perder por
negligencia lo que al cabo de mucho tiempo apenas se ganó con la gracia. ¿Qué
será de nosotros al fin, cuando tan al principio nos entibiamos? ¡Ay de
nosotros que queremos echarnos a descansar como si ya estuviésemos en paz y
seguridad, cuando en nuestra vida no se ven todavía trazas de perfección
verdadera!
¡Cuánto
necesitaríamos que otra vez nos formasen en santas costumbres, como se hace con
los buenos novicios, por si acaso hubiera alguna esperanza de enmienda y
progreso espiritual para el futuro!
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”
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