Cristo. Hijo mío,
observa atentamente los movimientos de
la naturaleza y de la gracia; pues, aunque diametralmente opuestos, son a
veces tan fáciles de confundir, que apenas
hombres iluminados interiormente y espirituales los distinguen.
Todos
quieren el bien, y tanto en lo que dicen como en lo que hacen algún bien
intentan. Por eso, la apariencia del bien a muchos engaña. La naturaleza es
astuta; a muchos atrae, seduce, cautiva; ella es siempre su propio fin.
La
gracia es sencilla; huye aun de las apariencias del mal; no intenta seducir;
como único fin de todos sus actos se propone a Dios, en quien descansa como en
su fin.
La naturaleza
no quiere mortificarse, ni reprimirse, ni vencerse, ni obedecer, ni someterse
voluntariamente.
La gracia se esfuerza por
mortificarse, resiste a las inclinaciones sensuales, quiere sujetarse, desea
vencerse y no quiere hacer uso de su libertad; le gusta vivir sujeta a la
obediencia, y no quiere mandar a nadie, sino vivir, estar y permanecer siempre
sujeta a Dios, y por Él está dispuesta a inclinarse humildemente ante todos los
hombres.
La naturaleza
trabaja por su propio interés, y calcula siempre la ganancia que de otros puede
obtener; la gracia atiende al
provecho común antes que a la propia utilidad y ventaja.
A la naturaleza
le gusta que la honren y reverencien; la
gracia atribuye fielmente a Dios toda honra y toda gloria.
La naturaleza
teme las humillaciones y los desprecios; la
gracia goza “de sufrir afrentas por el nombre de Jesús” (Act 5, 41).
A la naturaleza le
gusta la ociosidad y el descanso corporal; la
gracia no puede estar ociosa, y con gusto se dedica al trabajo.
La naturaleza
procura tener cosas bonitas y curiosas, y detesta lo tosco y ordinario; la gracia se complace en lo humilde y
sencillo, no desdeña la ropa burda, ni aun se niega a vestirse de harapos.
La naturaleza
a lo temporal atiende, se regocija del lucro material; si pierde, se
entristece; de una palabrita descortés se irrita.
La
gracia atiende a lo eterno, a lo temporal no se apega, no pierde la
tranquilidad cuando pierde, ni la exaspera el lenguaje duro, porque allá
arriba, donde nada se pierde, allá en el cielo, ha puesto su tesoro y su
alegría.
La
naturaleza es codiciosa, más le gusta recibir que dar, quiere tener cosas
personales y propias.
La gracia es compasiva y generosa, huye de
singularidades, con poco se contenta, “más
placer encuentra en dar que en recibir” (Act 20, 35).
La
naturaleza inclina a las criaturas a la carne, a las vanidades, a andar de
acá para allá; la gracia atrae hacia
Dios y la virtud; renuncia a las criaturas, huye del mundo, odia los deseos
carnales, sale poco, de aparecer en público se ruboriza.
A la
naturaleza le gusta tener consolaciones externas que le causen deleite
sensible; la gracia sólo en Dios
busca su consuelo y, sobre todo lo sensible, pone sus delicias en el sumo Bien.
La
naturaleza todo lo hace por su propio interés y comodidad; nada puede hacer
de balde; a cambio de sus beneficios espera recibir igual es o mayores, o al
menos alabanza y favor; y quiere que se ponderen mucho sus dádivas y servicios;
la gracia no busca ninguna cosa
temporal, ni pide por lo que hace otra recompensa sino a Dios solo, y de las
cosas temporales necesarias quiere solamente las que puedan servirle para
adquirir las eternas.
La naturaleza se goza de tener muchos
parientes, muchos amigos; se ufana de su linaje y nobleza; a los poderosos
sonríe, a los ricos adula, aplaude a los que son del mismo modo; la gracia ama a sus mismos enemigos, no
se envanece del gran número de sus amigos, ninguna importancia concede al
linaje, ni al lugar del nacimiento, si no hubo allí mayor virtud; más favorece
al pobre que al rico, más se compadece del inocente que del prepotente,
congenia con el sincero, no con el embustero; anima siempre a los buenos a aspirar a gracias más sublimes (1 Cor 12,
31) y a conformarse, por sus virtudes, al Hijo de Dios.
La naturaleza
pronto se queja de molestias y privaciones; la gracia sufre la pobreza con
resignación.
La naturaleza
se mira como el centro de todas las cosas, lucha y litiga en su propia defensa;
la gracia reduce todas las cosas a
Dios, de quien como fuente manan; no se atribuye ningún bien, ni es arrogante o
presuntuosa; no porfía ni prefiere su opinión a otras, sino que somete
humildemente todas sus opiniones y juicios al juicio de Dios y a la eterna
sabiduría.
La naturaleza desea saber secretos y oír noticias; le gusta
manifestarse al exterior y ver, observar y experimentar muchas cosas con sus
sentidos; desea ser conocida y hacer cosas que la gente admira y aplaude; la
gracia no se interesa oír saber noticias o ver curiosidades;
porque tal deseo viene de la original corrupción de la naturaleza, ya que no
existe sobre la tierra nada nuevo ni permanente. Así enseña a guardar los
sentidos, a huir de la vana complacencia y ostentación, a esconder bajo la capa
de la humildad lo que de veras es admirable y laudable, y a procurar que de
todas las cosas y de todos los conocimientos resulte la gloria y honra de Dios,
y el provecho propio y del prójimo. Y no quiere que se hagan elogios suyos o de
lo suyo; antes desea que a Dios se bendiga por todos sus dones, pues nos lo da
todo por pura bondad.
Esta gracia es una luz sobrenatural, un don
especial de Dios, el sello que distingue a los elegidos; es prenda de salvación
eterna, que de la tierra levanta al hombre para que ame al cielo, y de carnal
lo transforma en espiritual.
Así,
cuanto más se reprime a la naturaleza y se la vence, tanta mayor gracia se le
infunde, y a cada nueva visita de la gracia, el hombre interior se reforma
diariamente para hacerse más y más semejante a Dios.
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”
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