Aclaración: El
título de este artículo no corresponde a la obra homónima escrita por el mismo
autor.
Está establecido que los hombres mueran una sola vez
(Hebreos. IX 27): La muerte es cierta. Por el contrario, es
incierto el tiempo y el modo de nuestra muerte. Por eso nos exhorta Jesucristo diciendo: Estad preparados,
porque a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre (Lucas XII 40).
Dice, estad preparados,
y así no creemos bastante para salvarnos el prepararnos para la muerte cuando
llega ésta, sino que es menester que entonces nos encontremos dispuestos a abrazarla
de aquel modo y con aquellas circunstancias con que nos acaecerá. Por eso
conviene que una vez al mes, cuando menos, se repitan los siguientes actos: ¡Oh Dios mío!
Pronto estoy a recibir la muerte que me destinareis. Yo la acepto desde ahora y
sacrifico mi vida en honor de vuestra Majestad y también en penitencia de mis
pecados, conformándome con que esta carne mía por cuyo contentamiento tanto os
ofendí, sea devorada por los gusanos y reducida a polvo.
¡Jesús
mío! el dolor y la agonía de mis últimos instantes los uno a los dolores y agonía
que sufristeis en vuestra muerte. Yo
acepto la muerte con todas las circunstancias que vos queráis. Acepto el
tiempo; de aquí a muchos años, o en breve: acepto el modo con que llegará, en
la cama, o fuera de ella: presentida o imprevista, con enfermedad más o menos
dolorosa, como a vos os plazca: me someto en todo a, vuestra santa voluntad.
Dadme fuerza para soportarlo todo con paciencia.
¿Que podré yo dar al Señor en testimonio de
reconocimiento por cuanto de él he recibido? Os doy gracias,
Señor, primeramente por el don de la fe: declaro que deseo morir hijo de la
Santa Iglesia Católica. Os doy gracias por no haber ordenado mi muerte cuando
estaba en pecado mortal, y por haberme perdonado tantas veces con tanta
misericordia. Os las doy también por las luces y las gracias con que os
habéis dignado llamarme a vuestro amor. Os ruego que en la hora de mi muerte me
concedáis recibir el santo Viático, a fin de que unido a vos comparezca delante
de vuestro tribunal.
No soy yo merecedor de escuchar de vuestra
boca: Muy bien, siervo bueno y fiel;
porque fuiste fiel en lo poco, te pondré sobre lo mucho, entra en el gozo de tu
Señor (Mateo XXV 21). No lo merezco, Jesús mío, porque en ninguna cosa he
sido perfectamente fiel; pero vuestra muerte me infunde esperanza de que seré
admitido en el cielo, para amaros allí eternamente y de todo corazón.
¡Oh amor mío crucificado, tened piedad de mí!
Miradme con aquel amor con que me mirasteis desde la cruz al morir por mí. No te acuerdes,
Señor, de los delitos de mi juventud ni de mis ignorancias. Los
pecados me asustan, pero la cruz en que os contemplo clavado por mi amor me
infunde esperanza: He aquí el leño de la cruz, del cual pende la salud del
mundo. Deseo concluir mis días para poner fin a mis pecados antes de
morir. Perdonadme las ofensas que os he hecho, perdonadme por vuestra sangre: ¡Oh sangre del Inocente, lava las manchas
del arrepentido!
Jesús mío, yo abrazo vuestra cruz, y beso
las llagas de vuestros pies, en donde deseo exhalar el alma. ¡Oh! ¡No me abandonéis en mis últimos instantes! Te rogamos que auxilies a tus siervos, ya que los redimiste con tu
preciosa sangre.
Os amo de todo corazón, os amo más que a mí
mismo, y me arrepiento con toda mi alma de haberos despreciado hasta ahora.
Señor, yo estaba perdido, pero vuestra bondad infinita me ha arrancado de las
cosas de este mundo: recibid, pues, mi alma desde ahora para aquel momento en que
deberá salir de este mundo. Yo exclamaré con Santa Águeda: Señor, que me apartaste del amor del mundo,
recibe mi alma. En tí, Señor, deposité mi confianza, no sea yo confundido para
siempre, pues tú me redimiste, Señor, Dios de verdad.
Virgen Santa,
socorredme en la hora de la muerte: Santa María, madre de Dios, ruega por mí,
pecador, ahora y en la hora de mi muerte; en tí, Señora, puse mi confianza, no
sea yo confundido para siempre. Señor San José,
mi protector, obtenedme una santa muerte. Ángel mío de mi guarda,
Arcángel San Miguel, defendedme del demonio en el último combate. Y
vosotros, Santos del paraíso, vosotros, ¡oh defensores míos! Socorredme en
aquel extremo. Jesús. María y José, téngalos yo a mi lado en la hora de mi
muerte.
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