El discípulo. ¡Oh, morada felicísima de la ciudad
celestial! ¡Oh, esplendoroso día de la eternidad, que la noche con sus
tinieblas jamás obscurece, que la Verdad suprema siempre con sus rayos ilumina!
¡Oh día siempre alegre, sereno siempre, en que jamás hay cambios ni vicisitudes
de la fortuna!
¡Ojalá
que ese día ya hubiese amanecido y que todo lo temporal ya se hubiese acabado!
Para los santos ya brilla con sus eternos
resplandores; más a los que aún en esta vida peregrinan, apenas les llegan
lejanos y pálidos rayos cual a través de ahumado cristal.
Gozan
los moradores del cielo las dulzuras de aquella vida; gimen los desterrados
hijos de Eva por las grandes tristezas y amarguras de ésta. Los días de esta
vida son pocos y tristes, llenos de angustia y de dolor; en ellos, el hombre de
muchos pecados se mancha, muchas pasiones lo tiranizan, muchos temores le
angustian, muchos cuidados le preocupan, muchas cosas curiosas lo distraen,
muchas vanidades lo fascinan, muchos errores le rodean, muchas fatigas
quebrantan sus fuerzas; lo persiguen las tentaciones, lo enervan los placeres,
la miseria lo atormenta.
¡Ay!
¿Cuándo se acabarán por fin tantos males? ¿Cuándo me veré libre de la dura
servidumbre de los vicios? ¿Cuándo pensaré sólo en ti, Señor? ¿Cuándo serás
toda mi felicidad? ¿Cuándo gozaré de verdadera y entera libertad, sin ninguna
pesadumbre ni en el alma ni en el cuerpo? ¿Cuándo habrá paz firme, imperturbable,
libre de temores; paz interior y exterior, paz de todos lados estable?
¡Oh, amable Jesús! ¿Cuándo llegaré a verte?
¿Cuándo contemplaré la gloria de tu reino? ¿Cuándo lo serás todo en todas las
cosas para mí? ¡Oh! ¿Cuándo estaré contigo en tu reino, que desde toda la
eternidad para tus elegidos preparaste?
Desterrado y pobre, estoy abandonado en
tierra enemiga, donde todos los días se combate y las mayores desgracias nos
suceden.
Consuélame en este destierro y alivia mi
dolor, porque todos mis suspiros se elevan hacia ti.
Cuanto consuelo me ofrece el mundo, para mí
no es más que amargura. Quiero unirme a ti con toda mi alma y gozarte, mas no
puedo abrazarte.
Deseo
vivir absorto en las cosas celestiales; más las cosas mundanales y mis pasiones
inmortificadas me arrastran hacia la tierra. Con el espíritu quiero señorear
sobre todas las cosas; con la carne me veo forzado a servirlas.
Así yo,
¡infeliz de mí!, vivo en eterna lucha contra mí, y “para mí mismo soy pesado”
(Job 7, 20): porque el espíritu quiere subir, y la carne, bajar.
¡Ay,
cuánto sufre mi alma cuando en la oración una chusma de pensamientos carnales
me asalta mientras la inteligencia contempla las cosas celestiales!
Dios mío, de mí no te alejes ni “en tu ira le vuelvas a tu siervo la
espalda” (Sal 26, 9).
Enciende tu relámpago y disipa esas imágenes
sensuales; dispara tus flechas y haz que se espanten todas esas diabólicas
fantasías. Recoge en ti mis sentidos. Haz que olvide todo lo del mundo, y que
deteste pronto y rechace esas imágenes de pecado.
Sosténme, Verdad eterna, para que ninguna
vanidad me haga flaquear.
Ven, suavidad celeste; que huya de ti toda
impureza.
Perdóname, clemente y misericordioso, todas
las veces que orando me distraigo pensando en lo que no eres tú.
Pues sinceramente confieso que habitualmente
me distraigo mucho. Muchas veces no estoy donde corporalmente estoy parado o
sentado, sino donde la imaginación me ha llevado.
Dónde está mi pensamiento allí estoy yo. Y
donde está el objeto de mi amor también allí suele estar mi pensamiento.
Pronto se me ocurre lo que por naturaleza o
por hábito me deleita.
Por
eso, Verdad eterna, claro nos dijiste: “Donde está tu tesoro allí está tu
corazón” (Mt 6, 21).
Si amo al mundo, me alegro de la prosperidad
mundana, de sus infortunios me entristezco.
Si amo a la carne, suelo imaginarme lo
carnal.
Si amo al espíritu, me deleito pensando en
lo espiritual. De lo que amo quiero hablar y cuando a casa vuelvo, esos
pensamientos traigo conmigo.
Mas dichoso el hombre, Señor, que por tu
amor renuncia a toda cosa creada, que a la naturaleza hace violencia y que los
deseos de la carne con el fervor del espíritu crucifica, para ofrecerte oración
pura con tranquila conciencia, y merecer hallarse entre los coros de los
ángeles, excluyendo de dentro y fuera de sí todo lo de la tierra.
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”
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