jueves, 13 de julio de 2017

EL DÍA ETERNO Y LAS MISERIAS DE ESTA VIDA – Por el Beato Tomás de Kempis.






El discípulo. ¡Oh, morada felicísima de la ciudad celestial! ¡Oh, esplendoroso día de la eternidad, que la noche con sus tinieblas jamás obscurece, que la Verdad suprema siempre con sus rayos ilumina! ¡Oh día siempre alegre, sereno siempre, en que jamás hay cambios ni vicisitudes de la fortuna!

   ¡Ojalá que ese día ya hubiese amanecido y que todo lo temporal ya se hubiese acabado!

   Para los santos ya brilla con sus eternos resplandores; más a los que aún en esta vida peregrinan, apenas les llegan lejanos y pálidos rayos cual a través de ahumado cristal.

   Gozan los moradores del cielo las dulzuras de aquella vida; gimen los desterrados hijos de Eva por las grandes tristezas y amarguras de ésta. Los días de esta vida son pocos y tristes, llenos de angustia y de dolor; en ellos, el hombre de muchos pecados se mancha, muchas pasiones lo tiranizan, muchos temores le angustian, muchos cuidados le preocupan, muchas cosas curiosas lo distraen, muchas vanidades lo fascinan, muchos errores le rodean, muchas fatigas quebrantan sus fuerzas; lo persiguen las tentaciones, lo enervan los placeres, la miseria lo atormenta.

   ¡Ay! ¿Cuándo se acabarán por fin tantos males? ¿Cuándo me veré libre de la dura servidumbre de los vicios? ¿Cuándo pensaré sólo en ti, Señor? ¿Cuándo serás toda mi felicidad? ¿Cuándo gozaré de verdadera y entera libertad, sin ninguna pesadumbre ni en el alma ni en el cuerpo? ¿Cuándo habrá paz firme, imperturbable, libre de temores; paz interior y exterior, paz de todos lados estable?

   ¡Oh, amable Jesús! ¿Cuándo llegaré a verte? ¿Cuándo contemplaré la gloria de tu reino? ¿Cuándo lo serás todo en todas las cosas para mí? ¡Oh! ¿Cuándo estaré contigo en tu reino, que desde toda la eternidad para tus elegidos preparaste?


   Desterrado y pobre, estoy abandonado en tierra enemiga, donde todos los días se combate y las mayores desgracias nos suceden.

   Consuélame en este destierro y alivia mi dolor, porque todos mis suspiros se elevan hacia ti.

   Cuanto consuelo me ofrece el mundo, para mí no es más que amargura. Quiero unirme a ti con toda mi alma y gozarte, mas no puedo abrazarte.

   Deseo vivir absorto en las cosas celestiales; más las cosas mundanales y mis pasiones inmortificadas me arrastran hacia la tierra. Con el espíritu quiero señorear sobre todas las cosas; con la carne me veo forzado a servirlas.

   Así yo, ¡infeliz de mí!, vivo en eterna lucha contra mí, y “para mí mismo soy pesado” (Job 7, 20): porque el espíritu quiere subir, y la carne, bajar.


   ¡Ay, cuánto sufre mi alma cuando en la oración una chusma de pensamientos carnales me asalta mientras la inteligencia contempla las cosas celestiales!

   Dios mío, de mí no te alejes ni “en tu ira le vuelvas a tu siervo la espalda” (Sal 26, 9).

   Enciende tu relámpago y disipa esas imágenes sensuales; dispara tus flechas y haz que se espanten todas esas diabólicas fantasías. Recoge en ti mis sentidos. Haz que olvide todo lo del mundo, y que deteste pronto y rechace esas imágenes de pecado.

   Sosténme, Verdad eterna, para que ninguna vanidad me haga flaquear.

   Ven, suavidad celeste; que huya de ti toda impureza.

   Perdóname, clemente y misericordioso, todas las veces que orando me distraigo pensando en lo que no eres tú.

   Pues sinceramente confieso que habitualmente me distraigo mucho. Muchas veces no estoy donde corporalmente estoy parado o sentado, sino donde la imaginación me ha llevado.

   Dónde está mi pensamiento allí estoy yo. Y donde está el objeto de mi amor también allí suele estar mi pensamiento.

   Pronto se me ocurre lo que por naturaleza o por hábito me deleita.

   Por eso, Verdad eterna, claro nos dijiste: “Donde está tu tesoro allí está tu corazón” (Mt 6, 21).

   Si amo al mundo, me alegro de la prosperidad mundana, de sus infortunios me entristezco.

   Si amo a la carne, suelo imaginarme lo carnal.

   Si amo al espíritu, me deleito pensando en lo espiritual. De lo que amo quiero hablar y cuando a casa vuelvo, esos pensamientos traigo conmigo.

   Mas dichoso el hombre, Señor, que por tu amor renuncia a toda cosa creada, que a la naturaleza hace violencia y que los deseos de la carne con el fervor del espíritu crucifica, para ofrecerte oración pura con tranquila conciencia, y merecer hallarse entre los coros de los ángeles, excluyendo de dentro y fuera de sí todo lo de la tierra.



“LA IMITACIÓN DE CRISTO”

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