La
esclavitud del rico.
El rico es esclavo, expuesto como está a que
se lo mate y blanco de todo el que lo quiera dañar; pero el que nada tiene, no
tiene por qué temer una confiscación o la condenación de un tribunal. Si la
pobreza quitara la libertad de palabra, no hubiera Cristo enviado pobres a sus
discípulos para una misión que la exigía tan grande. Y es que el pobre es
realmente muy fuerte, pues no tiene por dónde se lo dañe o se le haga mal. El
rico, en cambio, es vulnerable por todos los costados. Es como quien llevara
arrastrando muchas y largas cuerdas, que podrían ser asidas por cualquiera,
mientras al desnudo no habría por dónde echarle mano. Así sucede aquí con el
rico. Sus esclavos, su oro, sus campos, sus negocios infinitos, sus mil
preocupaciones y percances y trances forzosos, son otros tantos asideros para
todo el mundo. (Homilía XVIII, 2 y 3 – PG 63,136-8.)
La
libertad del pobre.
Nadie piense, pues, que la pobreza es motivo
de ignominia. Si va acompañada de la virtud, toda la riqueza del mundo es, a su
lado, un puñado de barro o de paja. Persigámosla, pues, si queremos entrar en
el Reino de los Cielos. “Vende—nos
dice el Señor— lo que tienes y dadlo a los pobres, y tendrás un tesoro en el
cielo” (Mt 19, 21). Y añade: “Difícil
es que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mt 19, 23). Ya veis
cómo, de no tenerla, hay que procurársela uno mismo. ¡Gran bien es la pobreza!
Es mano que nos introduce en el camino que lleva al cielo, es unción de
atletas, magno y admirable ejercicio, puerto de bonanza.
“SERMONES”
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