GREGORIO. – ¿Quién habrá, Pedro, en esta vida más grande que San Pablo? Y sin embargo tres veces rogó al Señor que le librara del aguijón de la carne (2Co 12,8) y no pudo alcanzar lo que deseaba. Por eso, es preciso que te cuente del venerable abad Benito cómo deseó algo y no pudo obtenerlo. En efecto, una hermana suya, llamada Escolástica, consagrada a Dios todopoderoso desde su infancia, acostumbraba a visitarle una vez al año. Para verla, el hombre de Dios descendía a una posesión del monasterio, situada no lejos de la puerta del mismo. Un día vino como de costumbre y su venerable hermano bajó donde ella, acompañado de algunos de sus discípulos. Pasaron todo el día ocupados en la alabanza divina y en santos coloquios, y al acercarse las tinieblas de la noche tomaron juntos la refección. Estando aún sentados a la mesa entretenidos en santos coloquios, y siendo ya la hora muy avanzada, dicha religiosa hermana suya le rogó: “Te suplico que no me dejes esta noche, para que podamos hablar hasta mañana de los goces de la vida celestial”. A lo que él respondió: “¡Qué es lo que dices, hermana! En modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio”.
Estaba entonces el cielo tan despejado que
no se veía en él ni una sola nube. Pero la religiosa mujer, al oír la negativa
de su hermano, juntó las manos sobre la mesa con los dedos entrelazados y apoyó
en ellas la cabeza para orar a Dios todopoderoso. Cuando levantó la cabeza de
la mesa, era tanta la violencia de los relámpagos y truenos y la inundación de
la lluvia, que ni el venerable Benito ni los monjes que con él estaban pudieron
trasponer el umbral del lugar donde estaban sentados. En efecto, la religiosa mujer, mientras tenía
la cabeza apoyada en las manos había derramado sobre la mesa tal río de
lágrimas, que trocaron en lluvia la serenidad del cielo. Y no tardó en seguir a
la oración la inundación del agua, sino que de tal manera fueron simultáneas la
oración y la copiosa lluvia, que cuando fue a levantar la cabeza de la mesa se
oyó el estallido del trueno y lo mismo fue levantarla que caer al momento la
lluvia. Entonces, viendo el hombre de Dios, que en medio de tantos relámpagos y
truenos y de aquella lluvia torrencial no le era posible regresar al
monasterio, entristecido, empezó a quejarse diciendo: “¡Que
Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué es lo que has hecho?”. A lo
que Santa Escolástica respondió: “Te
lo supliqué y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y él me ha oído. Ahora,
sal si puedes. Déjame y regresa al monasterio”. Pero no pudiendo salir
fuera de la estancia, hubo de quedarse a la fuerza, ya que no había querido
permanecer con ella de buena gana. Y así fue cómo pasaron toda la noche en
vela, saciándose mutuamente con coloquios sobre la vida espiritual.
Por eso te dije, que quiso algo que no pudo
alcanzar. Porque si bien nos fijamos en el pensamiento del venerable varón, no
hay duda que deseaba se mantuviera el cielo despejado como cuando había bajado
del monasterio, pero contra lo que deseaba se
hizo el milagro, por el poder de Dios todopoderoso y gracias al corazón de
aquella santa mujer. Y no es de
maravillar que, en esta ocasión, aquella mujer que deseaba ver a su hermano
pudiese más que él, porque según la sentencia de San
Juan: Dios
es amor (1Jn 4,16), y
con razón pudo más la que amó más (Lc
7,47) 53.
PEDRO.
– Ciertamente,
me gusta mucho lo que dices.
“VIDA
DE SAN BENITO por SAN GREGORIO MAGNO”
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