jueves, 1 de febrero de 2024

EL ARTE DE APROVECHAR NUESTRAS FALTAS SEGÚN SAN FRANCISCO DE SALES. POR EL M. R. P. JOSÉ TISSOT. Cuarto Superior general de los Misioneros de San Francisco de Sales.


 



PRIMERA PARTE.

CAPÍTULO PRIMERO.

 

No nos extrañemos de nuestras faltas.

I

   Miserias humanas. —Mientras llevemos el peso de nosotros mismos, nada llevaremos de valor. —Es a la vez el honor y el tormento del hombre caído no poder acostumbrarse a sus faltas. Príncipe desposeído, descalificado por la culpa de sus primeros padres, conserva siempre en el fondo del corazón el sentimiento de su nobleza de origen y de la inocencia que debía ser su patrimonio. En cada una de sus caídas apenas puede contener una exclamación de sorpresa, como si le hubiera ocurrido un accidente extraordinario.

   Se diría que era Sansón privado de su fuerza por la mano pérfida que le cortó los cabellos. “¡En pie—le gritaban—, los filisteos están ahí!” Y él se levantaba, imaginándose, como en lo pasado, que iba a derribar a sus enemigos, olvidándose de que su vigor de otros tiempos le había abandonado (Jueces XVI).

   Por nobles que sean en nosotros las raíces de esta disposición, los frutos de ellas son demasiado funestos para que no se les haga la guerra. El desaliento, lo veremos muy pronto, es la pérdida de las almas; pero no les invade si no se abre en ellas un camino por el asombro que sigue a la falta. Contra este peligro va San Francisco de Sales a prevenirnos.

   A ejemplo de los más eminentes doctores y de los sabios más esclarecidos, el bienaventurado Obispo profesó siempre una compasión extrema hacia la flaqueza del hombre. “¡Oh, miseria humana, miseria humana!—repetía—. ¡Oh, cuán rodeados estamos de enfermedades!... ¿Y qué otra cosa podemos dar por nosotros mismos, sino caídas?” Se siente en todas sus palabras y en todos sus escritos que las cumbres de la perfección a que había ascendido le habían puesto en disposición de sondear con una mirada profunda los abismos de miserias y de enfermedad, ahondados en nosotros por el pecado original. Y de ello tenía cuenta, con gran amplitud de espíritu, respecto de todas las almas que se sometían a su dirección, y a las que no cesaba de recordar su condición decadente. “Vivís—escribía a una dama—,vivís, según me decís, con mil imperfecciones. Verdad es, mi buena hermana; pero ¿no tratáis hora tras hora de hacerlas morir en vos? Es cosa cierta que mientras estamos aquí envueltos en este cuerpo tan pesado y corruptible, hay siempre en nosotros algo que flaquea.”

   “Os quejáis—decía en otro lugar—de que se mezclan muchas imperfecciones y defectos en vuestra vida, contra el deseo que tenéis de la perfección y pureza del amor de nuestro Dios. Os respondo que no es posible despojarnos del todo de nosotros mismos hasta que Dios nos lleve al Cielo; mientras llevemos el peso de nosotros mismos, nada llevaremos de valor. ¿Acaso no es regla general que nadie será tan santo en esta vida que no esté siempre sujeto a tener alguna imperfección?”

 

“Apostolado de la Prensa”


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