PRIMERA PARTE.
CAPÍTULO PRIMERO.
II
1.
Sin un privilegio especial, el hombre no puede evitar todos los pecados veniales.
—En efecto: la fe nos enseña que las malas inclinaciones viven en nosotros, al
menos en germen, hasta la muerte, y que ninguno puede, sin un privilegio
especial, tal como el que la Iglesia reconoce en la Virgen Santísima, evitar
todos los pecados veniales, por lo menos los indeliberados. Con frecuencia nos
olvidamos en la práctica de esta doble tesis, y bueno será que la oigamos desarrollar
por nuestro amable Santo en su sencillo e inimitable lenguaje:
“No pensemos, mientras estemos en esta vida,
poder vivir sin cometer imperfecciones, pues no es posible, ya seamos superiores
o ya seamos inferiores, porque somos todos hombres y, por tanto, todos tenemos
necesidad de creer esta verdad como muy segura, a fin de que no nos asombremos
de vernos todos sujetos a imperfecciones. Nuestro Señor nos ha ordenado decir
todos los días estas palabras que están en el Padrenuestro: Perdónanos nuestras
deudas, asi como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no hay excepción en
este mandamiento, porque todos tenemos necesidad de cumplirlo” (Conferencia
XVI. De las aversiones.)
El amor propio puede estar mortificado, pero no muere nunca; por eso, de tiempo en tiempo produce retoños en nosotros que dan testimonio de que, aunque esté cortado por el pie, no está desarraigado... No debemos en ningún modo extrañarnos de encontrar en nosotros el amor propio, aunque no se mueva. Duerme algunas veces como un zorro, que de repente se arroja sobre las gallinas; por esto es necesario velar con constancia sobre él y defenderse de él con paciencia y suavidad. Que si algunas veces nos hiere, desdiciendo lo que nos ha hecho decir o desautorizando lo que nos ha hecho hacer, estamos curados..., curados, pero temporalmente, hasta que se declaren nuevas enfermedades, pues “nunca estaremos perfectamente curados hasta que nos hallemos en el paraíso”—añade nuestro Santo—, y durante esta vida, cualquiera que sea nuestra buena voluntad, “es necesario tener paciencia, por ser de naturaleza humana y no de la angélica”, y resolvernos a vivir, según la expresión de un ilustre asceta, “como incurables espirituales” (Carta 333.)
2.
Los progresos en la perfección son lentos y mezclados con caídas. —A las
almas que dan los primeros pasos en los caminos de la perfección interior es principalmente
a las que San Francisco de Sales se esfuerza en inculcar el conocimiento práctico
de su flaqueza. Estas, en efecto, son las que por inexperiencia son más
accesibles al asombro después de las faltas y sus funestas consecuencias. “Turnarse
y desalentarse cuando se ha caído en el pecado —dice excelentemente el piadoso
autor citado más arriba—, es no conocerse a sí mismo.” Oigamos con qué firmeza
y con qué gracia nuestro bienaventurado Doctor reprende e instruye a esas
almas: “Me decís que tenéis aún el sentimiento vivo ante las injurias. Pero,
querida hija, ¿a qué se refiere esto? ¿Es que habéis derrotado ya a esos
enemigos?
No es posible que seáis tan pronto dueña de
vuestra alma como si la tuvierais en la mano absolutamente desde el primer
momento. Contentaos con ganar de cuando en cuando alguna pequeña ventaja Sobre
vuestra pasión enemiga.
Nuestra imperfección debe acompañarnos hasta
el féretro. No podemos andar sin tocar el suelo. No hay que acostarse ni revolcarse
en él, pero tampoco hay que pensar en volar, pues somos polluelos pequeños que
todavía no tenemos alas.
Las flechas que vuelan en pleno día (Ps. xc,
6) son las esperanzas vanas y pretenciosas que alimentan las almas que aspiran
a la perfección. Esperan nada menos que ser Teresas de Jesús, o santas como
Catalina de Sena o de Génova. Esto es bueno; pero decidme: ¿qué tiempo os
tomáis para llegar a serlo? —Tres meses, respondéis; menos, si se puede. —Hacéis
bien en añadir “si se puede”, porque, de otro modo, podríais muy bien
engañaros.
“Apostolado de la
Prensa”
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