SAN FRANCISCO DE SALES
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
No
nos extrañemos de nuestras faltas.
I
Miserias humanas. —Mientras llevemos el peso
de nosotros mismos, nada llevaremos de valor. — Es
a la vez el honor y el tormento del hombre caído no poder acostumbrarse a sus
faltas. Príncipe desposeído, descalificado por la culpa de sus primeros padres,
conserva siempre en el fondo del corazón el sentimiento de su nobleza de origen
y de la inocencia que debía ser su patrimonio. En cada una de sus caídas apenas
puede contener una exclamación de sorpresa, como si le hubiera ocurrido un
accidente extraordinario.
Se diría que era Sansón privado de su fuerza
por la mano pérfida que le cortó los cabellos. “¡En pie—le gritaban—, los filisteos están ahí!” Y él se levantaba,
imaginándose, como en lo pasado, que iba a derribar a sus enemigos, olvidándose
de que su vigor de otros tiempos le había abandonado Jueces, XVI.
Por nobles que sean en nosotros las raíces
de esta disposición, los frutos de ellas son demasiado funestos para que no se
les haga la guerra. El desaliento, lo veremos muy pronto, es la
pérdida de las almas; pero no les invade si no se abre en ellas un camino por
el asombro que sigue a la falta. (Nota nuestra. El autor va hacer mucho énfasis en este tema del
desaliento). Contra este peligro va San Francisco de Sales a prevenirnos.
A ejemplo de los más eminentes doctores y de
los sabios más esclarecidos, el bienaventurado Obispo San Francisco de Sales profesó siempre una compasión extrema
hacia la flaqueza del hombre. “¡Oh,
miseria humana, miseria humana! —repetía—. ¡Oh, cuán rodeados estamos de
enfermedades!... ¿Y qué otra cosa podemos dar por nosotros mismos, sino caídas?”
Se siente en todas sus palabras y en todos sus escritos que las cumbres de la perfección
a que había ascendido le habían puesto en disposición de sondear con una mirada
profunda los abismos de miserias y de enfermedad, ahondados en nosotros por el
pecado original. Y de ello tenía cuenta, con gran amplitud de espíritu,
respecto de todas las almas que se sometían a su dirección, y a las que no cesaba
de recordar su condición decadente. “Vivís—escribía
a una dama—, vivís, según me decís, con mil imperfecciones. Verdad es, mi buena
hermana; pero ¿no tratáis hora tras hora de hacerlas morir en vos? Es cosa
cierta que mientras estamos aquí envueltos en este cuerpo tan pesado y
corruptible, hay siempre en nosotros algo que flaquea.”
“Os quejáis—decía en otro lugar —de que se
mezclan muchas imperfecciones y defectos en vuestra vida, contra el deseo que tenéis
de la perfección y pureza del amor de nuestro Dios. Os respondo que no es
posible despojarnos del todo de nosotros mismos hasta que Dios nos lleve al
Cielo; mientras llevemos el peso de nosotros mismos, nada llevaremos de valor.
¿Acaso no es regla general que nadie será tan santo en esta vida que no esté
siempre sujeto a tener alguna imperfección?”
EL
ARTE DE APROVECHAR NUESTRAS FALTAS. SEGÚN SAN FRANCISCO DE SALES. POR EL M. R.
P. JOSÉ TISSOT. OBRA DEL SIGLO XIX.
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