Aunque es verdad que
algunas enfermedades son enviadas por algunos fines de la gloria de Dios, como
después veremos, a ti te conviene considerar que las tuyas son castigo de tus
pecados, o de los que conoces, porque sabes bien que has ofendido a Dios, o de
los ocultos que no conoces, pero conócelos el juez, que justamente te castiga
por ellos. Los muy santos, dice San Dionisio, padecen estas cosas por la gloria de Dios solamente, porque han sido
inocentes y están libres de culpas graves; pero yo, miserable pecador, padezco
las enfermedades por mis pecados, y confieso que merezco estos castigos, y en
mí se cumple lo que dijo David: Por su maldad castigaste al hombre, e hiciste
que su vida se secase como una araña. Vuelve, pues, los ojos a lo que
padece tu cuerpo flaco y desvirtuado, y por ello sacarás lo que eres en el
alma. Y ¿qué ha sido tu alma, sino una
araña ponzoñosa, cuya ocupación era desentrañarse, tejiendo telas de vanidad
que se lleva el viento, y urdiendo telas de codicia para cazar a los prójimos
con engaño, y sustentarte de la sangre inocente, o quitándoles la hacienda o la
fama y honra? ¿Qué araña hay tan
seca como tu espíritu? El cual, habiendo de ser como abeja que coge miel de
las flores, es como araña sin jugo, ni devoción o ternura, y seca como una
arista. Luego justo es que Dios castigue a tal alma, poniendo su cuerpo también
enfermo, flaco y seco como araña. Pues ¿de
qué te turbas, miserable, si te dan lo que mereces y te ponen el cuerpo como tú
has puesto el alma? Por esto añade David:
Verdaderamente en vano se turba el
hombre cuando está enfermo y atribulado, pues él ha dado la causa para ello.
Por tanto, Señor, yo me vuelvo a ti, y te suplico que oigas mi oración y
atiendas mis lágrimas y pongas fin a mis miserias.
De aquí has de subir más alto a considerar
el orden justísimo de la divina justicia, que resplandece en castigar tus
culpas con las enfermedades y amarguras que padeces, diciendo con David: Justo eres, Señor, y justo tu juicio.
Y con el profeta Miqueas: Yo llevaré sobre mí la ira y castigo de Dios, porque pequé
contra él. Justo es que quien usó mal de la salud, la pierda con la
enfermedad, y qne pague con dolores lo que se desenfrenó en los deleites. La
divina justicia me ha puesto en esta cruz; no tengo que decir sino lo que el buen ladrón: Recibo lo que merecen mis obras, y el justo castigo de que soy digno
por ellas; y pues la divina justicia es tan buena y tan santa como su divina
misericordia, porque en Dios ambas son una cosa, justo es que yo adore, venere
y ame su justicia, y me goce de que la tenga, pues sin ella no fuera Dios. Y
pues ella ha de hacer su oficio en los pecadores, gózome de que la haga en mí
en esta vida, para que, pagando en ella, quede libre en la otra. Mas en esta
consideración no has de mirar a la justicia divina por si sola; porque de esta
manera no es mucho que te atemorice y espante con sus terribles y espantosos
juicios, antes bien has de decirle con David:
Señor, no me castigues con tu furor, ni me arguyas con tu ira, si va desnuda de
tu misericordia. Has, pues, de mirar a la justicia, como está en Dios, hermanada con la sabiduría, caridad, misericordia,
clemencia, paciencia, longanimidad y otras divinas perfecciones, con cuya
compañía se hace amable y deseable, porque ellas templan el rigor, y hacen que
las obras de la justicia vayan con su número, peso y medida, compadeciéndose de
nuestra miseria. De aquí es que cuando te vieres apretado de las enfermedades y
dolores, no puedes ni debes quejarte, si no es de ti mismo y de tus pecados, ni
has de abrir la boca sino para acusarte de ellos. Para lo demás has de estar
como mudo, diciendo con el Profeta rey: Enmudecí, porque tú, Señor, lo hiciste; aparta de mí tus plagas. No
enmudezco por lo que yo hice, que es la culpa, antes bien la confieso; sino que
enmudezco por lo que tú haces, que es la pena, aceptándola por ser obra de tu
justa justicia; pero con todo eso te suplico que apartes de mí tus plagas.
Tuyas son, Señor, y mías: tuyas, porque tú las envías, y mías, porque descargas
sobre mis espaldas; tuyas, porque nacen de tu justicia, y mías, porque yo te
provoqué con mis culpas. Perdóname lo que yo hice, y quita de mí lo que tú
haces, si así conviene para servirte
con más alivio.
Pero más te consolarás si entras a
considerar lo mucho que hace su divina misericordia en este castigo, juntándose
con su hermana la justicia, haciéndola que quite mucho del número, peso y
medida de los castigos que merecían tus pecados, castigándote mucho menos de lo
que merecías por ellos. De modo, que en tus enfermedades no digas solamente
como el buen ladrón: recibo la pena de que soy digno; sino antes
bien digas lo que está escrito en Job:
Pequé y verdaderamente falté, y no he
recibido todo lo que merecía; porque era digno de mucho mayor castigo. ¡Oh, sí ponderases bien lo que merece un
pecado mortal, por ser injuria de la majestad infinita y ofensa del Criador y
Salvador del mundo, bienhechor infinito, a cuyo servicio estabas obligado por
los innumerables beneficios que te ha hecho, y por millones de títulos que te
obligan a ello, los cuales atropellaste el día que pecaste! Por lo cual, si
se juntasen en ti el número, peso y medida de todas las enfermedades y dolores
que se han padecido y padecerán desde que pecó Adán hasta el fin del mundo, aún
no recibirías todo el castigo que merece tu pecado. Pues ¿de qué te quejas con lo poco que padeces, que es casi nada comparado
con lo que merecías? No mires a lo que Dios te castiga, sino a lo mucho que te
perdona; y alegrarte has más de ver lo que te perdona, que te entristecerá lo
que te castiga; y ocúpate más en dar gracias a Dios por los males largos y
grandes de que te libra, que en quejarte de los pequeños y cortos con que te
aflige. Acéptalos de buena gana en agradecimiento de la merced que
te hace, rindiéndote a padecer lo que tienes todo el tiempo que él quisiere,
hasta que quede bien pagado tu pecado. Acuérdate de lo que sucedió a María, hermana de Moisés, la cual fue castigada de Dios con una lepra
mortal, porque murmuró de su hermano; y aunque la oración del hermano la libró
de la muerte, pero no pudo librarla de la pena, porque le dijo Dios: su padre
le escupiera en el rostro, ¿no estuviera siquiera siete días avergonzada? Pues estese siete días fuera de los reales,
padeciendo la enfermedad y vergüenza que mereció su culpa. Y así se hizo,
sin que ninguna intercesión valiese para cortar el número señalado; para que se
entienda que la enfermedad que da Dios por pecados, es como saliva que arroja
en el rostro del enfermo, no para destruirle, porque es saliva de padre, que
escupe porque ama, sino para confundirle y humillarle, corregirle y sanarle;
pero esto no se ha da hacer en un momento, ni en un día, sino en siete:
significando con este número todo el que es necesario para satisfacer por su
pecado. Pues si esto es así, yo gusto,
Dios mío, de la enfermedad, por ser saliva que sale de tu boca para sanarme con
ella. Escúpeme cuanto quisieres, con tal que para siempre me perdones.
“LA
PERFECCIÓN EN LAS ENFERMEDADES”
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