sábado, 18 de noviembre de 2017

AMOR A MARÍA – PARTE PRIMERA - I




MARÍA AMABLE
I
María amable por su excelencia y dignidad.


   Para amar a María es preciso conocerla Nunca será nuestro amor a la excelsa Señora tan grande e ilustrado, tierno y profundo, como, debe ser, si no conocemos, según la cortedad de nuestro entendimiento, lo que María es respecto de Dios y de los hombres, el puesto que ocupa en el plan y consejo divino y lo muchísimo que le debemos.

   “María aparece en las Escrituras como una mujer prodigiosa, vestida del sol, calzada de la luna y coronada de estrellas (Apoc. XII, 1). Yo—dice ella misma–salí de la boca del Altísimo, engendrada primero que existiese ninguna criatura. Yo hice nacer en los cielos la luz indeficiente, y, como una niebla, cubrí toda la tierra. En los altísimos cielos puse mi morada, y el trono mío sobre una columna de nubes. Yo sola circuí el ámbito del cielo, y penetré por el profundo del abismo, me paseé por las olas del mar y puse mi pie en todas las partes de la tierra; y en todos los pueblos y en todas las naciones tuve el supremo dominio... Entonces el Criador de todas las cosas dió sus órdenes... y me dijo: Habita en Jacob, y sea Israel tu herencia, y arráigate en medio de mis escogidos... Y me arraigué en un pueblo glorioso y en la porción de mi Dios, la cual es su herencia; y mi habitación fué en la plena reunión de los santos. Elevada estoy cual cedro sobre el Líbano, y cual ciprés sobre el monte de Sión... Extendí mis ramas como el terebinto, y mis ramas llenas, están de majestad y de hermosura. Yo, como la vid, broté pimpollos de suave olor, y mis flores dan frutos de gloria y de riqueza. Yo, madre del amor hermoso, y del temor, y de la ciencia de la salud y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia para conocer el camino de la verdad: en mí toda esperanza de vida y de virtud. Venid a mí todos los que os halláis presos de mi amor, y saciaos de mis dulces frutos; porque mi espíritu es más dulce que la miel, y más suave que el panal de miel mi herencia. Se hará memoria de mí en toda la serie de los siglos. Los que de mí comen, tienen siempre hambre de mí, y tienen siempre sed los que de mí beben. El que me escucha, jamás tendrá de qué avergonzarse; y aquellos que se guían por mí, no pecarán. Los que me esclarecen o dan a conocer a los demás, tendrán la vida eterna (Eccli. XXIV, 5-31.).”

   Según los Santos Padres, María es, entre todas las criaturas, la obra maestra que ha salido de las manos de Dios; el gran negocio de todos los siglos; reparadora del orbe, verdadera madre de los vivientes, como Eva lo fué de los que habían de morir; alba alegrísima, precursora del sol de justicia, que baja de los collados eternos, pacificadora, del mundo, en cuyo virginal seno se obraron los reales desposorios de la naturaleza divina con la humana en la persona del Verbo...

   Con razón se expresaban así los Santos Padres. Porque sabían muy bien que María, en la mente y decretos del Altísimo, ocupa un lugar muy superior a todas las simples criaturas, que la eleva hasta introducirla en el mismo orden divino; por manera que, subiendo de las criaturas al Criador, más arriba de la Virgen sólo se encuentra la divinidad, y, bajando de Dios a las criaturas, la primera es María, encumbrada sobre todos, ya que no por naturaleza, que en esto es inferior a los ángeles, pero sí por gracia, por dignidad, por la incomparable grandeza a que Dios la levantó.

   Es sabido que el misterio de los misterios, la obra portentosa que Dios puso en medio de los siglos, fué la encarnación del Verbo. Jesucristo es el alpha y omega, principio y fin de todas las cosas, centro hacia el cual converge toda la creación. Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia: Él restableció la paz entre el cielo y la tierra por medio de la sangre que derramó en la cruz.


   Ahora bien: a este misterio de los misterios, milagro de poder y de amor, va inseparablemente unida en un mismo decreto la elección de María para Madre suya. Desde entonces, ante., del rodar de los siglos, está María en el pensamiento divino, unida indisolublemente a Jesucristo. Ya no pueden separarse. El Hijo de Dios se hará hijo de María para conducir al hombre a la consumación de su gloria.

   Esta mujer, Madre y Virgen a la vez, le suministrará su propia carne, le llevará en sus entrañas, cooperará a su obra, y, asociada íntimamente a Él, tendrá parte en sus ignominias, en sus combates, en sus triunfos, en su gloria. Esta es María. Y esta es la raíz de sus grandezas: ser Madre de Dios, asociada y cooperadora con Cristo en la restauración del mundo. Oigamos a San Pedro Damián, discurriendo hermosamente sobre este punto: “Se hace junta celestial: trata Dios su consejo: reúne concilio: habla con los ángeles de la restauración de ellos y de la redención de los hombres, y al punto el nombre de María surge del tesoro de la divinidad, y por ella, con ella y en ella se determina obrar todo esto de un modo tal, que así como sin Él nada fué hecho, así también sin Ella nada se rehaga”.

   Pero ¡ah! que como es fácil decir que María es Madre de Dios, asi es difícil comprender el cúmulo de grandezas que encierra, este título. Sería necesario para ello conocer quién es Dios. Enmudezca aquí—exclama San Pedro Damián—y estremézcase toda criatura, y apenas se atreva a mirar lo inmenso de la dignidad de la Madre de Dios. El ánimo no puede concebir tanta grandeza y gracia, ni expresar la lengua–dice San Agustín; y añade San Buenaventura: “Dios puede hacer otro mundo mayor, puede hacer otro cielo mayor: una madre mayor que la Madre de Dios, eso Dios no lo puede hacer”. Y es que, como dice el Ángel de las escuelas, “la bienaventurada Virgen, por ser Madre de Dios, tiene cierta dignidad infinita, emanada del bien infinito que es Dios; por esto no puede existir nada mejor, así como nada existe mejor que Dios”. María, en su cualidad de Madre, toca en cuanto es posible las mismas fronteras de la divinidad, y tiene con el Eterno Padre, respecto de su Hijo, una afinidad especial. Como el Padre, hablando con el Hijo, puede decir: “Hijo mío eres tú; hoy, es decir, en la eternidad, te engendré”; asi María puede decir con toda verdad al Verbo encarnado: “Hijo mío eres tú; yo te concebí en la plenitud de los tiempos, y te llevé en mis entrañas nueve meses”, ¿Qué ángel no se pasma ante misterio tan soberano? ¿Pueden, acaso, darse relaciones más íntimas y sublimes entre María y las tres divinas personas de la augusta Trinidad que las relaciones que nacen de este inefable y estupendo misterio? Y ¿qué gracias, qué dones, qué carismas y privilegios se habían de negar a la que se le concedía el ser Madre de Dios? Y ¿quién se los había de negar? ¿El Padre, que la adoptaba por hija suya predilecta, y compartía con ella el poder llamar Hijo a su propio Hijo? ¿El Espíritu Santo, que le hacía sombra con sus alas, y la llamaba su Esposa inmaculada, su única paloma, toda hermosa y sin mancilla? ¿O por ventura el Verbo de Dios, la persona del Hijo que la escogió por Madre suya, y quiso hacerse hombre en sus purísimas entrañas? ¡Ah! Eso es imposible, eso es absurdo. Si nosotros, con ser tan miserables y apocados como somos, hubiéramos de escogernos la madre que nos pluguiese, ¿no la elegiríamos la mejor que pudiéramos o supiésemos? ¿Y hemos de poner en Dios otros límites, señalar otra medida, cuando trata de escoger madre para sí, que los límites y medida del poder y, sabiduría de Dios? Digámoslo de una vez: Dios no confirió la divinidad a su Madre, no la hizo diosa, porque esto es imposible, porque repugna que haya más de un Dios: fuera de esto no hay, no se concibe perfección alguna compatible con el estado y condición de María que Dios no la haya concedido a su Madre, al paraíso que el Criador se formó para sí en la tierra. ¡Oh! ¡Cuán amable es María! Verdaderamente es toda hermosa, más bella que el rosicler de la aurora, más pura que el ampo de nieve que se cuaja en la cima de la sierra: en ella no hay mancilla de pecado.

   ¿Cómo la había de haber en la Madre de Dios? ¿En la llena de gracia, en la que venía precisamente a destruir el imperio del pecado y había de tener con el infierno perpetuas enemistades? Aparte Dios de nosotros semejante pensamiento. No; no se aviene la culpa—ora sea original, ora personal; ya grave, ya leve—con la excelsa dignidad de Madre de Dios, ni con el amor infinito que la augusta Trinidad le profesaba, ni tampoco con el destino que María había de cumplir sobre la tierra.


Por el Padre VICENTE AGUSTÍ S.J.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.