MARÍA AMABLE
I
María amable por su excelencia y dignidad.
Para amar a María es preciso conocerla Nunca
será nuestro amor a la excelsa Señora tan grande e ilustrado, tierno y
profundo, como, debe ser, si no conocemos, según la cortedad de nuestro
entendimiento, lo que María es respecto de Dios y de los hombres, el puesto que
ocupa en el plan y consejo divino y lo muchísimo que le debemos.
“María aparece en las Escrituras como una
mujer prodigiosa, vestida del sol, calzada de la luna y coronada de estrellas (Apoc.
XII, 1). Yo—dice ella misma–salí de la boca del Altísimo, engendrada primero
que existiese ninguna criatura. Yo hice nacer en los cielos la luz
indeficiente, y, como una niebla, cubrí toda la tierra. En los altísimos cielos
puse mi morada, y el trono mío sobre una columna de nubes. Yo sola circuí el
ámbito del cielo, y penetré por el profundo del abismo, me paseé por las olas
del mar y puse mi pie en todas las partes de la tierra; y en todos los pueblos
y en todas las naciones tuve el supremo dominio... Entonces el Criador de todas
las cosas dió sus órdenes... y me dijo: Habita en Jacob, y sea Israel
tu herencia, y arráigate en medio de mis escogidos... Y me arraigué en un
pueblo glorioso y en la porción de mi Dios, la cual es su herencia; y mi
habitación fué en la plena reunión de los santos. Elevada estoy cual cedro sobre
el Líbano, y cual ciprés sobre el monte de Sión... Extendí mis ramas como el
terebinto, y mis ramas llenas, están de majestad y de hermosura. Yo, como la
vid, broté pimpollos de suave olor, y mis flores dan frutos de gloria y de
riqueza. Yo, madre del amor hermoso, y del temor, y de la ciencia de la salud y
de la santa esperanza. En mí está toda la gracia para conocer el camino de la
verdad: en mí toda esperanza de vida y de virtud. Venid a mí todos los que os
halláis presos de mi amor, y saciaos de mis dulces frutos; porque mi espíritu es
más dulce que la miel, y más suave que el panal de miel mi herencia. Se hará
memoria de mí en toda la serie de los siglos. Los que de mí comen, tienen
siempre hambre de mí, y tienen siempre sed los que de mí beben. El que me
escucha, jamás tendrá de qué avergonzarse; y aquellos que se guían por mí, no
pecarán. Los que me esclarecen o dan a conocer a los demás, tendrán la vida
eterna (Eccli. XXIV, 5-31.).”
Según
los Santos Padres, María es, entre todas las criaturas, la obra maestra
que ha salido de las manos de Dios; el gran negocio de todos los siglos; reparadora
del orbe, verdadera madre de los vivientes, como Eva lo fué de los
que habían de morir; alba alegrísima, precursora del sol de justicia, que baja
de los collados eternos, pacificadora, del mundo, en cuyo virginal seno se
obraron los reales desposorios de la naturaleza divina con la humana en la
persona del Verbo...
Con razón se expresaban así los Santos
Padres. Porque sabían muy bien que María, en la mente y decretos del Altísimo,
ocupa un lugar muy superior a todas las simples criaturas, que la eleva hasta
introducirla en el mismo orden divino; por manera que, subiendo de las
criaturas al Criador, más arriba de la Virgen sólo se encuentra la divinidad,
y, bajando de Dios a las criaturas, la primera es María, encumbrada sobre
todos, ya que no por naturaleza, que en esto es inferior a los ángeles, pero sí
por gracia, por dignidad, por la incomparable grandeza a que Dios la levantó.
Es sabido que el misterio de los misterios, la
obra portentosa que Dios puso en medio de los siglos, fué la encarnación del Verbo.
Jesucristo es el alpha y omega, principio y fin de todas las cosas, centro
hacia el cual converge toda la creación. Él es la cabeza del cuerpo de la
Iglesia: Él restableció la paz entre el
cielo y la tierra por medio de la sangre que derramó en la cruz.
Ahora bien: a este misterio de los misterios,
milagro de poder y de amor, va inseparablemente unida en un mismo decreto la
elección de María para Madre suya. Desde entonces, ante., del rodar de los
siglos, está María en el pensamiento divino, unida indisolublemente a
Jesucristo. Ya no pueden separarse. El Hijo de Dios se hará hijo de María para
conducir al hombre a la consumación de su gloria.
Esta mujer, Madre y Virgen a la vez, le suministrará
su propia carne, le llevará en sus entrañas, cooperará a su obra, y, asociada
íntimamente a Él, tendrá parte en sus ignominias, en sus combates, en sus
triunfos, en su gloria. Esta es María. Y esta es la raíz de sus grandezas: ser
Madre de Dios, asociada y cooperadora con Cristo en la restauración del mundo. Oigamos a San Pedro Damián,
discurriendo hermosamente sobre este punto: “Se hace junta celestial: trata
Dios su consejo: reúne concilio: habla con los ángeles de la restauración de
ellos y de la redención de los hombres, y al punto el nombre de María surge del
tesoro de la divinidad, y por ella, con ella y en ella se determina obrar todo esto
de un modo tal, que así como sin Él nada fué hecho, así también sin Ella nada
se rehaga”.
Pero ¡ah!
que como es fácil decir que María es Madre de Dios, asi es difícil comprender
el cúmulo de grandezas que encierra, este título. Sería necesario para ello
conocer quién es Dios. Enmudezca
aquí—exclama San Pedro Damián—y estremézcase toda criatura, y apenas se
atreva a mirar lo inmenso de la dignidad de la Madre de Dios. El ánimo no puede concebir tanta grandeza y
gracia, ni expresar la lengua–dice San Agustín; y añade San Buenaventura: “Dios
puede hacer otro mundo mayor, puede hacer otro cielo mayor: una madre mayor que
la Madre de Dios, eso Dios no lo puede hacer”. Y es que, como dice el Ángel de las escuelas, “la bienaventurada Virgen, por ser Madre de Dios, tiene cierta dignidad
infinita, emanada del bien infinito que es Dios; por esto no puede existir nada
mejor, así como nada existe mejor que Dios”. María, en su cualidad de
Madre, toca en cuanto es posible las
mismas fronteras de la divinidad, y
tiene con el Eterno Padre, respecto
de su Hijo, una afinidad especial. Como el Padre, hablando con el Hijo, puede
decir: “Hijo mío eres tú; hoy, es decir, en la eternidad, te engendré”; asi
María puede decir con toda verdad al Verbo encarnado: “Hijo mío eres tú; yo te concebí
en la plenitud de los tiempos, y te llevé en mis entrañas nueve meses”, ¿Qué ángel
no se pasma ante misterio tan soberano? ¿Pueden, acaso, darse relaciones más
íntimas y sublimes entre María y las tres divinas personas de la augusta
Trinidad que las relaciones que nacen de este inefable y estupendo misterio? Y
¿qué gracias, qué dones, qué carismas y privilegios se habían de negar a la que
se le concedía el ser Madre de Dios? Y ¿quién se los había de negar? ¿El Padre,
que la adoptaba por hija suya predilecta, y compartía con ella el poder llamar Hijo
a su propio Hijo? ¿El Espíritu Santo, que le hacía sombra con sus alas, y la
llamaba su Esposa inmaculada, su única paloma, toda hermosa y sin mancilla? ¿O
por ventura el Verbo de Dios, la persona del Hijo que la escogió por Madre
suya, y quiso hacerse hombre en sus purísimas entrañas? ¡Ah! Eso es
imposible, eso es absurdo. Si
nosotros, con ser tan miserables y
apocados como somos, hubiéramos de
escogernos la madre que nos pluguiese,
¿no la elegiríamos la mejor que
pudiéramos o supiésemos? ¿Y hemos de poner en Dios otros límites, señalar otra
medida, cuando trata de escoger madre para sí, que los límites y medida del
poder y, sabiduría de Dios? Digámoslo de una vez:
Dios no confirió la divinidad a su Madre, no la hizo diosa, porque esto es
imposible, porque repugna que haya más de un Dios: fuera de esto no hay, no se
concibe perfección alguna compatible con el estado y condición de María que
Dios no la haya concedido a su Madre, al paraíso que el Criador se formó para
sí en la tierra. ¡Oh! ¡Cuán
amable es María! Verdaderamente es toda hermosa, más bella que el rosicler de
la aurora, más pura que el ampo de nieve que se cuaja en la cima de la sierra:
en ella no hay mancilla de pecado.
¿Cómo la había de haber
en la Madre de Dios? ¿En la llena de gracia, en la que venía precisamente a
destruir el imperio del pecado y había de tener con el infierno perpetuas
enemistades? Aparte
Dios de nosotros semejante pensamiento. No;
no se aviene la culpa—ora sea original, ora
personal; ya grave, ya leve—con la excelsa dignidad de Madre de Dios, ni con el amor infinito que la augusta Trinidad le profesaba, ni tampoco con el destino que María había de cumplir sobre la tierra.
Por el Padre VICENTE AGUSTÍ S.J.
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