Nuestro amor a la Santísima Virgen ha de
ser, ante todo, amor FILIAL. Esto es
lo primero que se deriva de nuestra cualidad de hijos de esta excelsa Señora,
dada a nosotros por Madre de la manera más solemne desde el sangriento árbol de
la cruz. Pero este amor filial importa a la vez RESPETO Y OBEDIENCIA a nuestra querida Madre. ¿Quién ama a la suya, que no la reverencie y obedezca? Nada más puesto
en razón.
Este RESPETO
hará que hablemos siempre bien de Ella,
que la saludemos al pasar por delante de sus imágenes, por lo menos
interiormente, si lo advertimos, que oigamos con gusto sus alabanzas y la
honremos pública y privadamente, rezándole cada día nuestras devociones y,
siempre que podamos, el santísimo rosario. ¡Ah!
¿Qué buen hijo, si puede, dejará pasar mucho tiempo sin saludar o dirigir la palabra
a su madre, sin verla o visitarla?
Este amor respetuoso hará también, no sólo
que nunca digamos palabras ofensivas a nuestra Señora, más que asimismo
procuremos, hasta donde alcancen nuestras fuerzas, que ninguno las diga. ¿Qué buen hijo sufriría que deshonrasen a
su Madre? Por esto los buenos hijos de María, que en viajes o en otras
partes tienen que callar para no promover mayor escándalo y ser ocasión de que
se cometan más pecados, al oír ciertas bocas del infierno, groseras y mal
habladas, reparan las blasfemias contra Dios y la Virgen con interiores
alabanzas, y procuran, ya que no reprender al impío o asqueroso blasfemo,
desarmar la cólera celeste, indignada contra el procaz y sucio gusano de la
tierra.
La OBEDIENCIA,
nacida de este mismo amor filial, hará que seamos dóciles a las inspiraciones
que nuestra buena Madre nos envíe por medio de los santos ángeles, que están a
sus órdenes, o por el dictamen y remordimiento de nuestra conciencia, No
contristemos a María, ni mucho menos la ofendamos a sabiendas. Si oímos su voz
y seguimos sus consejos, todo nos saldrá bien. “Observa, hijo mío—nos dice ella, —los preceptos de tu Padre, y no
abandones la ley o los documentos de tu Madre: tenlos siempre grabados en tu
corazón, y sírvante como de collar precioso. Cuando caminares vayan contigo,
guárdente cuando durmieres, y en despertando conversa con ellos; pues, el
mandamiento de tu Padre es a manera de antorcha, y la ley o instrucciones de tu
Madre como una luz, y la corrección que conserva a los jóvenes en la disciplina
es el camino de la vida”.
En segundo lugar, nuestro amor a la Virgen
Santísima ha de ser TIERNO Y CONFIADO.
¿Qué hijo no siente ternura y confianza hacia su madre? ¿Quién la merece mejor
que ella? ¿Quién sabe compadecerse de las debilidades y flaquezas de los hijos
con más ternura que las Madres? ¿Y quién más Madre que María?
Los santos nos dan ejemplo de este amor
tiernísimo hacia María con expresiones tales, que si ellos no las dijesen casi
no nos atreveríamos a usarlas. Por ellas principalmente se apellida San Bernardo el doctor melífluo (meloso). Pero no es él
sólo quien se vale de semejantes modos de decir que respiran la más filial
ternura y confianza. Oigamos por vía de muestra a San Anselmo, Obispo
lucense, que dirigiéndose a la Virgen, le dice, entre otras regaladas
expresiones de cariño: “¡Oh dulce Señora, cuyo solo recuerdo endulza el
corazón, cuya grandeza bien meditada levanta el espíritu, cuya hermosura recrea
la vista interior y cuya inmensa amabilidad embriaga al alma que la considera!
¡Oh Señora, que robas los corazones con tu dulzura! ¡Y ahora me robaste el mío,
y no sé dónde lo pusiste para que lo pueda encontrar! ¿Por ventura lo
escondiste en tu seno, para que hallándole allí me encuentre también a mí mismo?
¿O lo colocaste entre tus pechos? Tal vez allí lo pusiste para que, pues se
había resfriado en tu amor, abrasado en nuevas llamas no pueda ya separarse de
ti. ¡Oh robadora de corazones! ¿Cuándo me devolverás el mío? ¿Por qué arrebatas
así los corazones de los sencillos? ¿Por qué haces violencia, o más bien
benevolencia, a los amigos? ¿Por ventura quieres quedarte con él? Cuando te lo
pido me sonríes, y al punto descanso, adormecido con tu dulcedumbre; vuelvo
después en mí, y al pedírtelo otra vez me abrazas, oh dulcísima, y quedo
embriagado en tu amor. Ahora ya no distingo mi corazón del tuyo, y no sé pedirte
otra cosa sino tú mismo corazón... ¡Ah! Guarda el mío, consérvalo en la sangre
del Cordero, ponlo en el costado de tu Hijo, a fin de que sienta sólo lo que tú
sientes, sólo ame lo que tú amas, no viva en la tierra, sino en el cielo contigo”.
“AMOR
A MARÍA”
Padre
Vicente Agustí (de la Compañía de Jesús).
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