En el año mil
quinientos treinta y uno de nuestra Redención, la Virgen Madre de Dios, según
consta por antigua y constante tradición, se mostró visible al piadoso y
rústico neófito Juan Diego en la colina del Tepeyac de México, y hablándole
cariñosamente, le mandó presentarse al obispo y notificarle que era su voluntad
que se le edificase un templo, porque quería ser allí singularmente venerada.
Para asegurarse de la verdad del suceso difirió la respuesta Juan de Zumárraga,
que era el obispo del lugar: pero al ver que el sencillo neófito, obligado por
la Virgen, que por segunda vez se le había aparecido, repetía con lágrimas y
súplicas la misma demanda, le ordenó que con empeño pidiera una señal por la
que se manifestase claramente la voluntad de la gran Madre de Dios. Tomando el
neófito un camino más apartado de la colina de Tepeyac, y dirigiéndose a México
para llamar a un sacerdote que viniese a la casa de su tío gravemente enfermo,
para administrarle los sacramentos de la Iglesia, la benignísima Virgen le
salió al encuentro y se le apareció por tercera vez, y le mandó ir a coger unas
rosas que habían brotado en el cerro y presentarlas al obispo. Obedeció Diego,
y en aquel cerro formado de rocas áridas donde apenas podía crecer alguna
yerba, y en la estación rigurosa del invierno, cuando en ninguna parte de
aquella región se veían flores, halló un hermosísimo y florido rosal, y
cogiendo las rosas, las puso con cuidado en un pliegue de su tilma (o capa) y
se encaminó luego al palacio del obispo. Maravillóse mucho el devoto prelado de
ver aquellas rosas tan hermosas y aromáticas en tal sazón, y mucho más porque
echó de ver en la tilma del pobre indio una maravillosa pintura de la imagen de
la santísima Virgen, en la misma forma como decía el neófito haberla visto en
la colina cerca de la ciudad. Movidos los habitantes por tan extraordinario
prodigio, procuraron se guardase con gran cuidado aquella venerable imagen,
como regalo del cielo, y poco después la trasladaron con gran pompa desde la
capilla episcopal al santuario que le habían edificado en la colina del
Tepeyac. Colocóse más tarde en un suntuoso templo que los romanos pontífices
ennoblecieron concediéndole para el ¡esplendor del culto un cabildo colegial; y
el arzobispo de México y los demás obispos de aquellas regiones, con aprobación
de Benedicto XIV la eligieron por patrona principal de toda la nación mexicana,
y finalmente León XIII, accediendo a los ruegos de todos los prelados
mexicanos, concedió por decreto de la sagrada Congregación de Ritos, que se
rezara el novísimo Oficio de la Virgen de Guadalupe, y decretó que con solemne
pompa fuese decorada con corona de oro aquella preciosísima imagen.
Reflexión: Era Juan Diego neófito indio de la más baja condición, y a la edad de
cuarenta años había recibido el bautismo de mano de un santo misionero
franciscano, quedando tan devoto de la Virgen, que todos los sábados andaba más
de dos leguas para asistir a la misa que se cantaba en México en honra de
María. Después de las apariciones de la soberana Señora, vivió y murió como un
santo. Con los humildes y sencillos tienen su trato familiar el Señor y su
Madre santísima. Acordémonos de esto, y siempre que visitemos los venerables
santuarios de María, hagamos nuestra oración con un corazón tierno, humilde y sencillo,
y nos haremos dignos de recibir sus soberanas mercedes.
Oración: Oh
Dios, que te dignaste ponernos bajo el singular patrocinio de la beatísima
virgen María, para colmarnos de continuos beneficios: concede a tus humildes
siervos, que pues se regocijan con su memoria en la tierra, gocen de su
presencia en el cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén
“FLOS
SANCTORVM”
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