I.
Era la tarde del 24 de Diciembre de 1... Una
copiosísima nevada cubría los montes y los valles. ¡Qué espectáculo tan hermoso
y terrible a la vez! Los riscos semejaban níveas esfinges, los árboles
caprichosos fantasmas, las llanuras interminables sábanas bordadas de figuras grotescas,
y los montes inmensos gigantes arrebujados en rotas pieles de armiño, Pero este
espectáculo, tan bello a los ojos del poeta, era terrible para el caminante que
tenía que marchar al acaso por encontrar borradas todas las sendas, y aterido
de frío, porque los copos de nieve, empujados por el viento, azotaban
cruelmente su rostro.
Cabalgando sobre poderoso caballo, negro
como el azabache, avanza penosamente hacia su castillo, que parece un nido de
águilas de las crestas de los Andes, el temido por sus crueldades D. Pedro
Buitrago, tirano, más que señor, de aquella región. Vuelve cubierto de pieles
de tigre, que son las que más le agradan, quizá porque tiene de tigre el
corazón, de arrancar el oro, de chupar la sangre a los pecheros sin ventura,
que fueron tardíos en pagarle. ¡Oh,
cuántas penas y cuánto rencor ha sembrado en su camino! ¡A cuántos ha dejado cargados
de cadenas por no tener oro, y cuántas familias tiemblan por él de hambre y de
frío y derraman lágrimas amargas, mientras en el cielo preparan los ángeles sus
arpas de oro, y en su castillo se ensayan villancicos para celebrar el
Nacimiento del Hijo de Dios!
Ha caído mucha nieve. Su corcel es muy
valiente; pero sus fuerzas se agotan. No se ha detenido en lo más difícil de la
cuesta que tiene que escalar antes de llegar al castillo, porque el agudo
acicate le obliga a continuar subiendo. De pronto se para piafando. Don Pedro,
ciego de rabia, le clava sin piedad las espuelas; pero en vano. El corcel no se
mueve. Parece que una fuerza invisible le ha fijado, como estatua de mármol, en
el suelo. En aquel momento se aparece un pobre pastorcillo, de ojos grandes y
azules, cubierto de nieve.
— ¿Quién
va? —rugió como un tigre D. Pedro, de mal talante. — ¿Quién osa atravesarse en
mi camino y a las puertas de mi castillo?
— Un niño.
— ¿Y qué quiere el niño?
— Casa
y pan; pues tengo hambre y frío, y no tengo casa, ni pan, ni padres.
— Pues no pides poco. Aparta pronto, si no
quieres quedar aplastado bajo las herraduras de mi caballo.
— Mirad que empieza a obscurecer y es Noche
buena, y pereceré de frío la noche que nace el Redentor del mundo.
— ¡Cuidado
que eres importuno! Aparta, o te echo mis lebreles.
— Vuestros lebreles me lamen. Tened
compasión y dadme hospitalidad. Mirad que quien despide a un niño pobre, despide
al Niño Dios.
— Basta de conversación, que es muy tarde. Don
Pedro lanzó una imprecación, epílogo de toda su rabia, hirió los ijares de su corcel,
que haciendo un esfuerzo supremo se lanzó al galope, y penetró rodeado de pajes
y escuderos en su castillo.
II.
A las doce en punto de la noche el
castellano D. Pedro Buitrago, según costumbre de sus piadosos abuelos, debía rendir
homenaje al Niño Dios en su capilla. El Capellán, auxiliado de las dueñas, lo había
preparado todo de antemano para que la fiesta resultase todo lo más solemne
posible. Rodeada de gigantescos cirios se veía una preciosa cuna de caoba con
guarniciones de plata y oro, y dentro, risueño como la aurora, estaba recostado
sobre pajas de oro y flores de diamantes el Niño Dios.
Arrastrando armiño, materialmente cargado de
joyas de precio incomparable, y precedido de numeroso acompañamiento, iba D.
Pedro a postrarse ante el Dios de la humildad; y ya se encontraba de hinojos
ante el altar, dispuesto a besar con impuros labios los pies del bendito Niño, cuando
un grito de terrible sorpresa llenó de espanto a los que aún no habían penetrado
en la capilla. ¿Qué había ocurrido?
Al tomar el Capellán del castillo en sus manos la preciosa cuna para presentársela
al soberbio castellano, había desaparecido el divino Infante. El sacerdote quedó
confuso, pensando si sus pecados habrían alejado de su lado al Santo de los Santos;
los caballeros, las damas, los escuderos, las dueñas y los pajes, creyéndose
culpables de aquel desvío, cayeron de rodillas, murmurando un ¡perdón, Dios mío, perdón! Nadie se
atrevía a pronunciar una palabra, y las lágrimas empezaron a rodar por las
mejillas de todos. D. Pedro comprendió bien pronto la causa del suceso, y con
una franqueza digna de un caballero cristiano, exclamó, derramando abundantes
lágrimas, que aunque quizá fuesen las primeras que brotaban de sus ojos, no por
eso dejaban de ser sinceras: No temáis nada por vosotros, mis fieles vasallos.
Yo, yo solo soy el culpable. Jesús está justamente enojado conmigo, porque ayer
negué pan y albergue a un niño que tenía hambre y frío. El divino Infante no
quiere por eso estar conmigo. ¡Castigo terrible,
pero bien merecido! ¡Lección triste, que jamás olvidaré! ¡Perdón, Dios mío,
perdón!
III.
Don Pedro Buitrago y Laín oró fervorosamente
durante media hora, y abrumado por la pesadumbre, que en vano se esforzaba en
desechar, se trasladó con su comitiva al salón en que estaba preparada la cena.
Pero con Jesús había desaparecido el apetito. Nadie cenó, y media hora más
tarde el castillo parecía, por lo silencioso, un cementerio. También había huido
el sueño, y D. Pedro pasó una madrugada horrible. Su exaltada imaginación le
representaba al pastorcillo envuelto en un torbellino de nieve, luchando con el
hambre y el frío; y cuando se le borraba este cuadro, aparecía a su vista otro
más terrible aún. Veía al Niño Jesús convertido en juez inexorable, mostrándole
la espada de su justicia y diciéndole con voz aterradora: Porque tuve hambre y frío, y no me diste de comer, y me negaste albergue,
no tendré compasión de ti. ¡Maldito el que no tiene misericordia!
El nuevo día apareció sereno y esplendoroso.
El sol, reflejando sobre la espesa capa de nieve que cubría toda la superficie
visible, multiplicaba la luz. D. Pedro parecía un cadáver. Como a las ocho de
la mañana se dirigió, acompañado de los fieles servidores, al lugar en que la tarde
anterior había encontrado al pobre pastorcito que le pidió pan y albergue. Iba
temblando. Temía encontrarle exánime y envuelto entre la nieve, y no poderle
prestar ya los auxilios que le reclamara. ¡Qué
momentos tan angustiosos! ¡Y qué nueva y agradable sorpresa! En vez del pastorcillo
encontró al Niño Jesús muellemente recostado en un ventisquero que le servía de
lecho; pero no era, a pesar de ser el mismo, el Niño sonriente y cariñoso de
antes. Era un niño triste y severo a la vez, que en vez de amor y esperanza inspiraba
compasión y miedo. Esto no obstante, D. Pedro se arrojó a Él, le estrechó entre
sus brazos, le dio muchos besos, derramó sobre El muchas lágrimas de
arrepentimiento, y le tornó a su cuna. Qué consolado volvió a su castillo con
tan precioso tesoro.
El terrible castellano se había convertido
en un varón de misericordia. El tigre de las montañas fué desde entonces un
manso cordero. Todas las noches, a la hora de las doce, iba a su capilla a visitar
al Niño Jesús y pedirle perdón de sus pasadas crueldades, y todas las noches le
presentaba en descarga alguna obra de misericordia ejecutada durante el día. Es
que se había propuesto desarmar la ira divina, y hasta abrigaba la dulce
esperanza de volver sonriente y cariñoso aquel divino rostro, entonces, por sus
culpas, triste y severo. Así transcurrieron algunos años, al cabo de los cuales,
al repetirse la ceremonia de la adoración y al aproximarse el piadoso D. Pedro a
besar los pies del divino Infante, éste sonrió dulcemente, diciendo con voz
divina que repercutió en las montañas vecinas: ¡Estás perdonado! Beati misericordes. ¡Bienaventurados los misericordiosos!
ANDRÉS
CASADO.
El
Apostolado de la Prensa.
Año
1904.
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