sábado, 20 de diciembre de 2025

“FE, ESPERANZA, CARIDAD” Una historia bella y conmovedora del gran violinista Paganini.

 



      Érase una cruda noche del mes de Diciembre del año que no hace al caso.

 

   Menuda lluvia de nieve matizaba los campos, trocando el paisaje en blanco fantasma. El húmedo y punzante viento del Guadarrama acariciaba la coronada villa, y los pocos transeúntes que cruzaban las calles arrebujados en sus capas o mal abrigados por sus bufandas, con el sombrero calado hasta las cejas y las manos en los bolsillos del pantalón o el abrigo, apretaban el paso para guarecerse, huyendo de la inclemencia del tiempo, en sus respectivas viviendas. De vez en cuando se percibía el ruido de algún coche que pasaba a todo correr, como silueta que se esfumaba en las sombras de la noche.

 

   En un anchuroso portal de la plaza de Isabel II, y cobijado en el resquicio, notábase un bulto que, pegándose al muro, parecía rebuscar en el duro granito el calor que faltaba a sus ateridos miembros. Era una mujer, en cuya indumentaria se notaba, a pesar de la obscuridad, la falta de recursos: una falda, negra, al tobillo, un mantón raído y un pañolito, negro también, a la cabeza, componían el vestido de aquella mujer. Hondos suspiros, casi apagados, salían de su pecho y escapaban de sus labios para morir helados apenas lanzados al aire.

 

   Largo rato hacía que la curiosidad y el mal tiempo nos tenía enclavados en otro portal contiguo al en que se encontraba nuestra infeliz mujer, sin importarnos la nieve que ya caía abundosa, ni el frío que atería nuestros cuerpos, cuando al medio de la plaza distinguimos, a la escasa penumbra de un farol, un pequeño bulto que con lento paso se encaminaba al sitio que ocupábamos.

 

   Poco a poco fuese acercando, y pudimos ver que era un niño como de unos catorce años; su fisonomía demostraba bien claro el insomnio y la miseria. Era jorobadito, y bajo el brazo llevaba un viejo violín. Unos gruesos zapatones en muy mal estado; un pantalón raído, a media pierna; una blusilla negra, una bufanda gris y una gorra de color indefinible, componían el vestuario de aquel deforme ser. Por su modo de andar indolente y perezoso se comprendía que el pequeño “Paganini” no había alcanzado óptimos frutos en su colecta de aquella noche.

 

   Acercóse á la mendiga, quien le preguntó con desfallecida voz:

   — ¿Traes algo, Ángel?

   — Nada  contestó el niño con tristeza; — los señores temen al frío y a la nevada y se ocultan en sus casas.

   — ¿Has tocado mucho, hijo mío?

   — No; mis manos estaban agarrotadas con el frío, y en vez de sonidos eran sólo lamentos y chirridos los que mi arco arrancaba.

   — ¡Todo sea por Dios!

   — Sí, todo sea por Dios. Los hombres son malos, muy malos: no quieren comprender que cuando desafiando el tiempo me coloco en una esquina tocando, es porque la necesidad me obliga. No, no hay caridad.

   — No ofendas a Dios, Ángel mío. Ten fe en Él, que así lo tiene dispuesto; espera y ama, porque Dios no se olvida del creyente y consuela sus amarguras.

   — ¡Consuelos! ¡Consuelos! No hay consuelos para el que nace destinado a las privaciones y la miseria. No, no las hay. ¿Qué vale mi voluntad, tan grande como el cielo que nos cubre; qué mi entereza firme cual esa estatua; qué mi resignación como la del mártir, si cuando por buscar el sustento de mi madre pongo en el arco mis cinco sentidos y arranco a estas cuerdas, con las lágrimas en los ojos, acordes de sentimiento, no hallando como recompensa sino el insulto en boca del despiadado que ríe de mi deformidad, o el desprecio del opulento que aligera su paso para no ver mi harapienta persona? Yo creo en Dios, madre de mi alma; yo creo en Él, porque en El tengo mis esperanzas; yo espero en Él, porque le amo como tú has sabido enseñarme con esa santa resignación cristiana; pero no por eso es menos horrenda nuestra situación.

   — Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Dios, Ángel de mi alma, y pidámosle con todo el fervor de nuestros corazones una solución favorable al triste estado en que nos encontramos.

 

   Callaron después aquellos desheredados, y acurrucándose en el hueco de la puerta, abrazados los dos dispusiéronse a pasar la noche. Poco después el jorobadito dormía y la mendiga oraba con fervoroso recogimiento, que todo sitio es bueno para pedir a Dios cuando la oración nace del alma.

 

   Con el cuerpo inclinado hacia fuera, apenas nos atrevíamos a mirar donde la desgracia habla escogido su lecho.

 

   Así pasó como media hora, cuando sentimos ruido de un coche que se acercaba a todo escape, y que fue a parar precisamente ante el portal que ocupaban nuestros desdichados vecinos.

 

   Del coche se apearon un caballero de alguna edad y una señora, la que se fijó en el grupo formado por aquellos infelices, y con una voz como si la emitieran ángeles del cielo, dijo a su acompañante:

 

   — Papá, estos infelices quizá no hayan comido y ni tendrán casa cuando han escogido por vivienda el portal de la nuestra.

   — ¿Qué deseas? —se limitó a contestar aquel señor.

   — ¿Por qué no les hacemos subir con nosotros?

   — Esos vagabundos son falsos y desagradecidos.

   — Qué nos importan cómo sean. Hagamos esa caridad en nombre de Dios.

   — Sea como quieres —y tocando con la contera del bastón en el hombro de la desdichada, exclamo: —Levántese, señora, y síganos.

 

   Atemorizados los mendigos pusiéronse de pie, y mirando con asombro al caballero, apenas si acertaban a dar un paso; pero la joven, tomándola dulcemente del brazo, la arrastró tras sí, obligándola a entrar en el portal y subir las amplias escaleras. Detrás seguían el jorobadito y el señor que había ordenado.

 

   De aquella noche han pasado diez años. El teatro Real de la villa y corte encuéntrase totalmente lleno. Los palcos son ocupados por encopetadas damas; las butacas, donde el frac y el sombrero de copa se dan cita, están tomadas todas; hasta en el último piso se observa una animación desusada.

 

   ¿Qué ocurre? ¿Qué acontecimiento se prepara? Vamos a verlo.

 

   La orquesta preludia y toca una sinfonía; terminada la cual, levántase lentamente la cortina, y tras ella aparece la figura de un joven como de unos veinticuatro años. Su aspecto triste y humilde, la melancolía de su mirada, la forzada sonrisa que entreabre sus labios, da un ambiente de curiosidad difícil de definir. Con resolución se adelanta a la batería y, después de saludar, empuña el arco, y sujetando al cuello el violín, da principio con pulso sereno a una melodía.

 

   Todo queda en suspenso hasta percibirse distintamente el vuelo de una mosca, y unas tras otras las notas arrancadas a aquel Stradivarius conmueven al auditorio, porque la inspiración del artista lleva el ánimo haciéndole sentir el placer y la pena, la alegría y el dolor, y en sus, armoniosos compases deja ver al genio que trasmite y hace reales los sentimientos de su alma.

 

   Cae el telón y una salva atronadora de aplausos resuena en el regio coliseo, y cien veces sube la cortina para tributar al genial artista la recompensa que merece; por fin cae por última vez, y el joven corre presuroso a las cajas, y mientras las lágrimas de la satisfacción surcan sus mejillas, abrazando a una anciana exclama:

 

   — ¡Gracias, gracias, Dios mío! Ya soy hombre. Abrázame, madre mía. Tu Ángel no tiene ya que desafiar el frío y la nieve como en aquella feliz noche en que, encomendándonos a Dios, fuimos recogidos del medio del arroyo por nuestra bienhechora. Bendito seas Tú, Dios mío, que tal dicha me has proporcionado, y de hoy más del fondo de mi alma te prometo, como fervoroso hijo tuyo, dedicarte todos mis actos y promulgar las tres virtudes que más simpáticas te son: Fe, Esperanza y Caridad.

 

SEBASTIÁN PEÑUELA.

“APOSTOLADO DE LA PRENSA”

AÑO 1905.


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