Érase
una cruda noche del mes de Diciembre del año que no hace al caso.
Menuda lluvia de nieve matizaba los campos,
trocando el paisaje en blanco fantasma. El húmedo y punzante viento del Guadarrama
acariciaba la coronada villa, y los pocos transeúntes que cruzaban las calles
arrebujados en sus capas o mal abrigados por sus bufandas, con el sombrero
calado hasta las cejas y las manos en los bolsillos del pantalón o el abrigo, apretaban
el paso para guarecerse, huyendo de la inclemencia del tiempo, en sus
respectivas viviendas. De vez en cuando se percibía el ruido de algún coche que
pasaba a todo correr, como silueta que se esfumaba en las sombras de la noche.
En un anchuroso portal de la plaza de Isabel
II, y cobijado en el resquicio, notábase un bulto que, pegándose al muro, parecía
rebuscar en el duro granito el calor que faltaba a sus ateridos miembros. Era
una mujer, en cuya indumentaria se notaba, a pesar de la obscuridad, la falta
de recursos: una falda, negra, al tobillo, un mantón raído y un pañolito, negro
también, a la cabeza, componían el vestido de aquella mujer. Hondos suspiros,
casi apagados, salían de su pecho y escapaban de sus labios para morir helados
apenas lanzados al aire.
Largo rato hacía que la curiosidad y el mal
tiempo nos tenía enclavados en otro portal contiguo al en que se encontraba
nuestra infeliz mujer, sin importarnos la nieve que ya caía abundosa, ni el
frío que atería nuestros cuerpos, cuando al medio de la plaza distinguimos, a
la escasa penumbra de un farol, un pequeño bulto que con lento paso se
encaminaba al sitio que ocupábamos.
Poco a poco fuese acercando, y pudimos ver
que era un niño como de unos catorce años; su fisonomía demostraba bien claro
el insomnio y la miseria. Era jorobadito, y bajo el brazo llevaba un viejo
violín. Unos gruesos zapatones en muy mal estado; un pantalón raído, a media pierna;
una blusilla negra, una bufanda gris y una gorra de color indefinible,
componían el vestuario de aquel deforme ser. Por su modo de andar indolente y
perezoso se comprendía que el pequeño “Paganini”
no había alcanzado óptimos frutos en su colecta de aquella noche.
Acercóse á la mendiga, quien le preguntó con
desfallecida voz:
— ¿Traes algo, Ángel?
— Nada
contestó el niño con tristeza; — los
señores temen al frío y a la nevada y se ocultan en sus casas.
— ¿Has tocado mucho, hijo mío?
— No;
mis manos estaban agarrotadas con el frío, y en vez de sonidos eran sólo
lamentos y chirridos los que mi arco arrancaba.
— ¡Todo sea por Dios!
— Sí,
todo sea por Dios. Los hombres son malos, muy malos: no quieren comprender que
cuando desafiando el tiempo me coloco en una esquina tocando, es porque la
necesidad me obliga. No, no hay caridad.
— No
ofendas a Dios, Ángel mío. Ten fe en Él, que así lo tiene dispuesto; espera y
ama, porque Dios no se olvida del creyente y consuela sus amarguras.
— ¡Consuelos! ¡Consuelos! No hay consuelos
para el que nace destinado a las privaciones y la miseria. No, no las hay. ¿Qué vale mi voluntad, tan grande como el cielo que nos cubre; qué mi
entereza firme cual esa estatua; qué mi resignación como la del mártir, si cuando
por buscar el sustento de mi madre pongo en el arco mis cinco sentidos y
arranco a estas cuerdas, con las lágrimas en los ojos, acordes de sentimiento, no
hallando como recompensa sino el insulto en boca del despiadado que ríe de mi deformidad, o el desprecio del
opulento que aligera su paso para no ver mi harapienta persona? Yo creo en
Dios, madre de mi alma; yo creo en Él, porque en El tengo mis esperanzas; yo
espero en Él, porque le amo como tú has sabido enseñarme con esa santa
resignación cristiana; pero no por eso es menos horrenda nuestra situación.
— Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Dios,
Ángel de mi alma, y pidámosle con todo el fervor de nuestros corazones una
solución favorable al triste estado en que nos encontramos.
Callaron después aquellos desheredados, y
acurrucándose en el hueco de la puerta, abrazados los dos dispusiéronse a pasar
la noche. Poco después el jorobadito dormía y la mendiga oraba con fervoroso
recogimiento, que todo sitio es bueno para pedir a Dios cuando la oración nace
del alma.
Con el cuerpo inclinado hacia fuera, apenas
nos atrevíamos a mirar donde la desgracia habla escogido su lecho.
Así pasó como media hora, cuando sentimos
ruido de un coche que se acercaba a todo escape, y que fue a parar precisamente
ante el portal que ocupaban nuestros desdichados vecinos.
Del coche se apearon un caballero de alguna
edad y una señora, la que se fijó en el grupo formado por aquellos infelices, y
con una voz como si la emitieran ángeles del cielo, dijo a su acompañante:
— Papá,
estos infelices quizá no hayan comido y ni tendrán casa cuando han escogido por
vivienda el portal de la nuestra.
— ¿Qué deseas? —se limitó a contestar aquel
señor.
— ¿Por qué no les hacemos subir con
nosotros?
— Esos vagabundos son falsos y
desagradecidos.
— Qué
nos importan cómo sean. Hagamos esa caridad en nombre de Dios.
— Sea como quieres —y tocando con la contera
del bastón en el hombro de la desdichada, exclamo: —Levántese, señora, y
síganos.
Atemorizados los mendigos pusiéronse de pie,
y mirando con asombro al caballero, apenas si acertaban a dar un paso; pero la
joven, tomándola dulcemente del brazo, la arrastró tras sí, obligándola a
entrar en el portal y subir las amplias escaleras. Detrás seguían el jorobadito
y el señor que había ordenado.
De aquella noche han pasado diez años. El
teatro Real de la villa y corte encuéntrase totalmente lleno. Los palcos son ocupados
por encopetadas damas; las butacas, donde el frac y el sombrero de copa se dan
cita, están tomadas todas; hasta en el último piso se observa una animación desusada.
¿Qué ocurre? ¿Qué acontecimiento se prepara? Vamos a verlo.
La orquesta preludia y toca una sinfonía;
terminada la cual, levántase lentamente la cortina, y tras ella aparece la
figura de un joven como de unos veinticuatro años. Su aspecto triste y humilde,
la melancolía de su mirada, la forzada sonrisa que entreabre sus labios, da un
ambiente de curiosidad difícil de definir. Con resolución se adelanta a la
batería y, después de saludar, empuña el arco, y sujetando al cuello el violín,
da principio con pulso sereno a una melodía.
Todo queda en suspenso hasta percibirse
distintamente el vuelo de una mosca, y unas tras otras las notas arrancadas a
aquel Stradivarius conmueven al auditorio,
porque la inspiración del artista lleva el ánimo haciéndole sentir el placer y
la pena, la alegría y el dolor, y en sus, armoniosos compases deja ver al genio
que trasmite y hace reales los sentimientos de su alma.
Cae el telón y una salva atronadora de
aplausos resuena en el regio coliseo, y cien veces sube la cortina para
tributar al genial artista la recompensa que merece; por fin cae por última vez,
y el joven corre presuroso a las cajas, y mientras las lágrimas de la
satisfacción surcan sus mejillas, abrazando a una anciana exclama:
— ¡Gracias,
gracias, Dios mío! Ya soy hombre. Abrázame, madre mía. Tu Ángel no tiene ya que
desafiar el frío y la nieve como en aquella feliz noche en que, encomendándonos
a Dios, fuimos recogidos del medio del arroyo por nuestra bienhechora. Bendito
seas Tú, Dios mío, que tal dicha me has proporcionado, y de hoy más del fondo
de mi alma te prometo, como fervoroso hijo tuyo, dedicarte todos mis actos y
promulgar las tres virtudes que más simpáticas te son: Fe, Esperanza y Caridad.
SEBASTIÁN
PEÑUELA.
“APOSTOLADO
DE LA PRENSA”
AÑO
1905.
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