El Sr. Tomás se hallaba tendido en su miserable
lecho y solo completamente en el cuchitril que le servía de vivienda; a sus
oídos llegaban, aunque muy apagados, los ecos de los alegres ruidos que producía
en las calles una multitud contenta y bulliciosa que con cánticos no siempre religiosos
y con insensatas borracheras, celebraba nada apropiadamente la festividad del natalicio
del Hijo de Dios.
¡Pobre Sr Tomás! Enervado por los años, por el
trabajo y las penas, sentía que se aproximaba su último momento.
Tenía conciencia de su estado, comprendía
que pocas horas, tal vez breves instantes, le quedaban de vida.
Aunque no hacía mucho tiempo que había
buscado el consuelo que la Religión proporciona con los santos sacramentos de
la Penitencia y Comunión, deseaba la presencia de algún sacerdote que le
auxiliase en aquella noche, que él comprendía era la última de su peregrinación
por este mundo; dos veces había golpeado con su puño en la pared de su alcoba,
medianera con las habitaciones de los porteros; pero éstos que, si bien guiados
por buenos propósitos, le habían ofrecido que entrarían a verle con frecuencia y
que estarían al cuidado, por si algo le ocurriese y llamaba, le habían echado en
olvido entregados a las expansiones y jolgorio de la Nochebuena y nadie acudió
al llamamiento del Sr. Tomás.
Este, por distraer su imaginación o sin
darse cuenta de ello, se puso a repasar en su memoria toda su existencia.
Se vio de niño en la pobre casucha de sus
padres, en donde muchas veces faltaba el pan: recordó que en aquella época ni
una sola Nochebuena gozó con los juguetes y golosinas que en tales noches
disfrutan otros niños. Vióse después aprendiz y más tarde oficial de
carpintero, atendiendo a su padre casi baldado, y a su madre que, medio ciega, cumplía
como le era posible con los quehaceres domésticos.
Después, cuando ambos murieron, buscó una
esposa que fué siempre para él cariñosa y buena compañera, pero con la que
tampoco pudo gozar nunca días de tranquilo bienestar y relativo desahogo.
Recordó también lo que él y su esposa
sufrieron al ver a sus hijos carecer de lo más preciso, y cómo la muerte se los
fué arrebatando, cuando a fuerza de trabajos y privaciones habían confiado
hallar en ellos sostén y ayuda. Quedaron el Sr. Tomás y su esposa; pero ésta,
herida de una grave enfermedad de esas que matan con lentitud para hacer más
largo el sufrimiento.
Finalmente, llevaba cuatro años de verse
abandonado, solo, perdidos todos los seres en que cifró su amor, sin la santa mujer
que supo en los días de terribles crisis infundirle consuelo y ánimo.
Seguía oyendo los apagados ecos de la alegre
multitud, y en vano procuró recordar una sola Nochebuena que no hubiese sido
para él de pesares y tristezas.
El Sr. Tomás sintió un frío intenso y quiso
volver a llamar, pero su brazo permaneció quieto, desobediente a su deseo, y no
llamó, pero lo mismo hubiera sido; ¿quién,
cuando ríe y goza, se acuerda de la desgracia ajena? El anciano dio un
suspiro y dirigió su mirada a un Santo
Cristo, que para poder verle mejor, tenía colocado en una repisa, en la
pared que hacia frente a la cabecera de su pobre lecho, y al Sr. Tomás le
pareció que el Crucificado le sonreía, y aun
creyó oírle decir:
—«Ven a
mí; mis brazos están extendidos para recibirte.»
Y entonces el anciano cambió el orden de sus
ideas. Mucho había sufrido, pero en cambio, ¡qué
poco mal habla hecho en el mundo!; hizo examen de su conciencia, y casi se
sintió admirado de no encontrar grandes faltas de que tener que arrepentirse en
aquella hora tan terrible para otros.
Y poco a poco aquella santa tranquilidad de
su conciencia le infundió un inefable bienestar que jamás habla sentido, y ya
no pensó en el pasado, sino en el porvenir, y en su rostro se dibujó una
plácida sonrisa; presentía que se aproximaba la felicidad, pero una felicidad
tan inmensa, tan sublime, que sus dolores; sus trabajos y sus penas ya no le
parecieron nada, y siguió sonriendo porque
se conceptuaba poseedor de la mayor de todas las riquezas: una conciencia tranquila...
Cuando, pasada la borrachera de aquella
noche, se acordaron del Sr. Tomás, le encontraron rígido en su frío lecho, pero
en su rostro aún seguía dibujándose aquella plácida sonrisa, signo de dicha
suprema.
— ¡Pobre Sr. Tomás — dijeron los vecinos
contristados más o menos hipócritamente; — qué Nochebuena tan mala habrá
pasado! ¡Siempre el mundo se engaña en sus juicios! Precisamente aquella
Nochebuena fué la única buena noche que pasó en el mundo el Sr. Tomás, como que
era precursora de un día de bienaventuranza eterna.
M.
MARZAL.
Lectura
Dominical – 1898.
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