jueves, 18 de diciembre de 2025

“La Nochebuena del Sr. Tomás”

 



   El Sr. Tomás se hallaba tendido en su miserable lecho y solo completamente en el cuchitril que le servía de vivienda; a sus oídos llegaban, aunque muy apagados, los ecos de los alegres ruidos que producía en las calles una multitud contenta y bulliciosa que con cánticos no siempre religiosos y con insensatas borracheras, celebraba nada apropiadamente la festividad del natalicio del Hijo de Dios.

 

   ¡Pobre Sr Tomás! Enervado por los años, por el trabajo y las penas, sentía que se aproximaba su último momento.

 

   Tenía conciencia de su estado, comprendía que pocas horas, tal vez breves instantes, le quedaban de vida.

 

   Aunque no hacía mucho tiempo que había buscado el consuelo que la Religión proporciona con los santos sacramentos de la Penitencia y Comunión, deseaba la presencia de algún sacerdote que le auxiliase en aquella noche, que él comprendía era la última de su peregrinación por este mundo; dos veces había golpeado con su puño en la pared de su alcoba, medianera con las habitaciones de los porteros; pero éstos que, si bien guiados por buenos propósitos, le habían ofrecido que entrarían a verle con frecuencia y que estarían al cuidado, por si algo le ocurriese y llamaba, le habían echado en olvido entregados a las expansiones y jolgorio de la Nochebuena y nadie acudió al llamamiento del Sr. Tomás.

 

   Este, por distraer su imaginación o sin darse cuenta de ello, se puso a repasar en su memoria toda su existencia.

 

   Se vio de niño en la pobre casucha de sus padres, en donde muchas veces faltaba el pan: recordó que en aquella época ni una sola Nochebuena gozó con los juguetes y golosinas que en tales noches disfrutan otros niños. Vióse después aprendiz y más tarde oficial de carpintero, atendiendo a su padre casi baldado, y a su madre que, medio ciega, cumplía como le era posible con los quehaceres domésticos.

 

   Después, cuando ambos murieron, buscó una esposa que fué siempre para él cariñosa y buena compañera, pero con la que tampoco pudo gozar nunca días de tranquilo bienestar y relativo desahogo.

 

   Recordó también lo que él y su esposa sufrieron al ver a sus hijos carecer de lo más preciso, y cómo la muerte se los fué arrebatando, cuando a fuerza de trabajos y privaciones habían confiado hallar en ellos sostén y ayuda. Quedaron el Sr. Tomás y su esposa; pero ésta, herida de una grave enfermedad de esas que matan con lentitud para hacer más largo el sufrimiento.

 

   Finalmente, llevaba cuatro años de verse abandonado, solo, perdidos todos los seres en que cifró su amor, sin la santa mujer que supo en los días de terribles crisis infundirle consuelo y ánimo.

 

   Seguía oyendo los apagados ecos de la alegre multitud, y en vano procuró recordar una sola Nochebuena que no hubiese sido para él de pesares y tristezas.

 

   El Sr. Tomás sintió un frío intenso y quiso volver a llamar, pero su brazo permaneció quieto, desobediente a su deseo, y no llamó, pero lo mismo hubiera sido; ¿quién, cuando ríe y goza, se acuerda de la desgracia ajena? El anciano dio un suspiro y dirigió su mirada a un Santo Cristo, que para poder verle mejor, tenía colocado en una repisa, en la pared que hacia frente a la cabecera de su pobre lecho, y al Sr. Tomás le pareció que el Crucificado le sonreía, y aun creyó oírle decir:

 

   —«Ven a mí; mis brazos están extendidos para recibirte.»

 

   Y entonces el anciano cambió el orden de sus ideas. Mucho había sufrido, pero en cambio, ¡qué poco mal habla hecho en el mundo!; hizo examen de su conciencia, y casi se sintió admirado de no encontrar grandes faltas de que tener que arrepentirse en aquella hora tan terrible para otros.

 

   Y poco a poco aquella santa tranquilidad de su conciencia le infundió un inefable bienestar que jamás habla sentido, y ya no pensó en el pasado, sino en el porvenir, y en su rostro se dibujó una plácida sonrisa; presentía que se aproximaba la felicidad, pero una felicidad tan inmensa, tan sublime, que sus dolores; sus trabajos y sus penas ya no le parecieron  nada, y siguió sonriendo porque se conceptuaba poseedor de la mayor de todas las riquezas: una conciencia tranquila...

 

   Cuando, pasada la borrachera de aquella noche, se acordaron del Sr. Tomás, le encontraron rígido en su frío lecho, pero en su rostro aún seguía dibujándose aquella plácida sonrisa, signo de dicha suprema.

 

   — ¡Pobre Sr. Tomás — dijeron los vecinos contristados más o menos hipócritamente; — qué Nochebuena tan mala habrá pasado! ¡Siempre el mundo se engaña en sus juicios! Precisamente aquella Nochebuena fué la única buena noche que pasó en el mundo el Sr. Tomás, como que era precursora de un día de bienaventuranza eterna.

 

M. MARZAL.

Lectura Dominical – 1898.

 

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