Una sola cosa es necesaria (Lucas. X, 42).
No es
necesario que en este mundo tengamos riquezas, ni que alcancemos honores, ni que
gocemos de salud, ni que disfrutemos de placeres: sólo es necesario que nos salvemos: porque
no hay medio; si no nos salvamos, seremos condenados.
Después
de esta corta vida, o gozaremos eternamente de la bienaventuranza de la gloria,
o para siempre durará nuestra desdicha en los infiernos.
¡Oh Dios mío!
¿Qué será de mí? ¿Me salvaré, o me
condenaré? Una de estas dos cosas me ha de caber indispensablemente. Yo
espero salvarme, ¿pero tengo de ello
alguna seguridad? Después de saber que
he merecido el infierno tantas veces,
Jesús mío, mi Salvador, en vuestra
muerte está cifrada mi esperanza.
¡Cuántos
mundanos que se vieron en otro tiempo colmados de riquezas y de honores,
elevados a grandes puestos y hasta colocados sobre el trono, se hallan ahora en
el infierno, en donde todo su fausto, todas sus grandezas pasadas no les sirven
sino para acrecentar sus tormentos y su desesperación!
Ved aquí, no obstante, lo que les había
dicho el Señor: No queráis atesorar para
vosotros tesoros en la tierra... mas atesorad para vosotros tesoros en el
cielo, en donde no los consume orín ni polilla (Mateo. VI, 19). Todos los bienes terrestres los arrebata la
muerte; pero los bienes espirituales son tesoros mil veces más preciosos, y
duran eternamente.
Dios
nos hace saber que quiere la salvación de todo el mundo (I Timoteo, I, 4),
y a todos nos da los socorros necesarios para que nos salvemos. ¡Desdichados de los que se pierden! Su
perdición nace de ellos mismos: Tu perdición,
Israel, de tí: sólo en mí está tu socorro (Oseas. XIII, 9) El más cruel
tormento que padecen los condenados, es pensar que se han perdido por su propia
culpa.
El
fuego y el gusano roedor, esto es, el remordimiento de la conciencia, serán los
verdugos de los condenados en venganza de sus pecados (Ecle. VII, 9) Pero
el gusano roedor les atormentará sin fin, y mucho más que el fuego. ¡Cuánta no es nuestra aflicción en la
tierra si perdemos algún precioso objeto, un diamante, un reloj, un bolsillo lleno
de oro, por nuestro descuido! Esta pérdida nos quita el apetito, y no nos deja con ciliar el sueño, pensando en ella aunque haya esperanza de repararla por otro camino. Ahora pues, ¿cuál será el tormento de un condenado, al considerar que ha sido por
su culpa el perder a Dios y la gloria, sin esperanza de poderlos recobrar?
Erramos, será el grito eterno de los condenados (Sap. V, 6). Nos hemos engañado,
nos hemos perdido voluntariamente y nuestro yerro no tiene remedio. Mientras
estamos en la vida, con el tiempo, con
un cambio de estado, con una entera resignación a la voluntad divina, podemos
poner remedio a las desgracias que nos acontecen; pero ninguno de estos
remedios nos servirá cuando hayamos entrado en la eternidad, si hemos errado el camino del cielo.
El apóstol San Pablo nos exhorta
a que busquemos nuestra salvación eterna, con un continuo temor de perderla: Obrad
vuestra salud con temor y con temblor (Filipenses. II, 12) Este temor nos hará
caminar siempre con cautela, huir de las malas ocasiones, encomendarnos
continuamente a Dios y así nos salvaremos. Roguemos, pues,
al Señor se digne grabar en nuestra mente el pensamiento que de nuestro último suspiro depende
nuestra felicidad eterna, o nuestra
eterna desdicha sin esperanza de
remedio.
¡Oh Dios mío!
yo he despreciado a menudo vuestra gracia y no merezco compasión; pero el
profeta me asegura que vos sois compasivo con los que os buscan: Bueno es el Señor para el alma que le busca.
He
huido de vos hasta ahora, pero ya ni busco, ni deseo, ni amo más que a vos solo.
Por piedad, no me desechéis. Acordaos de la sangre que por mí derramasteis: y esta
sangre y vuestra intercesión, ¡oh María! madre de Dios, son toda mi esperanza.
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