Pero eso es cruel… ¡Por un pecado… un infierno!
ADOLFO: Canario, que veo que en esto del
infierno sabes más que el jesuita de anoche. No parece sino que has estado
allí.
FRANCISCO:
—Porque no quiero ir (al infierno), querido mío, por eso lo estudio. Otros, a
fuerza de olvidarlo, se van a él de cabeza.
ADOLFO: — Pero otra objeción: ¿qué proporción hay entre los suplicios
infernales y una cosa de tan pocos momentos cual es la culpa? ¿Dónde aparece el
restablecimiento del orden trastornado por ella? Por más que profundice, no puedo alcanzar cómo se aviene la justicia de Dios con tan gran
castigo. Vamos, es para volverse
locos.
FRANCISCO:
—He ahí otro de tus errores manifestados poco ha. ¿Dices que la culpa es cosa de poco peso? ¡Válgame San Crispín! ¡Si no
hay mal en el mundo que iguale su malicia: el mayor mal de Dios y de la
criatura...!
ADOLFO: —De
la criatura lo comprendo, si es verdad que le acarrea penas insufribles, como
tú dices; pero a Dios, ¿qué daño le puede
causar la culpa, por grave que sea? Dios es inmortal é impasible. ¿Qué mal le hago yo a Dios con un mal
pensamiento, o porque no me dé la gana de ir a misa un día de fiesta?
FRANCISCO:
—Claro que, con que Tú no vayas a misa, Dios no deja de ser Dios; ni le quitas,
ni le pones. Dios es invulnerable, no hay duda, y por esta parte no puede
recibir herida ni daño interior; mas hay otro mal, que se llama insulto,
ignominia, menosprecio, que un varón honrado siente más que la muerte, y este
mal es el que irroga la criatura al Criador por el pecado, y por ello, en
cuanto está de su parte, es el pecador deicida y reo de lesa divina Majestad.
Lo entenderás por una comparación.
Preséntase
en público un poderoso monarca, blindado con vestido metálico, impenetrable a
las balas; le sale al encuentro un asesino, y le dispara un tiro con ánimo de quitarle
la vida. ¿No sería éste reo de regicidio y sentenciado como tal, por más que el
soberano no hubiese recibido daño ninguno? Pues ahora aplica tú la semejanza. El
pecador no mata a Dios, porque Dios es inmortal; pero, por lo que al pecador
toca, menosprecia a Dios, digno de toda alabanza, se burla de su majestad y
dice, siendo un gusano, a la majestad divina: “No quiero, no me da la gana de
observar tu ley”. Quédate con tu cielo, que yo prefiero hacer mi gusto y dar
oído a mis pasiones.”
ADOLFO: —Muy
exagerado me parece todo eso; yo no veo cómo una sola culpa pueda encerrar tanta
maldad.
FRANCISCO:
—Escucha. ¿No es menosprecia del monarca
pisotear en su presencia las disposiciones en que cifra el logro de sus planes,
llenos de sabiduría y de bondad, y pisotearlas a pesar de las terribles
amenazas con que conmina a los infractores?
ADOLFO: —No
cabe duda.
FRANCISCO:
—Pues eso hace el pecador en presencia o en la cara misma del Altísimo. Dice su
divina ley: no jurarás el nombre de Dios en vano; y se levanta el blasfemo, y se
encara con el supremo Legislador, y le escupe en el rostro, profiriendo esas
blasfemias, que parecen inventadas en lo más profundo del infierno. Dice la
divina ley: santificarás las fiestas; y se presenta el impío, y, burlándose de
Dios, exclama con las obras: pues a mí no me da la gana; y en vez de descansar,
como Dios manda para bien del obrero, se entrega a la labor con toda osadía.
Dice la divina ley: no tomarás venganza, no fornicarás; y vienen el asesino, el
duelista, el lascivo, y en presencia del mismo Dios, que penetra lo más secreto
de los corazones y los amenaza con suplicios eternos, exclaman con sus hechos:
no me amedrentan esos espantajos; quiero ser libre para hacer de mi capa un
sayo.
ADOLFO: —Me voy convenciendo de que hasta ahora
había caminado sin tiento al borde de un espantoso precipicio, poniendo en duda
un dogma de tanta transcendencia. ¿No es
preferible padecer todos los tormentos de la vida antes que ponernos a riesgo
de condenarnos eternamente?
FRANCISCO:
—Eso hicieron, Adolfo,
todos los mártires, confirmando con su sangre la verdad de que no hay mal tan
digno de ser aborrecido y llorado como el pecado, que tanta desgracia causa al
infeliz que se endurece en él. Para que acabes de resolverte a romper las cadenas
de tus errores y peligrosas amistades, admira la heroicidad y respuestas de dos
piadosas mujeres.
Corría el año 285 de la era cristiana, cuando
Domnina y Teonila fueron prendidas como católicas y metidas
en la cárcel, donde aguardaron la llegada del procónsul de Cilicia, llamado
Lisias. Llegado allí, mandó que le presentaran a Domnina. Al momento compareció
la santa llena de gozo, con la
esperanza de padecer por Jesucristo. Con
el fin de acobardarla e infundirle terror, habían hacinado allí muchos instrumentos
de suplicio.
— ¿Ves, — díjole el juez, — ese fuego
abrasador y esos instrumentos de muerte? Para ti están preparados si rehúsas
ofrecer sacrificio a los dioses.
—Yo no adoro otro Dios que al Eterno, y Jesucristo
su Hijo. ¿Qué son vuestros dioses, sino trozos de barro o de madera?
Irritado Lisias, le contestó:
—Unos momentos más, y si resistes te mando arrojar a las
llamas.
—No
me espantan vuestros tormentos, ni vuestro fuego, que pronto se apaga; temo los
tormentos eternos y aquel fuego que nunca se extingue.
—Desnudadla, pues, — clamó Lisias, — y azotadla hasta
quitarla la vida.
Así lo ejecutaron los sayones, y Domnina expiró victoriosa, siendo su cadáver arrojado a las llamas. Apenas acababa de arder, mandaron comparecer a Teonila,
a la cual dijo el procónsul:
—Ya ves el suplicio que te amenaza si persistes en no querer
prestarme obediencia y sacrificar a los dioses.
—Sabe,
¡oh, señor!, que no me imponen miedo ninguno tus amenazas; sólo me aterroriza
el fuego eterno, y por no caer en él adoro yo a un solo Dios, y a Jesucristo,
su Hijo, que juzgará a justos y pecadores.
El juez, fuera de sí de ira por tan valiente
respuesta, mandó atormentarla hasta que muriese en el suplicio.
Así terminaron su mortal carrera estas dos
heroínas, prefiriendo mil veces sufrir todos los tormentos primero que correr
peligro de condenarse por toda una eternidad
ADOLFO: —Me explico esa fortaleza por la preocupación
y fanatismo, que en las mujeres tiene mucha mayor fuerza que en varones prudentes
y de razón. ¿Cuántos de éstos se hallarían
que hubieran expuesto su vida por motivos semejantes?
FRANCISCO:
—A millones, Adolfo, y
hombres de gran saber. Ahí está un San Policarpo,
discípulo de San Juan Evangelista,
a quien la idea del fuego del infierno infundió valor para el martirio en la
edad avanzada de noventa y cinco años. Díjole el procónsul:
—Voy a arrojarte a ser pasto de las fieras si no renuncias a
Jesucristo.
—No
las tengo miedo, — respondió el confesor,—que por los sufrimientos llegaré a la
corona de justicia.
—Si no tienes miedo a ser molido por los colmillos de las
bestias feroces repuso el tirano, —te haré consumir por abrasadoras llamas.
—Tampoco
me espantan. Tú , ¡oh juez!, me amenazas con un fuego que dura poco y luego se
apaga; es porque no conoces el fuego del juicio venidero y del suplicio eterno reservado
a los impíos, que no se apagará jamás, ¿A qué aguardas, pues? Cumple tu deseo.
Pronunciaba el mártir estas palabras con un tono
tan lleno de valor y de alegría, y con aire tan gracioso y de triunfo, que el procónsul
quedó asombrado de una virtud tan heroica en anciano cargado de canas.
FRANCISCO:
––No es, pues, de mujeres devotas temer el infierno y obrar cosas grandes
movidas por este temor; es de varones grandes y esclarecidos por sus
conocimientos y sabiduría, como un San Policarpo. (ESTE DIÁLOGO CONTINUARÁ EN CAPÍTULO VIII)
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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