martes, 26 de septiembre de 2017

¿QUIÉN HA VUELTO DEL OTRO MUNDO? - CAPÍTULO VII - (Diálogo entre dos amigos, Francisco que si cree en el infierno y Adolfo que no)




Pero eso es cruel… ¡Por un pecado… un infierno!

ADOLFO: Canario, que veo que en esto del infierno sabes más que el jesuita de anoche. No parece sino que has estado allí.
FRANCISCO: —Porque no quiero ir (al infierno), querido mío, por eso lo estudio. Otros, a fuerza de olvidarlo, se van a él de cabeza.
ADOLFO: — Pero otra objeción: ¿qué proporción hay entre los suplicios infernales y una cosa de tan pocos momentos cual es la culpa? ¿Dónde aparece el restablecimiento del orden trastornado por ella? Por más que profundice, no puedo alcanzar cómo se aviene la justicia de Dios con tan gran castigo. Vamos, es para volverse locos.
FRANCISCO: —He ahí otro de tus errores manifestados poco ha. ¿Dices que la culpa es cosa de poco peso? ¡Válgame San Crispín! ¡Si no hay mal en el mundo que iguale su malicia: el mayor mal de Dios y de la criatura...!
ADOLFO: —De la criatura lo comprendo, si es verdad que le acarrea penas insufribles, como tú dices; pero a Dios, ¿qué daño le puede causar la culpa, por grave que sea? Dios es inmortal é impasible. ¿Qué mal le hago yo a Dios con un mal pensamiento, o porque no me dé la gana de ir a misa un día de fiesta?
FRANCISCO: —Claro que, con que Tú no vayas a misa, Dios no deja de ser Dios; ni le quitas, ni le pones. Dios es invulnerable, no hay duda, y por esta parte no puede recibir herida ni daño interior; mas hay otro mal, que se llama insulto, ignominia, menosprecio, que un varón honrado siente más que la muerte, y este mal es el que irroga la criatura al Criador por el pecado, y por ello, en cuanto está de su parte, es el pecador deicida y reo de lesa divina Majestad. Lo entenderás por una comparación.

   Preséntase en público un poderoso monarca, blindado con vestido metálico, impenetrable a las balas; le sale al encuentro un asesino, y le dispara un tiro con ánimo de quitarle la vida. ¿No sería éste reo de regicidio y sentenciado como tal, por más que el soberano no hubiese recibido daño ninguno? Pues ahora aplica tú la semejanza. El pecador no mata a Dios, porque Dios es inmortal; pero, por lo que al pecador toca, menosprecia a Dios, digno de toda alabanza, se burla de su majestad y dice, siendo un gusano, a la majestad divina: “No quiero, no me da la gana de observar tu ley”. Quédate con tu cielo, que yo prefiero hacer mi gusto y dar oído a mis pasiones.”

ADOLFO: —Muy exagerado me parece todo eso; yo no veo cómo una sola culpa pueda encerrar tanta maldad.
FRANCISCO: —Escucha. ¿No es menosprecia del monarca pisotear en su presencia las disposiciones en que cifra el logro de sus planes, llenos de sabiduría y de bondad, y pisotearlas a pesar de las terribles amenazas con que conmina a los infractores?
ADOLFO: —No cabe duda.
FRANCISCO: —Pues eso hace el pecador en presencia o en la cara misma del Altísimo. Dice su divina ley: no jurarás el nombre de Dios en vano; y se levanta el blasfemo, y se encara con el supremo Legislador, y le escupe en el rostro, profiriendo esas blasfemias, que parecen inventadas en lo más profundo del infierno. Dice la divina ley: santificarás las fiestas; y se presenta el impío, y, burlándose de Dios, exclama con las obras: pues a mí no me da la gana; y en vez de descansar, como Dios manda para bien del obrero, se entrega a la labor con toda osadía. Dice la divina ley: no tomarás venganza, no fornicarás; y vienen el asesino, el duelista, el lascivo, y en presencia del mismo Dios, que penetra lo más secreto de los corazones y los amenaza con suplicios eternos, exclaman con sus hechos: no me amedrentan esos espantajos; quiero ser libre para hacer de mi capa un sayo.
ADOLFO: —Me voy convenciendo de que hasta ahora había caminado sin tiento al borde de un espantoso precipicio, poniendo en duda un dogma de tanta transcendencia. ¿No es preferible padecer todos los tormentos de la vida antes que ponernos a riesgo de condenarnos eternamente?

FRANCISCO: —Eso hicieron, Adolfo, todos los mártires, confirmando con su sangre la verdad de que no hay mal tan digno de ser aborrecido y llorado como el pecado, que tanta desgracia causa al infeliz que se endurece en él. Para que acabes de resolverte a romper las cadenas de tus errores y peligrosas amistades, admira la heroicidad y respuestas de dos piadosas mujeres.

   Corría el año 285 de la era cristiana, cuando Domnina y Teonila fueron prendidas como católicas y metidas en la cárcel, donde aguardaron la llegada del procónsul de Cilicia, llamado Lisias. Llegado allí, mandó que le presentaran a Domnina. Al momento compareció la santa llena de gozo, con la esperanza de padecer por Jesucristo. Con el fin de acobardarla e infundirle terror, habían hacinado allí muchos instrumentos de suplicio.


   — ¿Ves, — díjole el juez, — ese fuego abrasador y esos instrumentos de muerte? Para ti están preparados si rehúsas ofrecer sacrificio a los dioses.




   —Yo no adoro otro Dios que al Eterno, y Jesucristo su Hijo. ¿Qué son vuestros dioses, sino trozos de barro o de madera?
   Irritado Lisias, le contestó:
   —Unos momentos más, y si resistes te mando arrojar a las llamas.
   —No me espantan vuestros tormentos, ni vuestro fuego, que pronto se apaga; temo los tormentos eternos y aquel fuego que nunca se extingue.
   —Desnudadla, pues, — clamó Lisias, — y azotadla hasta quitarla la vida.
   Así lo ejecutaron los sayones, y Domnina expiró victoriosa, siendo su cadáver arrojado a las llamas. Apenas acababa de arder, mandaron comparecer a Teonila, a la cual dijo el procónsul:
—Ya ves el suplicio que te amenaza si persistes en no querer prestarme obediencia y sacrificar a los dioses.
—Sabe, ¡oh, señor!, que no me imponen miedo ninguno tus amenazas; sólo me aterroriza el fuego eterno, y por no caer en él adoro yo a un solo Dios, y a Jesucristo, su Hijo, que juzgará a justos y pecadores.

   El juez, fuera de sí de ira por tan valiente respuesta, mandó atormentarla hasta que muriese en el suplicio.

   Así terminaron su mortal carrera estas dos heroínas, prefiriendo mil veces sufrir todos los tormentos primero que correr peligro de condenarse por toda una eternidad

ADOLFO: —Me explico esa fortaleza por la preocupación y fanatismo, que en las mujeres tiene mucha mayor fuerza que en varones prudentes y de razón. ¿Cuántos de éstos se hallarían que hubieran expuesto su vida por motivos semejantes?
FRANCISCO: —A millones, Adolfo, y hombres de gran saber. Ahí está un San Policarpo, discípulo de San Juan Evangelista, a quien la idea del fuego del infierno infundió valor para el martirio en la edad avanzada de noventa y cinco años. Díjole el procónsul:

—Voy a arrojarte a ser pasto de las fieras si no renuncias a Jesucristo.
—No las tengo miedo, — respondió el confesor,—que por los sufrimientos llegaré a la corona de justicia.
—Si no tienes miedo a ser molido por los colmillos de las bestias feroces repuso el tirano, —te haré consumir por abrasadoras llamas.
—Tampoco me espantan. Tú , ¡oh juez!, me amenazas con un fuego que dura poco y luego se apaga; es porque no conoces el fuego del juicio venidero y del suplicio eterno reservado a los impíos, que no se apagará jamás, ¿A qué aguardas, pues? Cumple tu deseo.

   Pronunciaba el mártir estas palabras con un tono tan lleno de valor y de alegría, y con aire tan gracioso y de triunfo, que el procónsul quedó asombrado de una virtud tan heroica en anciano cargado de canas. 

FRANCISCO: ––No es, pues, de mujeres devotas temer el infierno y obrar cosas grandes movidas por este temor; es de varones grandes y esclarecidos por sus conocimientos y sabiduría, como un San Policarpo. (ESTE DIÁLOGO CONTINUARÁ EN CAPÍTULO VIII)


Tomado de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.




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