Observa los mandamientos, confiésate bien y... creerás en el
infierno.
ADOLFO: Veo Francisco, que nos vamos acercando al término de nuestro viaje, y
antes de despedirnos quiero descubrirte la lucha que experimenta mi pecho.
Desde el sermón de ayer noche quedó herido mi corazón con la consideración de
las eternas penas, que tan vivamente nos pintó el buen predicador en la iglesia
del Corazón
de Jesús. De esto debieran tratar a menudo los predicadores, porque
es verdad importantísima. Y ahora, con las razones y argumentos que tú me acabas
de exponer sobre la misma materia, estoy que no sé lo que me pasa.
FRANCISCO:
—Algo he advertido en tu semblante, imagen de tu lucha interior...
ADOLFO: —Por
una parte, brotan en mi alma vivos deseos de asegurar, cueste lo que cueste, mi
salvación eterna como el negocio más importante de la vida; porque me digo en mis
adentros: si me salvo, he sacado la lotería, está ganado el premio gordo; si me
condeno, todo está perdido y para siempre jamás. Mas por otra parte me abruman
otras mil dudas que quisiera ver desvanecidas, y el terrible temor de lo que
dirán mis amigos, de las dificultades que me opondrán, y de sus sarcasmos y
cuchufletas; en fin, me encuentro ahogado en un mar sin fondo, perdido en un
laberinto sin salida.
FRANCISCO:
— ¿Quieres seguir mi consejo, amigo?
ADOLFO: —En esto estoy, pues vivo
convencido de la gran bondad de tu corazón.
FRANCISCO:
—Pues proporción tienes en Tarragona de hallar luz en tus dudas y consuelo en tu aflicción. Vete a la catedral o a otra
iglesia, confiésate, y desaparecerán todas tus vacilaciones y temores.
ADOLFO: — ¿Confesarme yo?
FRANCISCO:
—Sí, Adolfo;
confesarte. Y ya que tan poco tiempo nos resta de estar juntos, quiero que
medites el hecho histórico que te voy a referir por despedida.
A principios del protestantismo, recorría algunos
lugares de Alemania inficionados por la herejía el celoso beato Pedro Fabro, compañero de San Ignacio. En uno de los pueblos de sus apostólicas
excursiones visitóle un cura contagiado del virus protestante, y le encontró
que estaba rezando el Oficio divino. Con Todo, interrumpiendo su rezo, preguntó
al señor cura:
¿Qué
se le ofrece a Ud., señor mío?
—Padre Fabro, —le dijo— venía a proponer a Ud. gravísimas
dificultades, que me oprimen contra la religión católica y a favor de las
nuevas doctrinas.
—Tenga
Ud. la bondad—le contestó el Padre, —de aguardar unos momentos a que concluya
mi Oficio, y luego estaré a las órdenes de Ud.
Sentóse el sacerdote para que el Padre diera
fin a su ocupación sagrada, y el Padre, tan presto como concluyó su rezo, se
dirigió al señor cura y le dijo:
—
Estoy a sus órdenes., señor cura; pero le confieso que me parece inspiración de
Dios lo que voy a proponerle antes que entablemos discusión para disipar sus
dudas.
— ¿Qué inspiración es, Padre mío?
—Que
antes se confiese Ud., —le contestó el santo varón.
—Pero, hombre de Dios, —repuso el sacerdote— si no venía para
ello, ni tampoco estoy preparado.
—No
importa—replicó el Padre—basta la buena voluntad, y Dios suplirá lo que falte.
Tanto
hizo, tanto dijo y tanto suplicó el P. Fabro, que al fin recabó del señor cura que, arrodillado a
sus pies, confesara humildemente sus culpas. Aquel apostólico y santo varón,
penetrando las llagas de su penitente, consiguió con gran dulzura que le
abriera toda su alma y concibiera eficaz propósito de mudar de vida. Terminóse la
confesión con gran consuelo de su ministro y no poca satisfacción del
penitente.
Entonces invitó el P. Fabro al señor cura a que le propusiera todas sus dudas y dificultades,
a lo cual contestó el otro:
—Padre mío, todas se me han desvanecido; gracias a Dios, veo
clarísimo todo lo que antes me parecía obscuro; creo que la verdad sólo e
íntegramente se encuentra en la Iglesia católica; fuera de ella no hay salvación.
ADOLFO: —Conque, Francisco, ¿quieres decirme con eso que con sólo confesarme bien
también quedará ilustrado mi entendimiento para resolver las dificultades que
me objeten mis compañeros?
FRANCISCO:
—Tal vez sí; y en caso de que no consiguieras don tan precioso, por lo menos te
hallarías mejor dispuesto para comprender la verdad; porque nada hay que
obscurezca tanto el entendimiento y más lo extravíe del sendero del bien como
el pecado y las pasiones.
¡Cuántos
ejemplos pudiera referirte en confirmación de mi aserto!
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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