I
Que Jesús viviendo en nosotros es el origen de la verdadera
piedad.
Jesús, Criador, Señor y Salvador nuestro,
que está presente en el cielo y en el santísimo Sacramento, vive también en
nuestras almas y habita en ellas por medio de su gracia. “Yo estoy en vosotros, nos dice, y vosotros estáis en mí,.. Vivís en
mí, y yo en vosotros. Aquel que en mí vive, lleva mucho fruto”.
Él es la vid y nosotros somos sus racimos;
el racimo está unido a la vid, y no vive sino por medio de esta unión. Nosotros
también, por medio de la gracia del Bautismo, quedamos interiormente unidos a Jesús,
nuestro Rey celestial, que de este modo está presente en nuestra alma; y
nuestra alma le está también siempre presente, como el racimo de la viña está
presente en la vid que lo sostiene. Es una inmensa gracia, y una gloria inmensa
para nosotros, pobres y miserables criaturas, poseer tal suerte al Dios de
bondad, ser su templo viviente, su muy amado tabernáculo y el vaso en que su
amor le hace permanecer. Gracias a Jesús, el más pequeño niño cristiano es más
grande a los ojos de Dios que el cielo y la tierra; y Dios quiere más a su alma
que al universo entero.
Así como la vida difunde en todos sus
racimos la savia que a ella misma le da vida, del mismo modo Jesús, presente y
viviendo en nuestras almas bautizadas, difunde en ellas el Espíritu Santo, que
viene a ser la vida de nuestras almas. Y así como la savia difundida en él
racimo lo hace vivir con la misma vida con que vive la vid, de la misma manera
el Espíritu Santo difundido en nuestras almas por Jesús; en nombre de Dios
Padre, hace vivir nuestra alma con la misma vida con que vive Jesús, con la
misma vida con que Dios, vida toda santa, toda perfecta. Por esto nosotros
tenemos que ser muy santos y muy buenos, parecidos en todo a Jesús, nuestro
adorable y celestial modelo.
La piedad cristiana no es otra cosa que la semejanza
tan perfecta como posible sea con Nuestro Señor Jesucristo; es la unión de
nuestro espíritu, de nuestros pensamientos, de nuestras afecciones, de nuestra
voluntad, de todos nuestros sentimientos y de toda nuestra vida, con los
sentimientos, los pensamientos y el espíritu de Nuestro Señor.
Hazte bien cargo de esto, niño o niña que me
lees, porque es una cosa de suma importancia. La piedad es Jesús que vive en
ti, y tú que vives en Jesús; es la unión íntima que el Espíritu Santo establece
entre ti y tu Salvador; es la comunicación que Jesús se digna hacerte de su
filial amor para con Dios, de un fraternal y desinteresado amor para con el
prójimo, y de todas las virtudes que llenan su sagrado Corazón. Te lo diré en
otros términos: la piedad es Jesús que por medio de su gracia te cambia, te
transforma en otro Él, de modo que sólo Él, Jesús, vive en ti. Un buen
cristiano, una niña piadosa, es otro Jesús, que en todas sus acciones, en todas
sus palabras y en todos los detalles de su vida, es una copia perfecta, una verdadera
fotografía de Jesús.
Jesús decía en aquellos tiempos: “el que a mí me ve, a mi Padre ve”. Un
verdadero cristiano, una niña verdaderamente piadosa, debe poder también decir:
“el que me ve a mí, a Jesús ve”.
Esto no quiere decir que nosotros seamos un solo Dios con Jesús, como Jesús es un solo Dios con su Padre; esto solamente
quiere decir que nosotros estamos unidos interiormente con Jesús, y que. Jesús vive
en nuestra alma a la manera de la unión mucho más perfecta que existía entre su
Padre y Él.
Cuando
San Edmundo de Cantorbery era todavía niño, tenía afición a
pasearse solo para pensar con más libertad en Dios y unirse más fácilmente con
Nuestro Señor. Cierto día que de esta suerte había sacrificado en aras de su
piedad un recreo muy divertido, vió de pronto delante de él; y a algunos pasos,
a un niño de su edad, de cara noble y hermosa, que se dirigió a él diciéndole
con graciosa sonrisa:
—Te saludo, amado mío.
—De seguro que os equivocáis, —respondióle
sumamente contrariado Edmundo—, pues lo que es yo no os conozco.
— ¿No me conoces?, —repuso el niño— y sin
embargo estoy contigo en la escuela, en la iglesia, en tu casa, en tus
diversiones; estoy contigo y te acompaño siempre y por todas partes... ¡y dices
que no me conoces!...
Y como el joven Santo no sabía qué
contestar, añadió el misterioso niño:
—Levanta los ojos, y mírame en la frente. Y la
faz del niño se transfiguró; y Edmundo leyó en ella estas dos palabras trazadas
con caracteres luminosos: Jesús
Nazarenus: Jesús Nazareno... Edmundo
se arrodilló pegando al suelo la cara, y el Niño Jesús le dejó después de
haberle bendecido.
Así está siempre Jesús con todos los que le son
fieles: es el compañero celestial de la vida de los cristianos en la tierra. Es
para nosotros como una fuente de vida, y por medio de Él recibimos todos los
dones y todas las gracias de Dios.
Ya vez, pues, que toda la piedad cristiana
reposa en Jesucristo que viene de Él, y que Él es su principio. Así como toda
el agua de un riachuelo viene de la fuente donde nace, del mismo modo nuestra
piedad viene de Jesús, que está presente y vivo en nuestros corazones.
¡Oh buen Jesús!,
llenadme de vuestro Espíritu Santo, y
hacedme vivir con vuestra vida enteramente pura y celestial. Mi dulce y santo
Jesús, cambiadme en Vos, a fin de que ya no haya en mí cosa alguna mala, y a
fin de que me convierta en un segundo Hijo de Dios, en otro Vos mismo.
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