¿No
habéis fundado vuestra gloria usando de indulgencia con vuestro pueblo? (Is.,
XXVI, 15).
Cuantas veces, Señor, habéis perdonado a este
pueblo; le habéis amenazado de muerte con temblores de tierra, con la peste con
que habéis afligido a los pueblos vecinos; habéis usado con ellos de misericordia;
habéis perdonado; mas ¿qué habéis conseguido? ¿Acaso este pueblo ha dejado la
culpa? No; aun se ha portado peor: después de algunos momentos de temor,
os ha ofendido de nuevo, ha provocado otra vez vuestra cólera. ¿Qué pensáis
vosotros, pecadores miserables? ¿Pensáis que Dios aguarda siempre, perdona siempre,
y no castiga jamás? ¡Ah, no, no es así! Emplea la
misericordia hasta cierto punto; empieza después la justicia, y castiga.
Preciso es penetrarse de esta verdad: que el
Señor no puede dejar de aborrecer el pecado. Dios es la misma santidad; no puede,
pues, dejar de abominar a este horrible monstruo, enemigo suyo, cuya malicia
está en oposición directa con sus divinas perfecciones. Y si Dios aborrece el pecado, debe de necesidad aborrecer al pecador
que está estrechamente unido con el pecado. (Sap., XIV, 9.) ¡Ved con qué fuerza se queja el Señor, en la
Escritura Santa, de aquellos que le desprecian para aliarse con tu enemigo!
(Is., I, 2.) “Escuchadme ¡oh cielos!, dice el Señor; escúchame ¡oh tierra!,
observa la ingratitud de los hombres hacia Mí; Yo los alimenté, Yo los crié como hijos míos, y ellos me pagan con
injurias y desprecios. (Is., I, 3-4.) Los animales faltos de razón son reconocidos
a su amo, y mis hijos me ha desconocido y abandonado.”
Los brutos son
agradecidos con aquel que les hace bien. Ved, si no, con qué fidelidad sirve un
perro al amo que le alimenta. Mas, vosotros, ¿cómo os portáis con Dios, que os ha dado el alimento y los vestidos;
que os ha conservado la vida mientras vosotros le estabais ofendiendo? ¿Qué
pensáis, pues, hacer en lo sucesivo?
¿Queréis vivir siempre del mismo
modo? ¿Creéis tal vez que no habrá
castigo ni infierno para vosotros? Sabed, pues, que así
como el Señor no puede dejar de
aborrecer el pecado, porque es Santo,
del mismo modo no puede dejar de
castigarlo cuando el pecador se
obstina, porque es Justo.
Cuando Dios castiga, se
ve obligado a ello por nuestras culpas, porque no se place en castigarnos. No se complace el Señor en vernos
condenados, dice el Sabio, porque no quiere la perdición de seres que ha
criado. (Sap., I, 14.)
No hay jardinero alguno que plante un árbol
con el designio de cortarle y arrojarle al fuego. Así, según San Crisóstomo, Dios aguarda por mucho tiempo antes de castigar a los
pecadores; espera que se corrijan para poder ser con ellos misericordioso. (Is.,
XXX, 17.) El Señor es pronto en salvar, lento en castigar. Al momento que David hubo dicho peccavi,
el profeta le anunció el perdón que Dios acababa de concederle. (II. Reg., XII,
13.) Más deseo tiene Dios de
perdonarnos que nosotros de conseguir
el perdón.
Mas,
cuando se trata de castigos, aguarda, avisa, anuncia antes de herir. (Amos, III,
7.) Al fin, cuando ve que no
queremos ceder ni a sus beneficios, ni a sus avisos, ni a sus amenazas, se ve
forzado a castigarnos, y entonces, cuando nos castiga, nos hace ver las gracias
que antes nos ha hecho. (Ps., XLIX, 21.)
Mas yo sé, dicen
algunos, que la misericordia de Dios es grande y que tendrá piedad de mí; por
otra parte, de cualquier pecado que yo
cometa, ya me arrepentiré y me salvaré.
No hables así, os dice el Señor. (Eccl, V, 6.) ¿Y por
qué? Porque, si bien es verdad que Dios sufre a los pecadores, más no podemos
saber cuánto tiempo será de su voluntad el sufrirnos. ¿A cuántos no ha
precipitado al Infierno luego de cometido su
primer pecado? No siempre aguarda, ni aguarda siempre;
no aguarda sino hasta un punto determinado.
(Mach., VI, 14.) Cuando ha llegado el día de
la venganza, cuando se ha colmado la medida
de los pecados que Dios ha determinado perdonar, entonces no usa ya de misericordia; castiga sin remisión.
No se
desplomaron los muros de Jericó a la primera vuelta del Arca santa, ni a la
quinta, ni a la sexta, sino a la séptima. (Jos., VII, 20.) Así será de vosotros, dice San Agustín;
Dios os ha perdonado el primer pecado, el décimo, el centésimo y talvez el milésimo;
os ha llamado tantas veces, y os llama aun ahora: temed, temed que no sea ésta
ya la última vuelta del arca; es decir, el último recurso, después del cual, si
no mudáis de vida, todo será acabado para vosotros. (Hebr., IX, 7.) La maldición
está pronta a caer sobre esta alma, que ha sido tantas veces rociada por la lluvia
de las gracias celestiales, y que, hasta ahora, en vez de frutos, no ha producido
sino espinas y pecados; ella acabará por caer en las llamas eternas del
Infierno. Cuando el término ha llegado, Dios castiga sin misericordia.
Cuando Dios quiere castigar, puede y sabe
hacerlo. (Is., I, 18.) ¡Cuántas ciudades
han sido destruidas y sepultadas a causa de los pecados de sus habitantes, que
Dios no quiso sufrir más!
Pasando un día Jesucristo cerca de la ciudad
de Jerusalén, la miró, y, considerando las desgracias que debían descargar sobre
ella a causa de sus iniquidades, lloró. ¡Desdichada
ciudad! ¡No te quedará piedra sobre piedra, porque no has querido conocer
el favor que te he concedido visitándote con tantos beneficios y con tantas
señales de mi amor, ¡ingrata! Tú me
desprecias y me expulsas de tu seno, a Mí que tantas veces he querido reunir
tus hijos y tú no lo has querido.
¿Quién
sabe si a estas horas el Señor está mirando tu alma, pecador, y llora sobre
ella, porque ve que tú no quieres hacer el menor caso de la visita que te está
haciendo actualmente, junto con la invitación que te hace de mudar de vida?
¡Cuántas
veces he querido convertirte, dice el Señor, con las luces que te he enviado!
Tú no has querido escucharme, tú has hecho del sordo, tú has continuado huyendo
de Mí. Pronto estoy a abandonarte; y, si te abandono, tu ruina es inevitable;
ya no tiene remedio.
Cuando el enfermo no quiere tomar remedios,
el médico mismo se los presenta y se esfuerza en hacérselos tomar; mas, si el
enfermo los desecha obstinadamente, el médico le abandona. (Jerem., LI, 9.)
¡Cuántos
remedios, cuántas inspiraciones no os ha presentado el Señor para libraros de
la muerte eterna! ¿Qué más debe hacer? Si os condenáis, culpa vuestra es; ¿podréis quejaros de Dios, que de tantas
maneras os ha llamado? Dios nos llama por los avisos interiores, por los sermones, por las lecturas, por sus beneficios; nos llama, en fin, por las calamidades temporales, para hacernos temer y evitar las calamidades eternas.
Observa San Bernardino de
Sena que para ciertos
pecados, sobre todo los escándalos, el remedio más oportuno para alejarlos son
los castigos temporales. Más cuando ve el Señor que los beneficios no sirven
sino para hacer a los pecadores más audaces en sus crímenes; cuando ve que no
se hace caso alguno de sus amenazas; en una palabra, cuando ve que no se le
quiere ya escuchar, abandona los pecadores y les castiga con la muerte eterna.
(Prov., I 24.) “Vosotros os burláis de mis palabras, de mis amenazas y de mis
azotes; llegará el último castigo, y entonces seré. Yo quien me burlaré de vosotros”.
¡Ah!
¡Con qué rigor sabe Dios castigar cuando le place! Saca el castigo de los motivos mismos del pecado. (Sap., XI, 18.) Los
judíos dieron muerte a Jesucristo por temor que los romanos no se apoderasen de
los bienes que poseían y les despojasen de todo cuanto tenían; mas este mismo
crimen fue poco tiempo después la causa por la cual los romanos entraron en su
país y les despojaron de todo lo que tenían; ellos perdieron sus almas
queriendo salvar sus bienes; llegó el castigo y perdieron sus riquezas y sus
almas. Así sucede con muchos hombres: pierden el alma para salvar los bienes
terrestres; mas Dios, que es justo, permite después que se hallen sumergidos en
la miseria en esta vida, y condenados en la otra.
¡Ah, pecadores, no provoquéis más la cólera
de vuestro Dios! Sabed que de cuanta más misericordia ha
usado con vosotros, cuanto más tiempo os ha sufrido, mayor será el castigo que
os espera si no cesáis de ofenderle; Escuchad el lenguaje con que habla a un alma
a la cual ha colmado de beneficios: ¡Ay
de ti, Corozain! Si yo hubiese concedido a un pagano las gracias que a ti
te he concedido, ya tal vez se hubiera santificado, y habría hecho penitencia
de sus pecados; pero tú ¿te has vuelto
santo? O, a lo menos, ¿has hecho
penitencia de tantos pecados mortales, de tantos malos pensamientos, de tantas
maledicencias, de tantos escándalos? Tiembla, pues: irritado estoy contra
ti. Alzada tengo la mano para herirte: mi venganza será terrible, y tu muerte
próxima.
Mas, diréis, ¿qué
debemos hacer? ¿Hemos de abandonarnos a la desesperación?
No, hermanos míos; no quiere Dios que nos
abandonemos a la desesperación. He aquí lo que debemos hacer (Hebr., IV, 16): Corramos presurosos al
trono de la gracia, a fin de que el Señor nos conceda el perdón de nuestros pecados
y aleje el castigo que está ya sobre nuestras cabezas, in auxilio opportuno; es decir, que Dios no
está tal vez dispuesto a concedernos mañana lo que quiere concedernos hoy.
Presentémonos ahora mismo al trono de la gracia, al mismo Jesucristo (I Joan.,
II, 2); Jesús es quien, por el mérito de su sangre, puede
obtenernos el perdón. Más no tardemos y presentémonos luego.
El Salvador, durante el tiempo de su predicación
en la Judea, curaba los enfermos y concedía gracias a los que se apresuraban a
pedírselas; al contrario, nada concedía a los descuidados y a los que le dejaban
pasar sin pedirle algo. Esto hacía decir a San Agustín:
Esto es, que tan presto como el Señor nos ofrece su gracia, debemos darnos
prisa de aprovecharnos de ella; de otro modo, el Salvador pasará sin
concedernos favor alguno. (Ps., XCIV,
8.)
Hoy os llama Dios: arrojaos, pues, hoy a sus
brazos. Si esperáis a mañana, Dios no os llamará tal vez, y quedaréis abandonados.
La Santísima Virgen, que es la Reina y la Madre de las misericordias, es
también, según San Antonio, un
trono de gracia. Si Dios está irritado contra vosotros, seguid el consejo de San Buenaventura: dirigíos a la Esperanza de los
pecadores; a María, que es la Madre de la santa esperanza. (Eccl., XXIV, 24.) Más
es de notar que la esperanza santa no es sino la del pecador que se arrepiente
de sus faltas y que quiere corregirse. Si se quiere continuar en el vicio y
lisonjearse que María ayudará y salvará, es una esperanza temeraria.
Arrepintámonos, pues, de los pecados cometidos; resolvamos corregirnos;
dirijámonos entonces con confianza a María; Ella nos ayudará, Ella nos
alcanzará la salud. (Acto de dolor.)
“Avisos
de la providencia en las calamidades públicas”
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