miércoles, 6 de septiembre de 2017

LA INQUISICIÓN (esclarecimiento y cotejo) – Por Tomás Barutta S. D. B. (Parte II)




INTRODUCCIÓN

¡Atómica palabreja!

   ¡La Inquisición! ¿Cómo no se me arideció la mano al escribir la palabra tremenda, a cuyos trazos elévame, ante la espantada fantasía de muchos, abigarrada visión de atroces instrumento de exquisito suplicio, hábitos monásticos empapados en sangre y en vergüenza, llantos irrestañables corriendo sin cesar por rostros inocentes, hogueras infames en que —como en an nuevo Horeb— arde sin consumirse la eterna libertad de pensamiento?...

   Han corrido siete siglos desde que se fundara la fatídica institución inquisitorial, hace dos centurias que perdió toda virulencia, desde más de cien años cayó sobre ella definitivamente la losa del sepulcro y, sin embargo el tema, a juzgar por sus citas frecuentes, es de perenne actualidad.

   Con la Noche de San Bartolomé y el proceso de Galileo, Horma entre los hechos que la irreligión, el anticlericalismo y —las más de las veces— la supina ignorancia explotan clásicamente desde hace más de cuarenta lustros contra la Iglesia.

   No hay diario de izquierda, político liberal o rojo, conferenciante librepensador y sensacionalista que no crea  poner una pica en Flandes descalzar todo prestigio a esa augusta sociedad bimilenaria que      es la Iglesia, borrar todas sus benemerencias y hundirla en eterno desprecio, con sólo sacar a plaza esta atómica palabreja: ¡Inquisición!

   Como se ha notado infinitas veces, no deja de ser halagüeño homenaje para la Iglesia el que sus enemigos hayan de remontar continuamente los siglos para hallar contra ella un fundamental reproche que hacerle...

* * *

   ¡La Inquisición! ¡Tema antipático y difícil!

   Una nutrida y secular bibliografía    de intelectual suburbio antirreligioso ha convertido a la Inquisición en algo intrínsecamente aborrecible, le ha dado carácter de tópico ominoso; por lo que suscita natural e inconscientemente en el ánimo del lector una instintiva prevención y repulsa.

   ¡Qué no se ha dicho de ella! La deformación sistemática de la verdad basada en los dos procedimientos principales de la omisión y exageración (omisión de toda luz, exageración de toda sombra) ; los ciegos prejuicios colectivos transmitidos de generación en generación; una encendida literatura de combate en que la emponzoñada pluma del sectarismo protestante se transmitía a la superficial Enciclopedia y era heredada sucesivamente por el filosofismo, el positivismo, el racionalismo y el doctrinarismo liberal, han hecho de la Inquisición la verdadera “cabeza de turco” de la Historia, el monopolio milagroso de execrable crueldad deshonroso fanatismo y crasa ignorancia, la sentina de todos los vituperios, un Moloch sanguinario, “un basilisco que mata a miradas”…

   Si la verdad histórica dependiera sólo del número de los testigos, a fe que la inquisición estaría condenada total e irremisiblemente, y la Iglesia con ella.

. Efectivamente ¡qué colección maravillosa de frases altisonantes y de trozos literarios antiinquisitoriales!

   ¿Quién ignora los versos de Voitaire?:

   “..Aquel sangriento tribunal,
   Horrible monumento del poder monacal,
   Que España ha recibido, pero que ella aborrece;
   Que venga los altares, y al par los envilece;
   Que, cubierto de sangre, de llamas rodeado,
   Degüella a los mortales con un hierro sagrado”

   ¿Quién no ha topado alguna vez con títulos sugestivos como el que Reinaldo González Montano ponía, mediando el siglo XVI (1567), al primero de los virulentos ataques contra la Inquisición española?: íntegro, amplio y puntual descubrimiento de las bárbaras, sangrientas e inhumanas prácticas de la Inquisición española contra los protestantes... Obra adecuada para estos tiempos y que sirve para apartar el afecto de todos los buenos cristianos de esa religión, que no puede sostenerse sin esos puntales del infierno.

   ¿Quién no ha leído en alguna antología las frases de Castelar: “¡Oh! No hay nada más espantoso, más abominable que aquel inmenso imperio español que era un sudario extendido sobre el planeta (...) Pero, señores, encendimos las hogueras de la Inquisición, arrojamos a ella a nuestros pensadores, los quemamos, y después ya no hubo de las ciencias en España más que un montón de cenizas.”? (1869).

   ¿Quién no conoce las del otras veces serio historiador, Lafuente, que se pone melodramático en el Discurso preliminar de su Historia General de España cuando escribe?: “Una negra nube aparece, no obstante en el horizonte español, que viene a sombrear este halagüeño cuadro (Gobierno de los. Reyes Católicos). En el reinado de la .piedad se levanta un tribunal de sangre… Se establece la Inquisición y comienzan los horribles autos de fe. Los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios, son abrasados, derretidos en hogueras porque no creen lo que creen otros hombres. Es la creación humana de que se ha hecho más pronto, más duradero y más espantoso abuso. Los monarcas españoles que se sucedan, se servirán grandemente de este instrumento de tiranía que encontrarán erigido, y el fanatismo retrasará la civilización por largas edades...”

   Ingenio de poesía, destello de elocuencia, agudo análisis de raciocinio, pretendida sinceridad de testigo, majestad de historia: todo se ha conjurado para hacer de la Inquisición un cuadro tan monstruoso que resulta históricamente inexplicable.

   Felizmente la secular “nube de testimonios” nada definitivo prueba contra ese Tribunal, porque todos pertenecen “a la misma familia”: los unos no son más que plagios y repeticiones de los otros, o han sido engendrados por los mismos antihistóricos padres: la ligereza científica, la pasión exacerbada, la ignorancia, el prejuicio, el sofisma histórico...

Objeción efectista y dolosa.


   No negaremos, sin embargo, que si al ataque a la Inquisición le falta, generalmente, fuerza de verdad, le sobra en cambio arrastre ante el común de las gentes que no razonan, por el carácter sentimental de que tradicionalmente se lo reviste.

   ¿Cómo no ha de ejercer fácil impacto, en esta época falla de convicciones religiosas, y de un temperamento cada vez más irracionalmente blanduzco hacia los delincuentes, la pintura colorista, el relato vivido de acerbos dolores y muertes atroces “por delitos de opinión”?

   ¿Cómo no ha de resultar particularmente estremecedor este cuadro, cuando se acumulan en pocas líneas y en un solo plano, hechos acontecidos a lo largo de los siglos y en la vasta extensión de muchas latitudes?

   ¿Y qué, sobre todo, si se hace resaltar con particular acento que tales sangrientos atropellos se cumplían en nombre de un Dios de paz y de amor que no apagó el tizón humeante ni quebró la caña cascada, que impidió el fuego del cielo sobre las ciudades que lo rechazaban y no quiso arrancar la cizaña de entre el trigo, y que, finalmente, murió en la cruz hasta por la más infame de sus creaturas?

   ¡Monumento insigne de mala fe! Ya hace más de cien años lo advertía Balmes en el capítulo XXXVI de su Protestantismo...: “Los escritores que así han procedido no se han acreditado por cierto de muy concienzudos; porque es regla que no deben perder nunca de vista ni el orador ni el escritor, que no es legítimo el movimiento que excitan en el ánimo, si antes no le convencen o no le suponen convencido; y además es una especie de mala fe el, tratar únicamente con argumentos de sentimiento, materias que por su misma naturaleza sólo pueden examinarse cual conviene mirándolas a la luz de la fría razón. En tales casos no debe empezarse moviendo sino convenciendo; lo contrario es engañar al lector”.

   “Especie de mala fe”, dice Balmes con su moderación característica ¡Monumento insigne de mala fe!, dijimos nosotros, y justicieramente; pues hay otros aspectos odiosos y anticientíficos que hacer resaltar en los que se regodean con el tema inquisitorial. Y son, en primer término, la afectación de imparcialidad de que generalmente blasonan para ganarse la credulidad del lector; y luego, el sofisma histórico de proyectar en el pasado la mentalidad y modalidad modernas, nuestros actuales puntos de vista, y pretender juzgar lo medieval o renacentista con los criterios hoy a la moda.

   Es necesidad fundamental de hermenéutica y valoración históricas el formarse “un alma de antepasado”, es decir, el revestirse de la personalidad de los agentes de la historia y penetrarse de su mentalidad. Para interpretar y valorar rectamente la historia es menester pensar Con el tiempo y el espíritu del período que se analiza. Lo que no quiere decir que necesariamente haya de aprobarse cuanto en el pasado se hizo; pero sí, por lo menos, que, en lo opinable, no tenemos absolutamente ningún derecho para sobrestimar nuestros criterios modernos y transformarlos en normas estrictas de valor y en cánones de juicio...

***

   A pedido de muchos lectores de Didascalia nos ocuparemos de la Inquisición en los números siguientes (Lo hicimos en efecto, casi mensualmente desde julio de 1948 a noviembre de 950). Lo haremos sin la pretensión de una originalidad casi imposible en materia tan sobada y ya definitivamente esclarecida; sino a mero título de divulgación o popularización.

   A fin de no ser acreedores a las mismas críticas que en las cuartillas anteriores nos han merecido reprobación, nos proponemos tratar el asunto sine ira et studio no como panegiristas, sino como jueces, con la serena elevación propia de la Historia. Nadie tema, pues, hallar en nuestra pluma la exageración del ditirambo o del insulto, el necio entusiasmo o la injusta prevención. La labor apologética, para resultar provechosa, ha de ser imparcial. No se trata, por otra parte, de hacerle favor a la Inquisición, sino justicia.

   Nadie piensa resucitar ese tribunal eclesiástico. ¡Estaría de más hoy que le han salido en el orden político mundial tantos eficaces sustitutos! Nadie pretende tampoco justificarlo totalmente, porque como toda obra humana ha adolecido de muchos y de graves defectos.

   Nos ocuparemos sin embargo, de él sin temor alguno, en la seguridad de que la Iglesia nada tiene que perder con este estudio, y a fin de que los estentóreos denigradores de la Inquisición no crean —como decía Quevedo de los de España— que “lo que perdonamos modestos, lo concedemos convencidos y mudos”


Editorial “APIS” Rosario (Rep. Argentina) Año 1958






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