PRIMERA
PARTE
LA
INQUISICION
Bosquejo
- ideológico e histórico
LA HEREJÍA Y SU REPRESIÓN
Iglesia y ortodoxia.
El cristianismo no es invención humana sino
religión revelada definitiva; no es una doctrina filosófica que deba
perfeccionarse, sino un depósito divino que ha de guardarse fielmente y
declararse infaliblemente (Concilio Vaticano
I Constitución Dei Filius, cap. IV, 5.); no es un conjunto de conclusiones
variables y cambiantes de la razón humana, sino una participación de la
inmutable sabiduría divina. Dogmáticamente admite progreso doctrinal, pero sólo
en la expresión o mejor formulación del dogma y en la explicitación de una
verdad hasta entonces implícita, y, en el campo de la vida práctica, en la
mayor valoración ascética de verdades ya conocidas.
La Iglesia ha sido establecida por Cristo,
su fundador, como custodio fiel, investigador asiduo, expositor auténtico e
infalible y apóstol constante y ubicuo de la revelación divina hasta el fin de los tiempos. Esta es una de
sus misiones específicas; más aún, una de
las razones fundamentales de su existencia. Para que pudiera cumplirla, Cristo
la constituyó sociedad perfecta, esto es, suprema e independiente en su género,
dotada del triple poder legislativo, ejecutivo (y coercitivo) y judicial, y de todos los medios necesarios para el
logro de sus fines. Integrada por hombres, es decir, por almas substancialmente
unidas a cuerpos, que desarrollan en su seno no sólo una vida interior,
invisible, espiritual y sobrenatural, sino también una vida exterior, visible,
material, la Iglesia puede ejercer sobre sus miembros tanto coerción espiritual
como temporal, exceptuada —según sentir
de los canonistas— la pena capital, que repugna a su carácter de sociedad
religiosa que no quiere “la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva”.
El tesoro de la revelación es uno e indivisible.
No se puede descalzar de él un solo elemento revelado sin que toda la construcción se haga
pedazos. Palabra divina, es objetivamente infalible, no admite negación ni
duda. La Iglesia, a quien asisten promesas de indefectibilidad doctrinal, no
puede en la interpretación de la palabra de Dios permitirse concesión alguna en
pro del escepticismo o de un sentimental irenismo. Si, por un imposible, así lo hiciera,
marcharía directamente a un sincretismo religioso, y perdería su específica
fisonomía. Dejaría de ser religión divina para trocarse en creación puramente
humana, destinada, como todas las cosas puramente humanas, a evolucionar sin
cesar, dejando de ser constantemente. De allí que la más rígida intolerancia
doctrinal sea deber estrictísimo de la Iglesia y razón y explicación de su
supervivencia.
Esto nos aclara el porqué, a lo largo de
toda la historia, desde los días de su aparición —cuando era considerada por el Estado como sociedad ilícita— hasta
nuestros tiempos de decantado liberalismo ideológico, la Iglesia haya vindicado
para sí, como derecho exclusivo, la vigilancia sobre la ortodoxia de sus
miembros, vigilancia indispensable y trascendente, que atañe primordialmente y
como ordinaria incumbencia a sus supremos jerarcas, los obispos y el sumo
pontífice.
La Iglesia considera tan grave deber esta
obra de profilaxis que jamás la ha descuidado ni descuidará, cualesquiera sean
los riesgos que tal empeño le atraiga. Es que, en realidad, en esta función de
vigilancia se asienta, como en uno de sus pilares fundamentales, la vida misma
de la Iglesia, su unidad esencial, su fisonomía peculiar. Sin pureza de doctrina desaparecerían sus notas características de
unidad y catolicidad; la Iglesia dejaría de ser una, católica, apostólica y
romana, para trocarse en un conglomerado de sectas dispares, vinculadas a lo
sumo por algún lazo moral, como más o menos sucede en el protestantismo.
Ortodoxia es para la Iglesia sinónimo de
principio de conservación. De allí que su defensa equivalga a lucha por la
existencia. De aquí la gravedad social del delito de herejía. Prescindiremos de
su aspecto dogmático (la herejía,
doctrina errónea contra la fe auténticamente revelada) y moral (la herejía, pecado de infidelidad),
para ceñirnos al aspecto canónico (la
herejía, delito contra la estabilidad de la Iglesia).
La herejía, delito religioso.
Por herejía se entiende toda doctrina
directamente opuesta a uno de los dogmas, definidos o enseñados por la Iglesia
como directamente revelados.
Frente al patrimonio de la revelación divina
el hereje hace una elección o selección; se queda con algunas verdades y
rechaza otras, o las interpreta en forma distinta de la oficial eclesiástica.
La herejía puede ser material o formal. Material es
el error inconsciente o de buena fe; formal es la negación concierne y voluntaria
de la verdad revelada. Por la herejía formal el hereje se levanta contra el
magisterio de la Iglesia considerado como regla de fe. Esta oposición querida
constituye la PERTINACIA, la que
radica la razón de pecado; pertinacia que, llegando a la obstinación ante las
repetidas amonestaciones de la Iglesia, dará particular gravedad y colorido al
delito de herejía.
La herejía puede ser interna o externa. Es interna la
conservada en el fondo del espíritu sin manifestación exterior alguna. Es externa la que de cualquier manera se manifiesta exteriormente,
por señales, escritos, palabras acciones. La
herejía externa puede, a su vez, ser pública u oculta. Es pública la exteriorizada ante
un número suficiente de testigos. Es oculta la
no declarada delante de nadie, o sólo delante de un pequeño número de personas
discretas.
La
Iglesia sancionará con sus penas sólo la herejía formal y externa; no se ocupará
socialmente de la meramente interna ni castigará en forma alguna la puramente material.
Particular empeño pondrá, como es
natural, en reprimir la pública por los peligros de escándalo y proselitismo.
Por su oposición directa a la fe la herejía
es el más grave de todos los pecados, después del odio de Dios de que puede
proceder. Constituye una soberana injuria directamente dirigida contra la
autoridad divina, coloca al culpable fuera de la sociedad establecida por
Jesucristo para la salvación de los hombres y, en consecuencia, fuera del camino
que conduce normalmente al Paraíso.
Como delito eclesiástico es asimismo el más
grave, pues niego la autoridad de la
Iglesia, destruye la nota esencial de su unidad, se alza en rebelión o incita a
los demás a la revuelta. EI hereje es, por lo tanto, en el seno de la Iglesia un
auténtico revolucionario. Su obra es de lo más perniciosa contra la
Iglesia como sociedad, y contra sus miembros como individuos, pues pretende
arrebatarles la fe, pues es el más precioso de todos los bienes, ya que es
fundamento y raíz de toda justificación y sin ella —al decir de la Sagrada Escritura—
es imposible agradar a Dios ni salvar el alma.
La gravedad y perniciosidad del delito de
herejía nos explica el que la Iglesia haya empleado y siga empleando los más
eficaces medios a su alcance para preservar la fe de sus miembros y su propia
unidad interior. El actual derecho canónico (recordamos que la obra es de 1958) todavía señala contra la herejía
no sólo las profesiones de fe y visitas episcopales, sino también la condena de
libros y de proposiciones, la prohibición a los católicos de ciertas
comunicaciones con los herejes, la excomunión, privación de oficios o beneficios
eclesiásticos, de sepultura religiosa, etc.
Es que la Iglesia no ignora que Cristo, enviando
a los Apóstoles a predicar, impuso a todos la obligación de creerles y vinculó a la
fe la salvación, según las palabras traídas por san Marcos: “Id por el mundo
universo y predicad el Evangelio a toda criatura. EI que creyere y fuere bautizado,
será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (XVI, Í5-16). No ignora tampoco que los Apóstoles
tuvieron por la herejía la misma repulsión que el Divino Maestro. San Juan ve en ella la obra
del Anticristo (I Juan. IV, 3) y prohíbe recibir y hasta saludar a los
herejes (II Juan. 10). San Pedro y san
Judas hablan de ellos con extrema energía (II Petr. II, 1-17; Jud. 4 ss.). San Pablo los anatematiza (Gal. I, 9) y entiende reprimirlos
y domarlos con su poder espiritual (II Cor. X, 4, 6) a fin de no tener que
abandonarlos a Satanás (I Tim. I, 19 ss.).
Fiel, pues, a este mandato y a estos
sentimientos, la Iglesia de todos los tiempos considera como deber primordial y
sagrado la prevención y represión de la herejía. Resulta así la más intransigente de las iglesias, pues profesa la
intolerancia de la verdad; pero, fiel a su carácter maternal, se esfuerza, al
mismo tiempo, por derramar constantemente y doquiera las efusiones de su
caridad (CF. Concilio Tridentino, ses. XIII. de reform., cap. I.)
La herejía, crimen público.
Aunque el Estado tiene de por si finalidades
primordialmente terrenas, y es supremo e independiente en el orden temporal que
es su esfera propia, no puede prescindir de los factores religiosos, ya porque
como creatura de Dios está sujeto al Supremo Hacedor y a sus providenciales
designios, ya porque sin religión no hay moralidad ni estabilidad social, ya
porque debe facilitar a los propios miembros la consecución del fin último. No es posible, pues, de derecho un Estado
ateo o laico. Supuesto que Dios haya revelado una religión, no podrá el
Estado —como tampoco el individuo—
prescindir de ella para rendirle el culto que mejor le parezca. No es posible,
pues, de derecho un Estado indiferente o liberal. Lo ideal y normal ha de ser, por lo tanto, según los designios divinos,
el Estado católico, es decir, aquél que base su constitución sobre las ideas
ortodoxas y empeñe su obra y medios en favor de la religión verdadera.
Traemos estos conceptos (cuya demostración no es de este lugar) simplemente para sentar la
legitimidad de principios en que se basaron en otras épocas el Imperio romano
convertido, la sociedad medieval y la española en su represión de la herejía,
represión exigida por el respeto debido a Dios y a la Iglesia, por el bien de
los propios súbditos y —lo que
particularmente nos interesa destacar— por la propia unidad y estabilidad
estadual.
Es sabido que la
religión es el fundamento de la moralidad, y que ésta lo es de la sociedad. En
este sentido es cierto que el bien primero y más esencial, el que mejor y más
íntimamente logra la unidad y estabilidad nacional es la profesión pública de
una religión, que tenga las garantías de la verdad. Si, pues, en un Estado la
religión católica es profesada y reconocida socialmente la verdadera religión,
el hereje que se levante contra ella no sólo será rebelde religioso sino
también un revolucionario social. Atacando la religión, turba el Estado;
negando obediencia a la regla de fe no sólo comete un delito religioso sino
también un crimen civil.
Crimen civil, la herejía podrá ser sancionada
por el Estado de acuerdo a su propia legislación, cambiante según las épocas y
circunstancias. Pero, por suponer un delito religioso, el Estado deberá
depender en la investigación y calificación del presunto reato de la obra de la
Iglesia, única capacitada para discernir auténticamente la herejía de la
ortodoxia y señalar la gravedad e importancia del error incurrido. Por otra
parte, la autoridad de una sociedad católica normalmente tendrá no sólo el
derecho sino también el deber de proteger la religión para mantener la
tranquilidad social, el orden público, pero la Iglesia es, de derecho divino,
juez de las obligaciones morales de sus fieles, súbditos o autoridades. Ella
podrá, pues, recordar al jefe del Estado, e inculcarle si es menester aún con
la amenaza de censuras canónicas (excomunión,
entredicho, etc.), el deber de emplear la fuerza no sólo para aplicar las
penas temporales infligidas por ella, sino también para castigar en su propio
nombre los crímenes sociales, como el de la herejía. En este caso, aunque se
aplique en concreto la sanción por presión moral de la Iglesia, la ley y la
pena no dejarán de ser civiles. La Iglesia no hará más que recordar al Estado
la obligación de cumplir los propios deberes.
Estas
consideraciones nos explican, por un lado, el carácter mixto de la represión
inquisitorial: tribunal calificador eclesiástico, poder coercitivo civil; y,
por otro, algunos hechos históricos, sobre todo de la época medieval, en que la
Iglesia debió llamar al cumplimiento de los propios deberes a autoridades
civiles, remisas en la represión de la herejía ordenada por las leyes
estaduales.
Sobra decir que cuanto antecede es traído
aquí más con valor histórico, interpretativo del pasado, que con criterio
absoluto, válido en concreto para todos los tiempos; pues, si bien es cierto
que en abstracto la verdadera fe y la Iglesia siguen gozando de los derechos
inherentes a su carácter de verdad revelada y a su misión de custodio de la
revelación, no lo es menos que en los Estados modernos, producida ya la rotura
de la fe y dejado de ser ésta patrimonio oficial de la población y profesión
pública del mismo Estado, se impone, como menor mal, la tolerancia civil, con
todos los temperamentos que explican en detalle los tratadistas de derecho público
eclesiástico y que no nos corresponde precisar.
Asi, pues, lo expuesto vale históricamente
para las sociedades de pública profesión católica como el Imperio romano, los
estados medievales y España en la época inquisitorial, en que los herejes, en
caso de existir, constituían minorías numéricamente despreciables.
Debemos hacer resaltar además, para
completar estas nociones, que las herejías contra las que Iglesia y Estado
alzaron el tribunal inquisitorial, fueron antisociales no simplemente en el
sentido genérico, ya expuesto, de destructoras de la basilar unidad nacional —bien esencial— y de los derechos de la
verdad revelada, sino, en modo muy particular, atacando en detalle y con
virulencia las instituciones fundamentales de la sociedad, como la familia, el
juramento feudal, la propiedad, la pacífica convivencia social y demás, o implicándose
en delitos de lesa patria, fomentando sediciones, armándose contra las
autoridades constituidas, aliándose a los enemigos nacionales, etc. Baste citar
los nombres de los albigenses, valdenses, protestantes —particularmente en Alemania—, los hugonotes de Francia, marranos y
moriscos de España, etc. El peligro social, representado por éstos y otros
sectarios, nos explica que en épocas de penalidad drástica se impusiera a sus adherentes
la pena capital reservada a los mayores crímenes, pena capital justificada
entonces por la necesidad perentoria de salvar la unidad y estabilidad social. (Sobre toda la materia aquí apenas indicada
en líneas generales y conclusivas, véanse los tratados de Derecho Público
Eclesiástico. Además, y particularmente A. VERMEERSCH. S. J., La Tolerancia
(Ed. Plantín, Bs As., 1950) y los artículos de L. CHOUPIN, Heresié, y S.
DENGHIEN, Tolérance del Dict. Apol. De la Foi Cath., asi como los de A. Michel,
Hérésie y Hérétique; C. CONSTANTIN, liberalisme Catholique; J BAUCHER, Liberté
y A. MICHEL, Tolérance del Dict. De Théol. Cath.)
Pero en la represión de la herejía hubo
toda una larga evolución histórica, uno de cuyos momentos característicos fue
cabalmente el tribunal inquisitorial. Esbocemos este desarrollo.
Represión de la Herejía.
Aparece la Iglesia en el Imperio romano,
Pero éste —tan hospitalario para con
todas, las aberraciones filosóficas y religiosas–– no le reconoce derecho a
la existencia, estatuye desde los tiempos de Nerón: Christianos esse non licet (“No
es lícito ser cristiano”), y considera a la Iglesia asociación prohibida.
Es natural que en tales circunstancias ésta no pudiese emplear en represión de
la herejía más medios que los espirituales. De cualquier manera, la jerarquía
eclesiástica manifestó su abominación de tan grave y disolvente delito
considerándolo uno de los mayores crímenes (mortalia
crímina, juntamente con la apostasía, el homicidio y el adulterio) y
sancionándolo con la mayor de todas sus penas espirituales, la excomunión o
expulsión de su seno. Aunque esta gravísima sanción fuese en ocasiones, desde
el siglo segundo, en solemnes sesiones conciliares, es lo cierto que, regularmente
competía al ordinario diocesano, pues la herejía caía bajo la directa vigilancia
del obispo, a quien correspondía no sólo juzgar de las eventuales acusaciones
que acerca de tal materia le llegasen, sino vigilar constantemente sobre su
rebaño, buscar y denunciar a los lobos, si los había, y expulsarlo del redil.
Esta vigilancia, y búsqueda constituía su función inquisitorial ordinaria, la
inquisición episcopal.
La aplicación, que acabamos de hacer, del
término inquisición es muy propia, pues dicha palabra, más que tribunal, indica
un procedimiento penal, en el que los magistrados, en lugar de esperar que un
ciudadano asuma la responsabilidad y las cargas de la acusación (accusatio), toman la iniciativa de la acción
y proceden por pesquisas (inquisitio).
Este procedimiento, que hoy prevalece universalmente en materia criminal y que
ya existía antes de que lo aplicase la Iglesia a esta materia, será tan característico
del posterior tribunal contra la herejía que pasará a denominarlo: “la Inquisición”.
Con la conversión del Imperio romano a la fe
cristiana, el pecado de la herejía dejó de ser delito puramente eclesiástico
para trocarse en delito público. Los emperadores cristianos creyeron —no sin razón— que cuanto rompía la unidad
de la fe, zapaba el principal fundamento de la estabilidad social, Como a
delito público, señalaron a la herejía sanciones físicas: destierro,
confiscación de bienes, incapacidad civil, cárcel y hasta la muerte. Siendo el
delito esencialmente contra la ortodoxia, aunque la sanción fuese del Entado,
el juicio correspondía naturalmente a la Iglesia, que, en los casos más graves,
solía darlo en solemnes reuniones conciliares, regionales o ecuménicas. Así nos
presenta la historia, a comenzar desde el año siguiente al Edicto de Milán
(313), los procesos eclesiástico-civiles de los donatistas, Arrianos,
nestorianos, monofisitas, etc.
El Código Teodosiano (438) explica esta
práctica constante con el principio: Quod
in religionem divinam committitur, in omnium fertur iniuriam, es decir: “el delito contra la religión divina es injuria contra la
sociedad”.
Es
sintomático de la innata mansedumbre eclesiástica el que la Iglesia ––que no podía desaprobar las penas
temporales y civiles contra el crimen de la herejía— viera, sin embargo,
con malos ojos las sanciones mayores, y sobre todo protestara por la aplicación
de la pena capital por el mero delito de herejía. Así lo demostró con las
claras voces del papa san Siricio,
de san Ambrosio, san Martín de Tours y otros cuando la ejecución de Prisciliano por
mandato del emperador Máximo en Tréveris (3S5). En otras ocasiones protestaron
también contra penas demasiado drásticas san Agustín, san Juan Crisóstomo, san Eutimio el Grande,
san Isidro de Sevilla, san Teodoro
Estudita. Tales
protestas, sin embargo, no impidieron que el poder civil, por puro instinto de
conservación, castigara con la pena capital —y con el agravante de la hoguera—
a los herejes netamente antisociales, sobre todo a los maniqueos. El
primero en elevar tan urente patíbulo contra ellos había sido Diocleciano, emperador gentil y futuro
perseguidor de la Iglesia, probablemente ya desde el año 296. Los emperadores
cristianos siguieron persiguiendo drásticamente a tales herejes por motivos de
orden público. La hoguera regularmente se reservó para ellos. Más adelante
tendremos ocasión de ocuparnos del porqué de esta predilección. Contra los
otros herejes el Estado empleaba penas menores: prisión, destierro,
confiscación de bienes, infamia, incapacidad civil, y, aún estas sanciones, más
bien esporádicamente. En Occidente, sobre todo, casi no se aplicaban más penas
que las canónicas.
Editorial
“APIS” Rosario (Rep. Argentina) Año 1958
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