Nota
de Nicky Pío: Después de estas dos publicaciones
de la primera parte, vendrán si Dios quiere, dos publicaciones de la segunda
parte completando así el pensamiento anti-Católico expuesto por la revista
LOOK. Luego vamos a publicar los comentarios (refutaciones contra el error) del
R. P. Joaquín Sáenz y Arriaga a dicha
publicación. Por último siempre que María Santísima nos ampare, voy a terminar
con un comentario final y un material adicional.
Si
la inviolabilidad de la Sagrada Escritura era el problema más grave de la
polémica en Roma, la guerra entre “Árabes e Israelíes” planteaba en el Oriente otro grave
problema. El Israel de Ben-Gurión, según el punto de vista de la Liga Árabe,
así como la China de Mao en el mundo fuera de Taiwán, realmente no existe. O
solamente existe como un hueso atorado en la garganta de Nasser. Si el Concilio
se atrevía a hablar en favor de los judíos, los Obispos Árabes verían el orden
espiritual comprometido y sojuzgado por el orden político.
El siguiente paso sería luego el intercambio
de diplomáticos, en una noche entre el Vaticano y Tel Aviv. Esta era una crisis
que la Liga Árabe pensó poder superar con diplomacia. Los Estados Árabes, en
contradicción con la política de Israel, tenían ya entonces algunos embajadores
en la Corte Papal. Ellos tenían la consigna de recordar, de la manera más
política, a la Santa Sede, que alrededor de 2.756,000 católicos romanos viven
en las tierras árabes y mencionar también que 420 mil católicos Ortodoxos,
separados de Roma, a los que el papado espera atraer, son también súbditos de
los países árabes. Obispos de estas dos ramas del catolicismo podían ser
asociados para representar sus intereses ante la Santa Sede. Era demasiado
pronto para las amenazas. En vez de esas amenazas los árabes importunaron a
Roma para hacerle ver que ellos no podían ser ni antisemitas ni antijudíos. Los
árabes, decían, también somos semitas y, entre nosotros, viven y han vivido
miles de judíos refugiados. Los
patriotas Árabes son solamente anti-sionistas, porque, para ellos, el sionismo
es un complot que pugna por establecer el estado judaico en el centro del
Islam.
En Roma, la opinión sostenida por el
Medio-Oriente y los elementos conservadores era que cualquier declaración
acerca de los judíos sería inoportuna. Pero
en Occidente, en donde solamente en Nueva York, viven 225,500 judíos más que en
todo el Estado de Israel, la opinión dominante era que el hacer a un lado esta
declaración significaría para el mundo una gran calamidad. Y en este
atolladero intervino la ingenua y corpulenta personalidad de Juan XXIII, no
para zanjar la disputa, sino más bien para prolongarla. Con una manera de
pensar muy suya, el Papa estaba jugando con una idea, que la Curia Romana
consideraba grotesca: los
credos no católicos deberían enviar sus observadores al Concilio.
La perspectiva de ser invitados no causó
ninguna crisis entre los protestantes, pero francamente no fue del agrado de
los judíos. Para que acudiesen al llamado pontificio se sugirió a algunos
judíos que la teología católica estaba relacionada con la teología judía; pero
para permanecer afuera, después de esa invitación, se les hizo notar que los
judíos no podían tener particular interés en ningún acercamiento a los
católicos, mientras algunos católicos estrechasen las manos del anti-semitismo.
Cuando
se supo que la declaración de Bea,
enviada para su votación en la Primera Sesión del Concilio, contenía una clara
refutación del cargo del Deicidio, el Congreso Mundial Judío hizo correr en
Roma la noticia de que el Dr. Haim Y. Vardi, ciudadano del Estado de Israel,
asistiría al Concilio como un observador no oficial. Pudiera ser que estos hechos no estuviesen entre sí relacionados, pero
es indudable que parecen estarlo. Con estas noticias, se escucharon, en tono
más alto, otros reportazgos. Los árabes se quejaron a la Santa Sede. La Santa
Sede respondió que ningún israelí había sido invitado. Los israelíes negaron
que ellos hubiesen nombrado a ningún observador para el Concilio. Los judíos de
Nueva York pensaron que un judío americano podría ser el observador. En
Roma todo terminó con un cambio en la agenda que hiciese manifiesto a todos los
hechos de que la declaración en favor de los judíos no sería puesta a discusión
del Concilio en aquella sesión.
Sin embargo, los Obispos tuvieron, fuera del Concilio, abundante lectura relacionada con los judíos. Una agencia publicitaria, suficientemente cercana al Vaticano para tener la dirección en Roma de los 2,200 Cardenales y Obispos que de afuera habían acudido al Concilio, entregó a cada uno de ellos un libro de 900 páginas “Il Complotto contra la Chiesa” (El Complot contra la Iglesia). Entre las infamatorias páginas del libro, había algunos vestigios de verdad. La afirmación que dicho libro hace de que la Iglesia había sido infiltrada por los judíos, era una intriga eficaz para los anti-semitas; pero, es un hecho innegable que muchos judíos, ordenados de sacerdotes, estaban trabajando en Roma para obtener esa declaración en favor de los judíos. Entre ellos estaba el Padre Baum, como también Mons. Juan Oesterreicher, miembros del Secretariado de Bea. Y el mismo Cardenal Bea, según el Diario del Cairo “Al Gomhuria”, era un judío llamado Behar.
Ni Baum ni Oesterreicher se hallaban con Bea
al declinar la tarde del 31 de mayo de 1963, cuando un limousine estaba
estacionado, en frente del hotel plaza de Nueva York, esperándole. El
“ride” terminó seis calles más adelante, en las afueras de las oficinas del
Comité Judío Americano. Allí, un Sanhedrín contemporáneo estaba esperando para
dar la bienvenida al Jefe del Secretariado por la Unidad Cristiana. La
reunión fue guardada en secreto para la prensa. Bea deseaba que ni la Santa
Sede ni la Liga árabe supiesen que él estaba allí para recibir las preguntas
que los judíos deseaban que fuesen contestadas. “No
tengo autorización, les dijo Bea, para hablar oficialmente”. “Por lo tanto yo
solamente puedo decir lo que en mi opinión puede y debe, en verdad, acaecer”.
Entonces él explicó el problema. “En
términos redondos, dijo, los judíos son acusados de ser culpables del Deicidio
y se supone que pesa sobre ellos una maldición”. “Él
refutó ambas acusaciones”.
Porque,
según las narraciones de los Evangelios, solamente los jefes de los judíos que
estaban entonces en Jerusalén y un grupo muy pequeño de seguidores (de la Ley
Mosaica) gritaron pidiendo la sentencia de muerte para Jesús: por lo tanto, los
ausentes y las generaciones de judíos que han nacido después, en manera alguna,
dijo Bea, pueden estar implicados en el Deicidio. Por lo que se refiere a la
maldición, raciocinó el Cardenal, no puede, en manera alguna, recaer sobre los
crucificadores, porque las palabras de Cristo moribundo fueron una oración por
su perdón.
Los
rabinos presentes en el salón querían saber si la declaración, que el Cardenal
Bea estaba preparando, especificaría el Deicidio, la maldición y el repudio
divino del pueblo judío, como errores en la doctrina cristiana. Esta pregunta
implicaba el problema más delicado del “Nuevo
Testamento”. La respuesta de Bea no fue
directa. El hizo ver a sus oyentes que una Asamblea tan heterogénea y difícil
de manejar de Obispos, no podía descender a los detalles, a lo más podía
convenir en las líneas generales; pero que esperaba lograr presentar de una
manera simple lo que era muy complejo.
Actualmente, añadió, es un error buscar la causa principal del
anti-semitismo en las solas fuentes religiosas, en los relatos evangélicos, por
ejemplo. Estas causas religiosas, como son mencionadas, con frecuencia no son
verdaderas causas; son solamente una excusa o un velo para encubrir otras
razones más eficientes de la enemistad.
El Cardenal y los rabinos brindaron después
de la charla con un vino de honor. Uno de los rabinos preguntó al Prelado sobre
Mons. Oesterreicher, a quien muchos judíos consideran demasiado apostólico para
conquistarlos. “Eminencia,
dijo un reportero judío a Bea, Ud. sabe que los judíos no consideran a los
judíos conversos al cristianismo como sus mejores amigos”. Bea contestó
gravemente: “tampoco
nosotros a los cristianos convertidos al judaismo”.
No
mucho tiempo después de esta entrevista, apareció la obra teatral de Rolf
Hochhutz “El
Vicario”, que presenta a Pío XII como al Vicario de Cristo que
permaneció silencioso, mientras Hitler llevó a término la Solución Final.
En las páginas de la revista “América”
de los jesuitas, Oesterreicher habló claramente al Comité Judío Americano
y a la B'nai B'rith. “Las agencias judías de relaciones humanas, escribió,
tienen que hablar claramente en contra de “El Vicario”, con términos
inequívocos; de lo contrario, ellas nulificarían su propio propósito”.
En el “Tablet” de Londres, Juan Bautista
Montini, el Arzobispo de Milán, escribió también un ataque a esa obra teatral,
en defensa del Papa cuyo Secretariado Substituto de Estado él había sido. Pocos
meses después, moría el Papa Juan XXIII y Montini era elegido su sucesor con el
nombre de Paulo VI.
En la Segunda Sesión del Concilio, en el
otoño de 1963, la Declaración sobre los judíos circuló entre los Obispos como
el capítulo IV de la más larga Declaración sobre “El
Ecumenismo”.
El Capítulo V, que venía en pos del
anterior, contenía la igualmente discutida Declaración sobre la Libertad
Religiosa. Como sucede con las añadiduras a los proyectos de ley en el Congreso
Americano, cada uno de los disputados capítulos era como un pesado vagón
enganchado al nuevo tren del Ecumenismo. Casi al fin de esta Sesión, cuando
llegó el turno para la votación, sólo debía abarcar los tres primeros capítulos
del esquema. De esta manera los dos últimos capítulos (el de los judíos y el de
la Libertad Religiosa) quedaron hechos a un lado y esta decisión política evitó
el alboroto de un Concilio que con grandes dificultades pretendía ser
ecuménico.
A los Obispos se les aseguró que la votación
sobre la Declaración judía y la de la Libertad Religiosa vendrían pronto, en
otra ocasión más favorable. Y mientras los Obispos esperaban ansiosos esta
votación, tuvieron tiempo para leer el escrito “Los
Judíos y el Concilio a la Luz de la Escritura y de la Tradición”, una obra más
pequeña, pero más venenosa que, “Il Complotto”.
Pero esta Segunda Sesión terminó, sin el
voto sobre los judíos o la Libertad Religiosa, con una agria nota, claramente
manifiesta, a pesar de la visita anunciada por el Papa a Tierra Santa. Esa
peregrinación del Pontífice tenía que dar necesariamente amplio campo para los
comentarios de la prensa, pero dejó sin embargo espacio para hacer importantes
investigaciones sobre esas dos votaciones que habían sido pospuestas. “Algo ha sucedido detrás de
bambalinas”, comentó el National Catholic
Welfare Conference. “Este es uno de los misterios de la Segunda Sesión”.
Dos caballeros judíos que reflexionaron
profundamente sobre estos misterios, fueron Joseph Lichten de la B'nai B'rith,
Liga Antidifamatoria en Nueva York, de 59 años de edad, y Zacarías Shuster, de
63 años de edad, miembro del Comité Judío Americano.
Lichten que había perdido a sus padres,
esposa e hija en Buchenwald, y Shuster, que también había perdido a unos de sus
más cercanos parientes, estuvieron entrevistando en Roma a numerosos Obispos y
a otros oficiales del Concilio. Estos dos “coyotes” o secretos agentes nunca aparecieron juntos
cerca de San Pedro tomando un vino Rosso. Ambos tenían la consigna común de
alcanzar la declaración más fuerte posible en favor de los judíos, pero cada
uno pretendía el crédito de este triunfo para su propia organización. Esto,
naturalmente, si se alcanzaba una declaración verdaderamente fuerte. Mientras
tanto cada uno de ellos, independientemente entre sí, debía hacerse presente a
la Jerarquía Americana, como el mejor barómetro en Roma para expresar el
sentimiento de los judíos fuera de Roma, especialmente en los Estados Unidos.
Para darse cuenta de la marcha del Concilio,
muchos Obispos de los Estados Unidos en Roma dependían de lo que podían leer en
el periódico “New
York Time”. Lo mismo sucedía al Comité
Judío Americano y a la B'nai B'rith. Ese periódico era el más eficaz para
formar la opinión. Lichten pensaba que Shuster era un genio para llenar las
páginas de este diario, aunque sus conocimientos teológicos no eran
suficientemente profundos. Algo semejante pensaba Shuster sobre Lichten.
Ninguno de los dos tomaba en cuenta a Fritz Becker que estaba en Roma como
delegado del Congreso Mundial Judío y, sin buscar publicidad, había conseguido
alguna.
El
Congreso Mundial Judío, según Becker, estaba interesado en el Concilio, pero no
pretendía dominarlo. “Nosotros no tenemos los puntos de vista de los
Americanos, dijo, para pretender llevarlos a la imprenta”.
El que estos temas se llevasen a la prensa
empezó, sin embargo, a complacer al Vaticano. Un experto en relaciones públicas
hubiera dicho que la Santa Sede se había mostrado poco experta en Tierra Santa.
Cuando Paulo oró
a lado del Patriarca barbado ortodoxo Atenágoras
(nota de Nicky Pío: este personaje era un prominente masón) en el sector
de Jordania, la visita pareció muy bien.
Pero, cuando entró en Israel, tuvo palabras tajantes para el autor del “Vicario” y un discurso encaminado a la conversión de
los judíos. Su visita fue tan corta que ni siquiera llegó a mencionar
públicamente al joven país que estaba visitando.
Los observadores del Vaticano que estudiaron
todos los movimientos de Paulo en Tierra Santa consideraron que había menos
esperanza para una declaración en favor de los judíos. Las cosas
se veían con más optimismo en el Waldorf-Astoria de Nueva York. Allí, con
motivo del aniversario del Beth Israel Hospital, los invitados se enteraron de
que el Rabino Abba Hillel Silver, años atrás, había expresado al Cardenal
Francis Spellman los intentos hechos por Israel para obtener un asiento en las
Naciones Unidas. Spellman había dicho que, para ayudar a esta causa, él
personalmente se dirigiría a los gobiernos de Sud-América para invitarlos a que
compartiesen con él el profundo deseo de que Israel fuera admitido. Más o
menos por ese tiempo, el Papa americano (Spellman) dijo en una reunión del Comité
Americano Judío que era “absurdo mantener que exista o pueda existir cualquiera
culpabilidad hereditaria”.
En Pittsburg, el Rabino Marc Tanebaum del
Comité Americano Judío habló a la Asociación de Prensa Católica, sobre el cargo
del Deicidio, y las respuestas editoriales de los periódicos católicos fueron
abundantes.
En Roma, seis miembros del mismo Comité
Americano Judio lograron tener una audiencia con el Papa. Uno de ellos, Mrs.
Leonard M. Sperry acababa de donar el Centro Sperry para la Cooperación de
Grupo en la Universidad Pro-Deo de la Ciudad Santa. El Papa dijo a sus
visitantes que él estaba de acuerdo con lo que el Cardenal Spellman había dicho
acerca de la culpabilidad judía. Esta vez los observadores vaticanos no pudieron
menos de cambiar su modo de ver el asunto, augurando ahora un futuro color de
rosa para la declaración.
El New York Times tuvo entonces su turno. El
12 de junio de 1964 informó que, en el último esquema de la Declaración, la
negación del Deicidio había sido suprimida. En el Secretariado por la Unidad
Cristiana del Cardenal Bea, uno de los dirigentes informó solamente que el
nuevo texto era más fuerte. Pero ni la mayoría de los judíos, ni muchos
católicos lo entendieron así. Antes de esta Sesión del Concilio y mientras el
texto estaba todavía sub-secreto, apareció una mañana todo el esquema en el “New York Herald Tribune”. No se encontraba allí ninguna mención del
cargo del Deicidio. En su lugar había un claro llamamiento para extender el espíritu
ecuménico, porque “la unión del pueblo judío
con la Iglesia es una parte de la esperanza cristiana”.
Entre los pocos judíos, que no se
preocuparon al leer esto, se hallaban Lichten y Shuster. Ellos podían ver el
esquema de una manera profesional. Ese esquema se lee mejor en el periódico de
la mañana tomando una taza de café, que si el Papa mismo estuviese
promulgándolo como una enseñanza católica. A otros judíos les causó un efecto
galvánico. Su decepción indignó a algunos de los Obispos americanos, y Lichten
y Shuster pudieron comprender la causa de esta indignación. Las posibilidades de que una
declaración, sin la cláusula de la negación del Deicidio y con la sugerencia o
invitación velada para que los judíos se convirtiesen al cristianismo, fuese
aceptada por los Cardenales y Obispos americanos en el Concilio, era lo que
este par de buenos agentes encubiertos podían llamar falta de lógica.
“CON
CRISTO O CONTRA CRISTO”
R.P.
Joaquín Sáenz y Arriaga.
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