I.
Los bienes de la tierra, las riquezas, los placeres, los honores, no merecen
tus afanes, pues no podrían hacerte mejor de lo que eres; por lo contrario, son
los instrumentos de todos los crímenes. Más
humilde serías, más sobrio y más casto, si fueses menos rico. La aflicción, la
enfermedad y las humillaciones te hacen practicar muchas virtudes en las que ni
siquiera pensarías faltándote aquéllas.
II.
Por otra parte, esos bienes no te pueden hacer dichoso, porque están
inficionados del temor de perderlos, y porque son imperfectos y no pueden, en
consecuencia, satisfacer plenamente tus deseos. ¿Estuviste
acaso alguna vez contento, verdaderamente, aun en el momento de mayor
prosperidad? ¿Tus placeres más dulces no tuvieron amargura, tus más hermosas
rosas sus espinas?
Salomón
poseyó inmensas riquezas, gustó todos
los placeres, y exclama: Vanidad
de vanidades, y todo es vanidad (Eclesiastés).
III.
Busca, pues, los tesoros del paraíso: son perfectos, no tienen mezcla de
amargura alguna, no hay temor de perderlos y satisfacen plenamente nuestros
deseos en toda su amplitud. Los Ángeles se
ríen de nosotros cuando nos ven afanarnos tanto por edificar casas de barro que
deberemos abandonar al día siguiente. Se sobrecogen de tristeza cuando ven que
nos entregamos a placeres que nos rebajan al nivel de los animales.
¡Oh
cristiano, espera y busca bienes más grandes! Coheredero de Jesucristo, ¿cómo
regocijarte asociándote a los placeres del irracional? Eleva tus esperanzas
hacia el soberano bien
(San
Agustín).
El
desprecio del mundo.
Orad
por las congregaciones religiosas.
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