I.
Amamos naturalmente la vida y tememos la muerte; así, nada ahorramos por
conservar la salud del cuerpo: nos dejamos sangrar, cortar los miembros,
ayunamos, tomamos medicinas amargas. ¿No
serías un gran santo si hicieses por el cielo una parte siquiera de lo que
haces por la tierra?
Pero, ¡ay!,
uno hace todo por el cuerpo y nada por el alma; hacemos todo por conservar una
vida que nos es común con los animales y nada por vivir eternamente.
Cada
día declinamos, cada día nos morimos, y nos creemos eternos (San
Jerónimo).
II.
Debes
moderar ese deseo que tienes de vivir mucho tiempo. Por corta que sea tu vida,
bastante larga será si la quieres emplear bien. Cuanto más se prolongue tu vida
tanto más terrible será la cuenta que debas dar a Dios. Y
no te quieras persuadir de que al envejecer te harás más virtuoso: el
agotamiento de tus fuerzas, las enfermedades y los hábitos más inveterados te
harán más difícil que nunca la práctica de la virtud.
III.
Si
amas la vida y la salud, ama la virtud y la santidad. La sobriedad, el ayuno,
la templanza, mucho más sano te habrán de conservar que las prescripciones y
regímenes de los médicos. Reprime
tus pasiones: la intemperancia y los excesos han hecho morir a una infinidad de
personas; el ayuno y la austeridad han hecho vivir a los antiguos anacoretas
hasta una extrema vejez, sin enfermedades y sin incomodidad. En fin, las
enfermedades son a menudo el castigo de tus pecados al mismo tiempo que un
remedio para las llagas de tu alma.
Dios
las envía para curarte, pero lo hace según su juicio, sin consultar al enfermo (San
Agustín).
La mortificación.
Orad por las vírgenes.
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