A
vosotros, pobres pecadores, uno más pecador todavía os ofrece esa rosa
enrojecida con la sangre de Jesucristo a fin de que florezcáis y os salvéis.
Los impíos y pecadores empedernidos gritan a diario: Coronémonos de rosas (Sab 2
8). Cantemos también nosotros: Coronémonos
con las rosas del santo rosario.
¡Ah! ¡Qué
diferentes son sus rosas de las nuestras! Las suyas son los placeres
carnales, los vanos honores y las riquezas perecederas, que pronto se
marchitarán y consumirán. En cambio, las nuestras —es decir, nuestros
padrenuestros y avemarías bien dichos—, unidos a nuestras buenas obras de
penitencia, no se marchitarán ni agostarán jamás y su brillo será, de aquí a
cien mil años, tan vivo como en el presente.
Sus pretendidas rosas sólo tienen la
apariencia de tales. En realidad son solamente espinas que los punzarán durante
su vida a causa de los remordimientos de conciencia, que los taladrarán a la
hora de la muerte con el remordimiento y los devorarán durante toda la
eternidad a causa de la rabia y desesperación.
Las espinas de nuestras rosas son las
espinas de Jesucristo, que El convierte en rosas. Nuestras espinas punzan, pero
sólo por algún tiempo y para curarnos del pecado y darnos la salvación.
Coronémonos a porfía de estas rosas del
paraíso recitando todos los días un rosario, es decir, las tres series de cinco
misterios cada una o tres pequeñas diademas de flores o coronas:
1°) para
honrar las tres coronas de Jesús y de María (la de
gracia de Jesús en la encarnación, su corona de espinas durante la pasión y la
de gloria en el cielo, y la triple corona que María ha recibido en el cielo de
la Santísima Trinidad);
2°) para recibir de Jesús y María tres
coronas: la primera, de mérito, durante la vida; la segunda, de paz, en la hora
de la muerte, y la tercera, de gloria, en el cielo.
Creedme que recibiréis la corona inmarcesible (I Pedro 5,4.), que no se
marchitará jamás, si os mantenéis fieles en rezarlo devotamente hasta la
muerte, no obstante la enormidad de vuestros pecados. Aunque
estuvierais ya al borde del abismo, aunque estuvierais ya con un pie en el
infierno, aunque hubierais vendido vuestra alma al demonio como un mago, aunque
fuerais herejes tan endurecidos y obstinados como demonios, os convertiréis
tarde o temprano y os salvaréis, siempre que —lo repito, y notad bien las
palabras y términos de mi consejo— recéis devotamente, todos los días hasta la
muerte, el santo rosario con el fin de conocer la verdad y alcanzar la
contrición y el perdón de vuestros pecados. (…)
Dios sólo.
“El
secreto admirable del Santísimo Rosario”
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