lunes, 18 de abril de 2022

De la Maledicencia - San Francisco de Sales.

 



 

Produce el juicio temerario inquietud y menosprecio del prójimo, orgullo y complacencia de sí mismo, con otros muchos y perniciosos efectos, entre los cuales, uno de los más notables es la maledicencia, verdadera peste de las conversaciones. ¡Ojalá tuviera yo en mi mano un carbón encendido del altar santo para tocar los labios de los hombres y purificarlos de su iniquidad y pecado, como lo hizo el serafín con el profeta Isaías, pues quien quitase del mundo la maledicencia quitaría gran parte de los pecados y de la maldad!

El que injustamente roba a su prójimo la fama, además de pecar, queda obligado a la restitución; bien que de diversos modos, según la diversidad de murmuraciones, porque nadie puede entrar en el cielo llevando los bienes del otro, y entre los bienes exteriores, la fama es el más precioso. Es la maledicencia una especie de homicidio. Tenemos tres géneros de vida: espiritual, que consiste en la gracia de Dios; corporal, que proviene del alma, y civil, que se mantiene con la buena fama. La primera se pierde por el pecado; la segunda, por la muerte, y por la maledicencia la tercera. Pero el murmurador hace, de ordinario, tres homicidios con sólo una estocada de su lengua, dando muerte espiritual a su alma y a la de quien le escucha y muerte civil a la persona de quien murmura, pues como dice san Bernardo, el que murmura y el que escucha la murmuración tienen en sí al demonio, uno en la lengua y otro en el oído. “Aguzarán sus lenguas como la de la serpiente”, dice David de los murmuradores; y si la serpiente, como enseña Aristóteles, tiene la lengua dividida y con dos puntas, tal es la del murmurador, que con un golpe solo hiere y envenena el oído de quien le escucha y la reputación de la persona de quien habla.

Sobre manera te encargo, amada Filotea, que jamás hables mal de persona alguna, ni directa ni indirectamente. Guárdate de imputar al prójimo crímenes y pecados falsos, de manifestar los ocultos, de ponderar los públicos, de dar siniestra interpretación a las obras buenas, de negar lo bueno que sabes de alguno, de disimularlo maliciosamente o de disminuirlo con tus palabras, porque todas estas cosas son grande ofensa a Dios, pero mucho mayor acusar a alguno con falsedad o negar la verdad en perjuicio de tercero, en lo cual hay dos pecados: la mentira y el daño del prójimo.

No hay murmuradores más finos y venenosos que aquellos que para hablar mal empiezan celebrando o refiriendo algunas prendas y dotes de las personas de las cuales murmuran. Protesto, dicen, que le estimo, y que en lo demás es muy buen hombre; pero, con todo, no puedo menos de confesar la verdad: ha obrado mal cometiendo tal perfidia; Fulana es muy buena muchacha, pero se dejó sorprender; y siempre usan de semejantes rodeos. ¿No conoces en esto el artificio?

Como el que dispara el arco tira hacia sí la flecha todo cuanto puede, pero es para lanzarla con mayor ímpetu, así los tales parece que tiran hacia sí la maledicencia, pero es para despedirla con mayor fuerza y que penetre otro tanto en los corazones de los que escuchan. La murmuración que se dice en tono festivo es también más cruel que todas, porque así como la cicuta en sí no es veneno activo, sino lento, y cuyos efectos se pueden atajar fácilmente, pero que tomada con vino es incurable, así la murmuración, que, dicha con artificio, hubiera entrado por un oído y salido por el otro, como suele decirse; cuando viene envuelta en alguna expresión aguda y graciosa, se queda muy impresa en la memoria de los que la escuchan. “Tienen en sus labios, dice David, venenos de áspides”; porque el áspid hace una picadura casi imperceptible, y su veneno, al principio, causa una comezón agradable, con la cual se dilatan el corazón y las entrañas, y reciben el veneno, que después es imposible contrarrestar.

No digas: “Fulano es un borracho”, por haberle visto embriagado una vez; ni le llames adúltero por haber visto que cayó en este pecado; ni le apellides incestuoso por haberle cogido en este delito, pues no basta un acto sólo para caracterizar al sujeto. Paróse una vez el sol para contribuir a la victoria de Josué; oscurecióse otra en testimonio de la victoria del Salvador. ¿Diremos por esto que es innoble u oscuro? Una vez se embriagó Noé, otra Lot, y éste, además, cometió un gravísimo incesto; sin embargo, a ninguno de los dos se puede llamar borracho, ni a Lot incestuoso. No fue san Pedro sangriento porque una vez derramó sangre; ni porque blasfemó en ocasión, blasfemó; que el nombre de vicioso o virtuoso se adquiere por la continuación y el hábito; así que es impostura tratar a uno de colérico o ladrón por haberle visto una vez encolerizarse o robar.

Se expone a no decir verdad el que llama a otro vicioso, aunque lo haya sido mucho tiempo; así mintió Simón el Leproso cuando llamó pecadora a Magdalena, que lo había sido poco antes, pero ya entonces no lo era, sino muy santa penitente, por lo cual tomó nuestro Señor a su cargo el defenderla. El necio fariseo juzgaba gran pecador o quizá injusto, adúltero y ladrón al publicano, pero se engañaba mucho, porque había sido justificado en ese mismo momento. Y la bondad de Dios es tan grande que basta un momento para impetrar y alcanzar su gracia, no puede haber certidumbre de que hoy sea pecador el que ayer lo era. Ni el día de ayer, puede juzgar al de hoy, ni el de hoy al de ayer; sólo el último de todos es el que a todos los juzga. Luego nunca podemos decir que un hombre es malo sin exponernos a mentir; únicamente podemos decir, si es preciso, que cometió tal o tal acto malo, que vivió mal en tal tiempo, que obró mal poco antes; pero de ningún modo inferir de lo de ayer para hoy, ni de lo de hoy para ayer, menos para mañana.

Al mismo tiempo que debemos ser sumamente mirados en no hablar mal del prójimo, hemos de huir de alabar y hablar bien del vicio, que es el extremo opuesto en que suelen caer algunos por evitar la maledicencia. No digas, por disculpar a otro, que es claro y sincero cuando es murmurador; no llames generoso y aseado al que es manifiestamente vano; no des a las familiaridades peligrosas título de sencillez o bondad de genio; ni a la desobediencia, de celo; ni a la arrogancia, de franqueza; ni de amistad, a la lascivia, que no es necesario, amada Filotea, para huir del vicio de la maledicencia, favorecer, lisonjear o fomentar otros. Antes bien, se ha de decir claramente y con franqueza mal del mal, y vituperar lo que es vituperable, que así se da gloria a Dios, con tal que se guarden las condiciones siguientes.

Para vituperar laudablemente los vicios de otro, es necesario que así lo exija la utilidad de aquel de quien se habla, o de aquellos con quienes se habla. Cuando se refieren delante de las doncellas las familiaridades indiscretas, y ciertamente peligrosas, de aquéllos o de aquéllas, y a la liviandad de palabras y ademanes lúbricos, sin duda, que usa fulano o fulana, si no vitupero claramente el mal, sino que quiero excusarlo, pongo en peligro a las almas tiernas que lo escuchan, de resbalarse a alguna cosa semejante. Luego el bien de éstos pide que con claridad vitupere yo tales cosas al punto que las oigan, a menos que pueda reservar esta buena obra para otro tiempo más a propósito, en que se ejecute con menos daño de aquellos con quienes se habla.

Además de esto, es necesario que me toque a mí hablar sobre el asunto, como sucede cuando soy una de las primeras personas de la conversación, que si no hablo, parecerá que apruebo el vicio; pues si soy de los menores, no debo entrometerme a censurar, y, sobre todo, es necesario que mis palabras sean medidas, para no decir ni aun una de más. Si, por ejemplo, motejo la familiaridad de aquel joven y de aquella señorita porque que demasiado in-discreta y peligrosa. ¡Dios mío, de qué balanza tan fina debo usar para no abultar el hecho con una tilde! Si no hay más que ligeras apariencias, esto sólo he de decir; si hay únicamente imprudencia, me ceñiré a decir esto solo; si no hay ni imprudencia ni verdadera apariencia de mal, sino puro pretexto de murmuración, que sólo pudo hallarlo la malicia, o no diré nada o diré esto mismo. Para juzgar al prójimo, ha de ser mi lengua como el cuchillo del cirujano, que va a cortar entre los nervios y tendones: he de dar el golpe tan justo, que ni diga más ni menos de lo que hay. Y, finalmente, al vituperar el vicio se ha de procurar, cuanto sea posible, disculpar a la persona en quien se halla.

Cierto es que se puede hablar sin reparo de los pecadores infames, públicos y manifiestos, con tal que sea con espíritu de caridad y compasión, y no con presunción y arrogancia, ni complaciéndose en el mal de otro, que esto último es propio de corazones viles y bajos.

Exceptúo, entre todos, a los enemigos declarados de Dios y de su Iglesia, que a éstos se les debe desacreditar todo cuanto se pueda: tales son las sectas de herejes y cismáticos y los caudillos de ellas; porque es caridad gritar al lobo cuando anda entre las ovejas, esté donde estuviere.

Algunos se creen con derecho a juzgar y censurar a los príncipes y de murmurar de naciones enteras, según los diversos afectos que tienen para con ellas. No cometas tal falta, Filotea, porque, además de la ofensa a Dios, podría acarrearte mil disputas.

Cuando oigas hablar mal, suspende el juicio, si puedes hacerlo con justicia; si no, excusa la intención del acusado; si ni aun esto pudieres, muestra compasión de él, y muda la conversación, teniendo presente y recordando a los demás que los que no caen en faltas deben esta gracia a Dios sólo. Procura hacer con suavidad que el maldiciente entre en sí, y di alguna otra cosa buena de la persona ofendida, si la sabes.

 

“TRATADO DE LA VERDADERA DEVOCIÓN”


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