Tiene
ahora Jesús muchos que quieren poseer su reino de los cielos, pero pocos qne
quieran llevar su cruz.
Halla
muchos amigos de su consolación; pocos, de su tribulación.
Halla
muchos compañeros de su mesa; pocos, de su ayuno.
Todos
quisieran gozar con Él; pocos quieren padecer algo por Él.
Muchos
siguen a Jesús hasta partir el pan; pocos, hasta beber el cáliz de la pasión.
Muchos
admiran sus milagros; pocos siguen la ignominia de la cruz. Muchos aman a Jesús
mientras ninguna adversidad les sucede. Muchos le bendicen y alaban cuando de
Él reciben consuelos.
Pero
si se les esconde o por corto tiempo los abandona, luego se quejan o caen en
grande abatimiento.
Más
los que aman a Jesús por Jesús mismo, no por los consuelos que les da, le
bendicen igualmente en las angustias y tribulaciones de espíritu, por terribles
que sean, como en las más dulces consolaciones.
Y
si nunca les diera consuelos, no por eso dejarían de darle gracias y alabarle
continuamente.
¡Oh,
qué poderoso es el amor de Jesús cuando es puro y sin mezcla de amor propio y
de interés personal!
¿No
deben llamarse mercenarios cuantos andan siempre buscando consuelos? ¿No es
claro que quienes viven pensando en su bienestar e interés a sí mismos se aman
más que a Cristo?
¿Dónde
se hallará a alguien que quiera servir a Dios de balde? Rara vez se halla a
alguien tan espiritual que esté desprendido de todo.
¿Quién
hallará un verdadero pobre de espíritu; uno que se haya desnudado enteramente
del afecto a las criaturas? «Tal persona vale mas que rubíes» (Prov 31, 10).
Si
diera el hombre todas sus riquezas, no sería nada todavía. Si áspera penitencia
hiciera, sería nada todavía.
Si
abarcara toda la ciencia, aún estaría lejos.
Si
fuera muy virtuoso, piadoso y fervoroso le faltaría mucho todavía: una sola
cosa, pero absolutamente necesaria.
Y
¿cuál es esa cosa? Que, abandonadas todas las cosas, también se abandone a sí
mismo y se salga de sí mismo sin llevarse nada del amor propio; y que, una vez
hecho cuanto sepa que debe hacer, sienta que aún no ha hecho nada.
Que
no crea grande lo que grande pudiera creerse; sino que con toda sinceridad se
llame siervo inútil, como dice la Verdad: «Cuando
hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: siervos inútiles somos» (Lc
17, 10).
Entonces
podrá ser de veras pobre de espíritu y desnudo, y decir con el profeta: «Estoy
solo y desvalido» (Sal 24, 16).
Sin
embargo, no habrá nadie más rico, poderoso y libre que quien haya sabido
abandonar todas las criaturas, y aun a sí mismo, y ponerse en el último lugar.
“LA IMITACIÓN DE CRISTO”
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