Es la historia de una
pobrecita. Cada día, a eso de las ocho, con toda exactitud llega cojeando.
Se sienta al borde de un camino por donde
pasan los veraneantes, y espera, con el rostro lleno de paz que se le dé una limosna.
De sus dos ojos, de sus dos brazos, de sus
dos piernas no tiene más que uno; le falta un ojo y tiene paralizados un brazo
y una pierna. Con todo, cuenta con fuerzas suficientes para llevar un cestito que
deja a su lado, en donde están todas sus provisiones, y además, UN ROSARIO.
— Pasaba por allá casi cada día —
refiere el que esto relata — le daba regiamente... cinco céntimos.
Como se ve, esta realeza es poco ruinosa.
Cierto día; después de haber dado a la
pobrecita la moneda tradicional, sobrevino una ligera maniobra, que ya había observado
varias veces: tomó una piedra y la colocó en su cestita. Ya los años anteriores,
me había sorprendido semejante maniobra; no la hacía siempre pero sí con
bastante frecuencia.
Trabando conversación con ella, le pregunté
la razón de aquella.
— Es para los rosarios,
señor.
— ¿Para los rosarios?
— Sí.
— ¿Cómo?
— Cada vez que me dan
algo rezo un rosario. Es muy justo ¿no es verdad? Pero sucede a veces que no
puedo rezarlos todos de una vez, especialmente cuando la estación es buena y
los bañistas son caritativos, entonces con las piedras de mi cestito llevo
cuenta de los que he de rezar por la noche, y a veces aún en invierno.
— ¿En
invierno?
— En invierno, sí, claro está, entonces naturalmente me
quedo en casa. Por aquí no pasa ni un alma. Mire, el año pasado, me quedaron
más de cien rosarios por rezar para el tiempo de las nieves. Los he rezado
todos sin faltar uno.
¡Un rosario por cinco céntimos! ¡Oh!
compremos por cinco céntimos, compremos las Avemarías. No demos jamás una limosna
sin decir a quien la recibe: Ruegue por mí.
Puede olvidarse el pobre de rogar por nosotros,
mas no lo olvidará ciertamente el Ángel de la Guarda.
“El
Faro de la Costa” Año 1931.
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