viernes, 29 de abril de 2022

MEDITACIÓN DE LA FE


 


PUNTO PRIMERO.

   Considera que la fe viva nos une con Jesucristo. El justo vive de la fe, y el alma sin ella es como el sarmiento separado de la vid, que solo sirve para el fuego. Pero ¿piensas si cuando venga a juzgar el Hijo del hombre encontrará mucha fe sobre la tierra? ¿Hallaría mucha si viniera a juzgar el día de hoy? Es cierto que hay muchos cristianos; pero ¿hay muchos verdaderos fieles? Aquella fe que venció al mundo, disipando los errores, desterrando el vicio, corrigiendo las costumbres, aquella fe tan poderosa en obras, tan fecunda en virtudes, tan eficaz en milagros; aquella fe que dió a la Iglesia más de diez y siete millones de mártires, que pobló los desiertos con un número casi infinito de solitarios; esta fe, digo, ¿vive verdaderamente en mí? ¿Mis máximas, mis costumbres, mi conducta dan a conocer esta fe? El que solo tuviese una noticia especulativa del verdadero cristiano, ¿se persuadiría que yo lo era solo con verme y observarme?

   ¡Mi Dios, qué contrariedad tan monstruosa se nota en lo que creo y en lo que hago! Creemos que solamente fuimos criados para Dios; esto es, que no fué mas criado el sol para alumbrar, ni el fuego para arder, que nosotros lo fuimos para amar a Dios y para servirle. Están contados todos nuestros días, y ni el mismo Dios puede dispensarnos por una sola hora de la estrecha obligación que tenemos de servirle y amarle. Todo aquello a que se nos antojó dar el título de grande, negocios importantes, proyectos magníficos, empresas arriesgadas, todo es bagatelas, todo es nada, cuando Dios no es el motivo de ello. Esta es la verdad fundamental de nuestra religión; esta es la base sobre que estriba todo el edificio del cristianismo, a saber, el persuadirnos y creer firmemente que ningún objeto creado nos puede hacer felices, y que la posesión sola de Dios puede satisfacer aquella vehemente ansia que tenemos de serlo; que, hablando con propiedad, no hay otro bien sólido y verdadero sino solo Dios, y que el único medio de poseerle es vivir según las máximas del Evangelio; finalmente, que si Dios no es nuestra suma felicidad, de necesidad ha de ser nuestra suma desdicha.

   Creemos que el pecado es el mayor mal del hombre, o por mejor decir, que es el único verdadero mal; convenimos también en que sola la virtud nos puede hacer dichosos aun en el mundo, y en que nuestro gran negocio, nuestro único negocio es salvarnos. Tampoco se puede decir que ignoramos la dificultad que ha de haber en salvarse, ni las terribles consecuencias que se siguen de perderse. Creemos que después de esta vida se sigue una eternidad feliz, o una eternidad infeliz, y que la muerte, aunque sea la más imprevista, es el momento decisivo de nuestra suerte eterna. Creemos que hay infierno, y creemos que la espantosa infelicidad y eternidad de tormentos que se padecen en él, es justo castigo de un solo pecado mortal. Este es un compendio de las verdades más esenciales que creemos, esto es lo que hacemos profesión de creer, y lo que es menester creer indispensablemente, esto es, mi Dios, lo que yo creo. Pero ¿cómo se compone con esto mi desordenada vida?

PUNTO SEGUNDO.

   Considera que es bien extraño haya algunos cristianos que se esfuercen en no creer lo que temen; pero ¿es menos extraño que se encuentren no pocos que hacen ostentación de no temer aquello mismo que creen? ¿Puede haber más impenetrable misterio de iniquidad? ¡Rendirse el entendimiento a la ley, y rebelarse el corazon contra sus preceptos, religión santa, y costumbres viciadas en los que la profesan: creer todo aquello que impone una indispensable necesidad de vivir una vida inocente, ejemplar, irreprensible, y vivir de manera que se desmienta todo lo que se cree! A la verdad es deplorable la suerte de los infieles pero el desorden de la mayor parte de los cristianos ¿promete a estos, mejor suerte? Gran desgracia es no vivir dentro del gremio de la Iglesia, no tener derecho a la eterna bienaventuranza: pero ¿será desgracia menor ser hijo de la Iglesia, y hacerse indigno de la eterna bienaventuranza a que se tiene derecho? y en realidad, ¿qué será menos malo, o no creer lo que hay obligación de creer, o no hacer casi nada de lo que se cree? Por cuál de estas dos partes me comprenden estas concluyentes reflexiones: ¿cuál es mi fe y cuáles mis costumbres? Yo creo, porque en fin me causaría horror el ser infiel: pero ¿vivo como cristiano?

   Creo en el infierno, que es una eterna desdicha, que  es una pena justa del pecado mortal; ¡y todavía peco! Creo que Jesucristo, mi Señor, mi Redentor y mi Juez, está realmente presente en el sacramento del altar; ¡y estoy sin respeto, sin devoción, sin un reverente temblor en su presencia! ¿Atreveríame a ponerme delante de los grandes del mundo con la misma inmodestia, con la misma libertad con que me presento en la iglesia? Sé muy bien lo que es y lo que vale una misa; y ¿con qué devoción, con qué solicitud asisto a ella? ¡O Dios, y qué terrible efecto hace en el corazón de un moribundo esta oposición de fe y de costumbres! ¿Qué pensaré yo mismo en aquella fatal hora que dentro de poco tiempo ha de decidir de mi suerte eterna?

   Créese que hay infierno, ¡y se peca! Aquella mujer profana, cuya conciencia es un caos, y que idolatra al mundo, ¡cree las verdades del Evangelio, cree que hay infierno!

   Aquellos hombres perdidos y disolutos, cuya vida es una cadena de maldades, que se mofan con la mayor insolencia de todo cuanto respira devoción, que hacen burla hasta del infierno mismo, ¡creen que hay infierno!

   Aquella gente ociosa y holgazana; aquellos idólatras de la diversión, del regalo y del deleite, que pasan la vida en un afectado olvido de Dios, en una delicadeza gentílica, que solo tienen un baño, una superficie de religión; aquellos hombres que todo lo sacrifican a un vil interés y a otras mil torpes pasiones; ¡todos estos creen que hay infierno!

   Estremécese uno con la sola consideración del infierno, ¡y con todo eso a la vista de este mismo infierno peca! Acaso no se creerá esta terrible verdad; pero se cree, porque si no ¿a qué fin se clama tanto por el confesor a la aproximación de una muerte que amenaza? Pero valga la verdad; ¿se podrá ajustar una vida gentílica con las máximas de la religión en aquel mismo momento en que se espira? Entre la conversión y la muerte es menester que medie algún tiempo.

   Ámome mucho para que quiera condenarme; pero ¿vivo de manera que no pueda temerlo? Si se considera lo que creo y cómo vivo, ¿podré racionalmente esperar que me salve? ¡Cuántos de los que meditan esto desesperarían de la salvación de otro que viviese como ellos viven!

   ¡Ah mi Dios, qué sería de mí, cuál sería mi suerte, si en este mismo instante hubiera de ir a daros cuenta de mi vida! ¿Me serviría de disculpa decir que no lo pensaba? Pensándolo estoy ahora; pero mis obras desmienten mí fe, mis costumbres contradicen mi religión. ¿Y me contentaré con solo considerar que sería digno de la mayor compasión si muriese ahora, que yo sería el primero en condenarme, si compareciese en el supremo tribunal; que mis costumbres clamarían contra mí, y que mi iniquidad pide justicia?

   Señor, pues no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, asistidme con vuestra gracia, que con ella de hoy en adelante mis costumbres, mis máximas, mi vida correspondan con la fe que profeso con los labios.

 

“AÑO CRISTIANO – Año 1864”

Padre J. Croisset. S. J.

 

 


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