PUNTO
PRIMERO.
Considera que la fe viva nos une con
Jesucristo. El justo vive de la fe, y el alma sin ella es como el sarmiento
separado de la vid, que solo sirve para el fuego. Pero ¿piensas si cuando venga a juzgar el Hijo
del hombre encontrará mucha fe sobre la tierra? ¿Hallaría mucha
si viniera a juzgar el día de hoy? Es cierto que hay muchos
cristianos; pero ¿hay muchos verdaderos fieles? Aquella
fe que venció al mundo, disipando los errores, desterrando el vicio, corrigiendo
las costumbres, aquella fe tan poderosa en obras, tan fecunda en virtudes, tan
eficaz en milagros; aquella fe que dió a la Iglesia más de diez y siete
millones de mártires, que pobló los desiertos con un número casi infinito de
solitarios; esta fe, digo, ¿vive verdaderamente en mí? ¿Mis máximas,
mis costumbres, mi conducta dan a conocer esta fe? El que solo
tuviese una noticia especulativa del verdadero cristiano, ¿se persuadiría que yo lo era solo con
verme y observarme?
¡Mi Dios, qué contrariedad tan monstruosa se nota en lo
que creo y en lo que hago! Creemos
que solamente fuimos criados para Dios; esto es, que no fué mas criado el sol
para alumbrar, ni el fuego para arder, que nosotros lo fuimos para amar a Dios
y para servirle. Están contados todos nuestros días, y ni el mismo Dios puede
dispensarnos por una sola hora de la estrecha obligación que tenemos de
servirle y amarle. Todo aquello a que se nos antojó dar el título de grande,
negocios importantes, proyectos magníficos, empresas arriesgadas, todo es
bagatelas, todo es nada, cuando Dios no es el motivo de ello. Esta es la verdad
fundamental de nuestra religión; esta es la base sobre que estriba todo el
edificio del cristianismo, a saber, el persuadirnos y creer firmemente que
ningún objeto creado nos puede hacer felices, y que la posesión sola de Dios
puede satisfacer aquella vehemente ansia que tenemos de serlo; que, hablando
con propiedad, no hay otro bien sólido y verdadero sino solo Dios, y que el
único medio de poseerle es vivir según las máximas del Evangelio; finalmente, que
si Dios no es nuestra suma felicidad, de necesidad ha de ser nuestra suma
desdicha.
Creemos
que el pecado es el mayor mal del hombre, o por mejor decir, que es el único
verdadero mal; convenimos también en que sola la virtud nos puede hacer
dichosos aun en el mundo, y en que nuestro gran negocio, nuestro único negocio
es salvarnos. Tampoco se puede decir que ignoramos la dificultad que ha de
haber en salvarse, ni las terribles consecuencias que se siguen de perderse.
Creemos que después de esta vida se sigue una eternidad feliz, o una eternidad
infeliz, y que la muerte, aunque sea la más imprevista, es el momento decisivo
de nuestra suerte eterna. Creemos que hay infierno, y creemos que la espantosa
infelicidad y eternidad de tormentos que se padecen en él, es justo castigo de
un solo pecado mortal. Este es un compendio de las verdades más esenciales que creemos,
esto es lo que hacemos profesión de creer, y lo que es menester creer
indispensablemente, esto es, mi Dios, lo que yo creo. Pero ¿cómo se
compone con esto mi desordenada vida?
PUNTO SEGUNDO.
Considera que es bien extraño haya algunos
cristianos que se esfuercen en no creer lo que temen; pero ¿es menos extraño que se encuentren no pocos
que hacen ostentación de no temer aquello mismo que creen? ¿Puede haber más
impenetrable misterio de iniquidad? ¡Rendirse el entendimiento a la ley, y
rebelarse el corazon contra sus preceptos, religión santa, y costumbres
viciadas en los que la profesan: creer todo aquello que impone una
indispensable necesidad de vivir una vida inocente, ejemplar, irreprensible, y
vivir de manera que se desmienta todo lo que se cree! A la verdad es
deplorable la suerte de los infieles pero el desorden de la mayor parte de
los cristianos ¿promete
a estos, mejor suerte? Gran desgracia es no vivir dentro del gremio
de la Iglesia, no tener derecho a la eterna bienaventuranza: pero ¿será desgracia
menor ser hijo de la Iglesia, y hacerse indigno de la eterna bienaventuranza a
que se tiene derecho? y en
realidad, ¿qué
será menos malo, o no creer lo que hay obligación de creer, o no hacer casi
nada de lo que se cree? Por cuál
de estas dos partes me comprenden estas concluyentes reflexiones: ¿cuál es mi fe
y cuáles mis costumbres? Yo creo, porque en fin me causaría horror
el ser infiel: pero ¿vivo como cristiano?
Creo
en el infierno, que es una eterna desdicha, que es una pena justa del pecado mortal; ¡y todavía
peco! Creo que Jesucristo, mi Señor, mi Redentor y mi Juez, está realmente
presente en el sacramento del altar; ¡y estoy sin respeto, sin devoción, sin un reverente
temblor en su presencia! ¿Atreveríame a ponerme delante de los
grandes del mundo con la misma inmodestia, con la misma libertad con que me
presento en la iglesia? Sé
muy bien lo que es y lo que vale una misa; y ¿con qué devoción, con qué solicitud asisto
a ella? ¡O Dios, y qué terrible efecto hace en el corazón de un moribundo esta oposición
de fe y de costumbres! ¿Qué pensaré yo mismo en aquella fatal hora que dentro
de poco tiempo ha de decidir de mi suerte eterna?
Créese que hay infierno,
¡y se peca! Aquella
mujer profana, cuya conciencia es un caos, y que idolatra al mundo, ¡cree las
verdades del Evangelio, cree que hay infierno!
Aquellos
hombres perdidos y disolutos, cuya vida es una cadena de maldades, que se mofan
con la mayor insolencia de todo cuanto respira devoción, que hacen burla hasta
del infierno mismo, ¡creen que hay infierno!
Aquella gente ociosa y holgazana; aquellos
idólatras de la diversión, del regalo y del deleite, que pasan la vida en un
afectado olvido de Dios, en una delicadeza gentílica, que solo tienen un baño,
una superficie de religión; aquellos hombres que todo lo sacrifican a un vil
interés y a otras mil torpes pasiones; ¡todos estos creen que hay infierno!
Estremécese
uno con la sola consideración del infierno, ¡y con todo eso a la vista de este mismo
infierno peca! Acaso no se
creerá esta terrible verdad; pero se cree, porque si no ¿a qué fin se
clama tanto por el confesor a la aproximación de una muerte que amenaza? Pero
valga la verdad; ¿se podrá ajustar una vida gentílica con las máximas de
la religión en aquel mismo momento en que se espira? Entre la conversión y la muerte es menester
que medie algún tiempo.
Ámome
mucho para que quiera condenarme; pero ¿vivo de manera que no pueda temerlo? Si se
considera lo que creo y cómo vivo, ¿podré racionalmente esperar que me salve? ¡Cuántos de
los que meditan esto desesperarían de la salvación de otro que viviese como
ellos viven!
¡Ah mi Dios, qué sería
de mí, cuál sería mi suerte, si en este mismo instante hubiera de ir a daros
cuenta de mi vida! ¿Me serviría de disculpa decir que no lo pensaba? Pensándolo estoy ahora; pero mis
obras desmienten mí fe, mis costumbres contradicen mi religión.
¿Y me
contentaré con solo considerar que sería digno de la mayor compasión si muriese
ahora, que yo sería el primero en condenarme, si compareciese en el supremo
tribunal; que mis costumbres clamarían contra mí, y que mi iniquidad pide
justicia?
Señor, pues no queréis la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva, asistidme con vuestra gracia, que
con ella de hoy en adelante mis costumbres, mis máximas, mi vida correspondan
con la fe que profeso con los labios.
“AÑO CRISTIANO – Año 1864”
Padre J. Croisset. S. J.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.